Dice el Señor: “Conviértanse a mí de todo corazón: con ayuno, con llanto, con luto. Cambien los corazones, no las vestiduras, conviértanse al Señor Dios nuestro, porque es compasivo y misericordioso”. Al momento de la imposición de la ceniza sobre nuestras cabezas, se nos recuerdan las palabras del Génesis, después del pecado original: “Acuérdate de que eres polvo y en polvo te has de convertir”.
Muchas veces olvidamos que sin el Señor no somos nada. Él quiere que nos despeguemos de las cosas de la tierra para mirarlo con los ojos limpios y que dejemos el pecado, que envejece y mata, y retornemos a la Fuente de la Vida y de la alegría: “Jesucristo mismo es la gracia más sublime de toda la Cuaresma. Es Él mismo quien se presenta ante nosotros en la sencillez admirable del Evangelio”, enseñó San Juan Pablo II.
¿Qué significa para cada uno de nosotros este caminar cuaresmal que nos prepara a participar en la pasión, muerte y resurrección del Señor? Significa volver el corazón a Dios, convertirnos; significa estar dispuestos a poner todos los medios para vivir como Él espera que vivamos; exige ser sinceros con nosotros mismos y no intentar servir a dos señores, a Dios y a las riquezas, a lo mundano. En el fondo, la Cuaresma es tiempo de renovar nuestro amor a Dios con toda el alma y alejar de nuestra vida cualquier pecado deliberado. Y eso, en medio de las circunstancias de trabajo, salud, familia, o las realidades propias de cada cual.
Quiere Jesús encontrar en nosotros un corazón contrito, conocedor de sus faltas y pecados y dispuesto a apartarnos de ellos. El Señor desea un dolor sincero de los pecados, que se manifestará ante todo en la Confesión sacramental, y también en pequeñas obras de penitencia hechas por amor
Para fomentar nuestra contrición la Iglesia nos propone frecuentemente el salmo en que el Rey David expresó su arrepentimiento, (50) y con el que tantos santos han suplicado perdón al Señor. También nos ayuda a nosotros en estos momentos de oración: “Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa”, le decimos a Jesús. Y luego, “lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. Contra ti, contra ti solo pequé”, pidiendo humildemente “Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu Santo Espíritu”.
Esa verdadera conversión se manifestará en nuestra conducta. Los deseos de mejorar se han de expresar en nuestro trabajo o estudio, en el comportamiento con la familia, en los pequeños sacrificios ofrecidos al Señor, que hacen más grata la convivencia a nuestro alrededor y más eficaz el trabajo; y además en la preparación de una buena Confesión. El Señor también nos pide la abstinencia y el ayuno, que “fortifica el espíritu, mortificando la carne y su sensualidad; eleva el alma a Dios; abate la concupiscencia, dando fuerzas para vencer y amortiguar sus pasiones, y dispone al corazón para que no busque otra cosa distinta de agradar a Dios en todo”, como enseña San Francisco de Sales.
+Juan Ignacio