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Ante Dios, el país y los hijos

Nada de lo humano es ajeno a la fe cristiana. Esto nos lo heredó el Señor Jesús con su vida, su enseñanza, su muerte y resurrección. Todos los procesos humanos, sociales y políticos son posibles de enfocarlos y juzgarlos desde la enseñanza de la fe. La separación entre fe y vida ha sido uno de los errores que más ha dañado la comprensión del Evangelio en la sociedad moderna. Consolidar esa separación es una de las tareas más persistentes del racionalismo moderno y de la secularización del mundo actual. Se sintetiza en la afirmación: las cosas de Dios, solo en la iglesia y en la casa. Se trata de una controversia de larga data y ya arraigada entre nosotros. “La Iglesia, pueblo peregrino, se adentra en el tercer milenio de la era cristiana guiada por Cristo, el «gran Pastor» (Hb 13,20): Él es la Puerta Santa (cf.Jn 10,9) que hemos cruzado durante el Gran Jubileo del año 2000. Jesucristo es el Camino, la Verdad y la Vida (cf.Jn 14,6): contemplando el Rostro del Señor, confirmamos nuestra fe y nuestra esperanza en Él, único Salvador y fin de la historia. (CDSI, 1)

Siendo fieles a las enseñanzas del Señor y de la Iglesia, debemos todos volver siempre la mirada hacia los procesos políticos, sociales, económicos y de cualquier índole, para descubrir su conformidad con el Evangelio. Por eso la fe cristiana es al mismo tiempo un camino personal y social. En tal sentido se equivocan grandemente aquellos que señalan que la Iglesia – todos somos la Iglesia – nada tiene que decir o influir en el actual proceso político que vive Chile. Por el contrario, toda la Iglesia está llamada a un proceso de discernimiento acerca de si las propuestas y reformas que se están planteando para nuestra Patria, conducen hacia el verdadero fin de la sociedad: “La plena realización del bien común requiere que la comunidad política desarrolle, en el ámbito de los derechos humanos, una doble y complementaria acción, de defensa y de promoción: debe «evitar, por un lado, que la preferencia dada a los derechos de algunos particulares o de determinados grupos venga a ser origen de una posición de privilegio en la Nación, y para soslayar, por otro, el peligro de que, por defender los derechos de todos, incurran en la absurda posición de impedir el pleno desarrollo de los derechos de cada uno», enseñó San Juan XXIII en la Pacem in Terris.(275)

Todas las afirmaciones del nuevo texto de Constitución Política propuesto – aún en fase de armonización, pero ya fijado en su redacción esencial – deben ser pasadas por el tamiz de la fe cristiana que ha sido el camino de Chile desde su nacimiento. No hay duda de que entre las propuestas hechas no todas tienen el mismo grosor moral. Hay algunos temas que son mas esenciales que otros para la vigencia de una visión cristiana de la persona y la sociedad. Entre ellos la dignidad de la persona humana y sus derechos esenciales e inalienables. Si estos son gravemente conculcados en el ordenamiento institucional de un país, aquel conjunto de normas se convierte en inicuas, es decir llevan a la injusticia y la denigración de la persona humana. Ya los filósofos antiguos descubrieron esta verdad: Cicerón enseñó: «Existe ciertamente una verdadera ley: la recta razón, conforme a la naturaleza, extendida a todos, inmutable, eterna, que llama a cumplir con la propia obligación y aparta del mal que prohíbe. Esta ley no puede ser contradicha, ni derogada en parte, ni del todo» (De república, 3, 22).

Bastaría que algunos de esos preceptos esenciales, conformes a la recta razón, sean transgredidos, para hacer que todo un ordenamiento social quede imposibilitado para recibir la aprobación de un cristiano. Desde esta visión, todos aquellos aspectos que tienen que ver con la salvaguarda de la vida humana desde su concepción hasta su muerte natural, es decir el aborto o la llamada interrupción del embarazo, la eutanasia o llamada muerte digna, el derecho al reconocimiento de la familia fundada en la unión de un hombre y una mujer, sin asimilaciones con otras realidades que no lo son, el derecho de los padres a decidir la educación moral y religiosa de los hijos con plena libertad, la libertad religiosa para vivir y expresar la fe sin cortapisas, el derecho a actuar conforme a la conciencia, incluidos casos limites como el aborto, una justa apreciación del derecho a la propiedad, a una vida digna activa y pasiva y a un salario justo, etc. resultan esenciales para el discernimiento del cristiano.
Cada cristiano ha de hacer este ejercicio individualmente o en comunidad, apoyado en una razón recta e informada, pidiendo consejo a los mas sabios, a los pastores de su confesión religiosa, para llegar a conclusiones que son personalísimas, de las cuales responderá primero ante Dios, luego ante la comunidad de que forma parte y también ante sus hijos. En este proceso es necesario excluir que las motivaciones sólo políticas o ideológicas guíen nuestros razonamientos. Estamos delante de una de las decisiones mas trascendentales de nuestra vida como personas y como país.

+ Juan Ignacio