Detrás de una persona como el Papa emérito Joseph Ratzinger hay algo más profundo, que es la fuente de su clarividencia y sabiduría en diversos aspectos de la cultura, la antropología y la teología. Por eso, recorrer su vida y su obra requiere indagar en esa fuente primigenia que lo ha hecho una persona única en la comprensión contemporánea del hombre, del mundo y de la Iglesia. Esa fuente no es otra que la “vida escondida con Cristo en Dios” que anuncia San Pablo y que debe ser la propia de cualquier cristiano. Es la vida de la gracia, desconocida para el hombre moderno y muchas veces olvidada, incluso, por las personas de fe. La gracia es una participación en la vida de Dios que nos introduce en la intimidad de la vida trinitaria, y desde ella permite contemplar todas las realidades desde la mirada de Dios; que nos hace “hijos adoptivos” que comparten con su Padre un modo de ser y obrar y una herencia y nos mueve a actuar y a vivir con la dignidad de tales. Dice San Agustín: “porque él, por su acción, comienza haciendo que nosotros queramos; y termina cooperando con nuestra voluntad ya convertida”, y sigue: “ciertamente nosotros trabajamos también, pero no hacemos más que trabajar con Dios que trabaja. Porque su misericordia se nos adelantó para que fuésemos curados; nos sigue todavía para que, una vez sanados, seamos vivificados; se nos adelanta para que seamos llamados, nos sigue para que seamos glorificados; se nos adelanta para que vivamos según la piedad, nos sigue para que vivamos por siempre con Dios, pues sin él no podemos hacer nada”.
De aquí su lema episcopal: “Cooperadores de la verdad”. Pero una verdad que Dios mismo pone en el alma y el intelecto y que el hombre secunda, desarrolla y, al final, anima todo su existir, sin que nada de su acción se aleje de ese influjo divino. Es lo que sucedió con el Papa Ratzinger desde muy joven. Todas las circunstancias de su vida, bien conocidas para nosotros, toda su acción pastoral, toda sus, diríamos, “batallas” venían de una profunda convicción de que era un instrumento, “un humilde servidor de la viña del Señor”, como nos dijo al inicio de su pontificado. Y esa realidad espiritual conforma una unidad de vida sencilla y fuerte, que hace que una persona no pierda nunca el norte de su vida y que termina modelando hasta su misma naturaleza humana, sus reacciones, su bondad manifiesta y su capacidad de diálogo.
Otros, con mayores conocimientos, pueden ilustrar la maravillosa ciencia que inundaba su enseñanza, su predicación y su ejemplo. A nosotros, cristianos de la puerta del lado, diría el Papa Francisco, su ejemplo se nos presenta como un acicate para seguir el camino de la imitación de Jesucristo. En el fondo, el Papa emérito vivía en una constante unión con Dios, que le permitía ese admirable equilibrio y sabiduría, de que gozan las personas que buscan la santidad de verdad. Es también nuestro camino, sin renuncias fáciles o pensar que eso es para otros.
+Juan Ignacio González Errázuriz