Cuaresma es el tiempo para prepararnos a los acontecimientos centrales de nuestra redención; la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. San Agustín afirma que fuimos creados para el Señor y permanecemos inquietos mientras no volvamos a Dios. El pecado alteró profundamente el orden de la creación; el hombre puso su esperanza en sí mismo y en las cosas creadas y desplazó a Dios de su vida.
La venida de Jesucristo al mundo reimplanta el proyecto de Dios para guiarlo a su destino de unión con Él. Jesús, Cabeza del género humano, asumió toda la realidad humana degradada por el pecado, la hizo suya, y la ofreció filialmente al Padre. El restituyó a cada relación y situación humana a su verdadero sentido, en dependencia a Dios Padre. Este sentido de su venida se realiza con su vida entera, con cada uno de sus misterios, en los que glorifica plenamente al Padre.
La finalidad propia del misterio de la Cruz es borrar el pecado del mundo (cfr. Jn 1, 29), para que se pueda realizar la unión filial de cada uno con Dios. Esta unión es el objetivo del plan divino. (cfr. Rm 8, 28-30). Jesús cancela el pecado del mundo cargándolo sobre sus hombros y anulándolo en la justicia de su corazón santo.
¿En qué consiste el misterio de la Cruz? Jesús cargó con nuestros pecados. Lo realizó con su pasión y muerte. Estos hechos, siendo la historia del Hijo de Dios encarnado, tienen un valor y eficacia universales, que alcanzan a toda la raza humana. Jesús fue entregado por el Padre en manos de los pecadores (cfr. Mt 26, 45) y el mismo permitió que la maldad del hombre determinase su suerte; “se humilló y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco él abrió la boca” (Is 53, 7). Aceptó los sufrimientos físicos y morales impuestos por la injusticia de los pecadores y asumió todos los pecados de los hombres, toda ofensa a Dios. Cada agravio humano es, de algún modo, causa de su muerte. El “cargó” con nuestros pecados (cfr. 1P 2, 24) y los eliminó con su entrega. Pues llevó los sufrimientos en la unión obediente y amorosa hacia su Padre y en la justicia inocente, de quien ama al pecador. (cfr. Lc 22, 42; Lc 23, 34); “en sus llagas hemos sido curados”(Is 53, 5).
La Cruz revela la misericordia y la justicia de Dios en Jesucristo y su fruto es la eliminación del pecado, que llega a cada persona a través de los sacramentos – sobre todo la Confesión – y se adquiere definitivamente después de esta vida, si fuimos fieles. De su Cruz procede la posibilidad de vivir alejados del pecado y de integrar los sufrimientos y la muerte en el propio camino hacia la santidad. Hay Cruz porque existe el pecado. Pero también porque existe el Amor. La Cruz es fruto del amor de Dios ante el pecado de los hombres y revela la misericordia y justicia de Dios.
La Redención obrada por Cristo en la Cruz se extiende a todo el género humano. Pero es preciso que llegue a aplicarse a cada uno el fruto y los méritos de su Pasión y Muerte, principalmente por medio de la fe y los Sacramentos. Nuestro Señor es el único mediador entre Dios y los hombres (cfr. 1Tm 2, 5). Pero Dios Padre ha querido que fuéramos no sólo redimidos sino también corredentores (cfr. Catecismo, 618). Nos llama a tomar su Cruz y a seguirle (cfr. Mt 16, 24), porque Él «sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas» (1P 2, 21).
+ Juan Ignacio González Errázuriz