Pasamos ya la mitad del año y el país sigue en medio de una crisis profunda consecuencia de la pandemia que nos afecta. Los efectos sociales son evidentes y anuncian tiempos más difíciles. Se nos vienen recuerdos de otras épocas duras, donde el hambre, la falta de trabajo y los sufrimientos, especialmente de los carenciados, cayeron sobre nuestra Patria. Pero somos una nación un tanto acostumbrada a estos avatares y es necesario reaccionar con fuerza y claridad, sin dejar espacio a dos peligros muy evidentes. El primero, la desolación, dejarse llevar por el desánimo y bajar los brazos. El segundo, que cada uno tienda a lo propio, buscando salvarse solos, junto a los más cercanos y ajenos al sufrimiento de los demás, como si no fuéramos todos en la misma nave zarandeada por el mismo temporal.
Es cierto que en estos primeros momentos se ha producido una expansión de la caridad y la solidaridad en muchos ambientes, personas e instituciones. Pero cuando las dificultades se mantienen en el tiempo, se necesita otra virtud social, la fortaleza y la perseverancia. Y en ella los chilenos no estamos tan probados. San Bernardo enseña: “Cuando te sientas fuerte no te instales en la seguridad, sino clama a Dios con el profeta: Cuando mengüen mis fuerzas no me abandones (Sal 71, 9). En el momento de la prueba, repítete para tomar ánimos: Llévame en pos de ti: ¡Corramos! (Ct 1, 3). Así no te faltará la esperanza en la desgracia, ni la previsión en la felicidad. Entre éxitos y fracasos de los momentos inestables, conservarás, como imagen de la eternidad, una sólida ecuanimidad. Bendecirás al Señor en todas las ocasiones y así, en medio de un mundo vacilante, encontrarás la paz, una paz inquebrantable” (Sermón 21 sobre el Cantar de los Cantares, 4-6).
Tomamos conciencia cada día con más fuerza que lo que señala la Escritura es verdad. Nuestros tiempos están en manos de Dios. Sin darnos casi cuenta van partiendo cada vez personas más cercanas, conocidas, amigos y parientes. Ni tiempo tenemos de despedirlos o verlos y algunas veces ni siquiera se permite que reciban los últimos auxilios espirituales. Levantar los brazos no es sólo animarse al trabajo solidario, sino rogar al Padre del Cielo que detenga el mal que nos aqueja. Pero ¡como cuesta que la lógica divina entre en los procesos humanos! Habíamos ido alejando a Dios de nuestras vidas con las seguridades de un pasar tranquilo, con los bienes suficientes – en muchos casos abundantes – y de un momento a otro, nos hemos dado cuenta de que en el vendaval todo aquello atesorado está en riesgo de perderse.
Algunos piensan que luego de la tempestad, llegando la calma, volveremos a lo de siempre. No será así. Las crisis provocan cambios de estilos, de personas, de proyectos. Un estilo distinto de vivir, más sobrio, más solidario, más obediente, personas diversas a las que hasta ahora han regido los destinos y promovido cambios, proyectos sencillos, vitales, que tengan a la persona humana al centro y no las estructuras.
Pero, lo más determinante, es que emerja una nación que comprende que tener los brazos levantados, en primer lugar, es dirigirlos al cielo, al Padre común, que, con su misteriosa Providencia, va guiando el curso de la historia humana y personal. Quienes no se den cuenta de esto, habrán perdido la gran oportunidad y quizá no están en condiciones de erigirse en líderes de los nuevos procesos.
+ Juan Ignacio