Ya pasadas las fiestas nacionales que conmemoraron un nuevo aniversario de la Independencia Nacional, llega el tiempo de hacer un balance de lo dicho y lo vivido y de ello sacar conclusiones para el tiempo presente.
Una vez más, pese a todas las restricciones que la realidad impone, se ha expresado aquí y allá el valor de la chilenidad, de aquellas costumbres que por siglos hemos vivido para celebrar estas fiestas, que son comunes a todos. La casa común que a todos acoge, que no se deja llevar por las dialécticas que quiere imponerle la política y la ideología, celebra sin distinciones. Ceden las divisiones, caen los antagonismos, y el pueblo chileno aparece como uno y único, de norte a sur, de mar a cordillera. Es una realidad que debe ser juzgada adecuadamente. Una de sus conclusiones es que muchas de las divisiones que quieren imponerse, las que separan los pueblos nuevos de los originarios, las que dividen a los que ayer eran partidarios de un estilo y los que ahora son de otro, los que llevan siglos asentados en esta tierra y los que vienen llegando, formamos una nación, un pueblo, con sus costumbres, sus maneras, sus celebraciones.
No es que nos hayamos convertido en unos ilusos y visionarios. No, es simplemente que aquello que nos une es mas que lo que nos separa. Se ha expresado el amor a los valores patrios, la bandera, el himno que nos une de hace centurias, los trajes y costumbres, los juegos, los volantines, la chingana, el canto y el baile. El homenaje a los grandes de la historia en los desfiles y Te Deum a lo largo de toda la república es otra prueba de ello.
Hace décadas escribió Eyzaguirre, un historiador por todos reconocido “¿Qué hubo de común durante milenios desde las arenas del desierto atacameño hasta los helados linderos de la Antártida? Nada más que el deambular de grupos dispares en medio de una naturaleza sin unidad. Se necesitaba la presencia de un pueblo superior y la mente de un caudillo de visión alta y voluntad templada, para que la geografía inerte se animara. Entró entonces la vida en la materia y lo disgregado comenzó a agruparse. Nació así Chile y se inició una historia. Y esta historia no transcurrió solitaria, sino íntimamente ligada al destino de todos los pueblos de Occidente. España, hija de Roma y nieta de Grecia, fue el cordón umbilical que ató la patria en germen con la vieja Europa pletórica de cultura. Por esa vía llegó la lengua castellana que allá cantara las gestas medievales y que aquí se alzó atónita ante el plural heroísmo de la guerra de Arauco. Por el mismo conducto alcanzó a estas latitudes el derecho, para marcar las fronteras del orden y de la libertad, del poder y de la justicia. Por igual cauce advino el cristianismo en afanoso anhelo de moderar las discrepancias de sanar con el amor las heridas de la lucha armada, de hacer de poderosos y débiles seres iguales en esencia, emparejados por el implacable rasero de la muerte y el objetivo juicio de Dios”.
Como explicó con gran sabiduría el Papa Benedicto al asistir a la Conferencia de Aparecida, “¿qué ha significado la aceptación de la fe cristiana para los pueblos de América Latina y del Caribe? Para ellos ha significado conocer y acoger a Cristo, el Dios desconocido que sus antepasados, sin saberlo, buscaban en sus ricas tradiciones religiosas. Cristo era el Salvador que anhelaban silenciosamente. Ha significado también haber recibido, con las aguas del bautismo, la vida divina que los hizo hijos de Dios por adopción; haber recibido, además, el Espíritu Santo que ha venido a fecundar sus culturas, purificándolas y desarrollando los numerosos gérmenes y semillas que el Verbo encarnado había puesto en ellas, orientándolas así por los caminos del Evangelio. En efecto, el anuncio de Jesús y de su Evangelio no supuso, en ningún momento, una alienación de las culturas precolombinas, ni fue una imposición de una cultura extraña. Las auténticas culturas no están cerradas en sí mismas ni petrificadas en un determinado punto de la historia, sino que están abiertas, más aún, buscan el encuentro con otras culturas, esperan alcanzar la universalidad en el encuentro y el diálogo con otras formas de vida y con los elementos que puedan llevar a una nueva síntesis en la que se respete siempre la diversidad de las expresiones y de su realización cultural concreta”.
Es verdad que Chile es uno y plural, tiende a la unidad en la diversidad y lo que produce esa simbiósis maravillosa que le da sentido y nos hace una nación, “fuerte principal y poderosa”, es la rica herencia cristiana y las costumbres y formas que nos concede el vivir bajo “el cielo azulado” de la casa común.