Los Obispos y Administradores Apostólicos de la Diócesis de Chile envían mensaje a los sacerdotes en la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús.
Publicamos a continuación el mensaje.
Queridos hermanos sacerdotes:
1. En la reciente Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal hemos reflexionado y elevado acciones de gracias a Dios por ustedes y por su servicio al Pueblo de Dios que camina en nuestra tierra. En la declaración final, “No nos salvamos solos”, dimos gracias al Señor por la maravillosa expansión de caridad y especialmente por el uso de los medios de comunicación y plataformas digitales, para estar junto a los fieles en este tiempo trágico, ocasionado por la pandemia que afecta a la humanidad y a nuestra patria.
En nuestras oraciones y conversaciones, los pensamientos y preocupaciones van hacia ustedes, hermanos en la fe y colaboradores en el ministerio que se nos ha encomendado. El pasaje de la vida del Señor que hemos escogido como texto inspirador nos sirve a todos de consuelo y sustento. Jesús, el Mesías, en nombre de quien nosotros actuamos, sintió el cansancio y la fatiga, igual que nosotros, y se detuvo a tomar aliento, para luego proseguir su misión redentora.
En efecto, en estos años, tanto en la vida de la Iglesia como de nuestro país, hemos sentido este cansancio, algunas veces agotador, pero también la fuerza de Dios que nos ha hecho experimentar que nuestra fortaleza es prestada. ¡Nos viene del Señor Jesús! Bien lo sabemos.
Bajo la protección del Sagrado Corazón
2. En este contexto de la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, día dedicado a la oración por la santificación de los sacerdotes, dirigimos sinceramente unas palabras de especial afecto y gratitud a cada uno de ustedes, pidiendo para todos la alegría, la esperanza y la fortaleza espiritual en su ministerio. Jesús, cansado junto al pozo, nos recuerda lo vivido por el profeta Elías: “Levántate y come, porque te queda mucho por caminar” (1Re 19,7). En las actuales dificultades, unidos por el mandamiento del amor, es Jesús mismo quien nos impulsa a acompañar, con renovada entrega, a nuestros fieles, que buscan consuelo y ejemplo en nosotros. La solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús nos evoca su figura amable y cercana, su naturaleza humana, igual a la nuestra en todo menos en el pecado, y su comprensión de nuestra vida que Él mismo quiso experimentar, con sus alegrías, penas y dolores. Seguramente en este tiempo a todos se nos han hecho más cercanas que nunca sus palabras: “Vengan a Mí todos los que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen con mi yugo y aprendan de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán el descanso para sus vidas. Porque mi
yugo es llevadero y mi carga ligera” (Mt 11,28-30).
En nombre de Cristo y de su Iglesia
3. Todos juntos hoy debemos animarnos con una fraternidad fuerte (cfr. Prov. 18, 19) para recorrer como hermanos el camino que Dios nos pide; el camino que tiene su origen en la configuración con Cristo que hemos recibido por nuestra ordenación y que el Concilio Vaticano II definió como una consagración y una misión. Somos discípulos-misioneros del Señor, como afirmó Aparecida. El Señor “a quien el Padre consagró y envió al mundo” (Jn 10,10) nos vuelve a decir hoy: “como el Padre me envió, también yo los envío” (Jn 20,21). Sacerdotes de Dios, pastores de su pueblo, configurados de un modo especial para vivir y actuar con la fuerza del Espíritu Santo, al servicio de la Iglesia y por la salvación del mundo (cfr. PDV, 12). Al actuar “en la persona de Cristo” por medio de las palabras y las acciones de nuestro ministerio, también lo hacemos “en nombre de la Iglesia”. Nuestro sacerdocio es el signo del amor de Cristo por su Iglesia, a la que se entregó hasta la muerte en cruz; es el símbolo de la gratuidad en la salvación, la primacía de la gracia divina y, por lo mismo, de la centralidad de toda persona a quien Cristo amó hasta entregar su vida. Cristo Buen Pastor ilumina y conduce a sus pastores para que sigan reuniendo y manteniendo unida y viva a la comunidad de discípulos misioneros.
Servir al estilo de Jesús, a pesar de la debilidad
4. En este tiempo dramático donde se suman a la pandemia el desempleo y la desesperanza, es bueno recordarnos que hemos sido puestos en medio del pueblo de Dios para vivir al estilo de Jesús, que “no vino a ser servido, sino a servir” (Mc 10,45). Conscientes, como quizá nunca antes, de nuestras debilidades y errores, con temores por nosotros y nuestras familias, sabemos que nuestra fuerza viene del Espíritu Santo que actúa en el ejercicio de nuestro ministerio; busquemos siempre ejercerlo con actitud humilde, de servicio a todas las personas y en comunión entre todos nosotros.
Cuando sentimos nuestras flaquezas, cuando comprobamos las debilidades y pecados que hieren la vida de la Iglesia y la nuestra, volvamos humildes la mirada hacia el Señor y renovemos nuestra entrega sin condiciones. Cada uno de nosotros es un vaso de barro, que contiene un tesoro de gran valor que no debemos perder, porque es para el servicio de todos (2 Cor 4,7). Somos un vaso que se rompe con facilidad, pero, por la misericordia divina, nuestros errores son reparables. Aprendemos así a descubrir los frutos de nuestras debilidades. “Benditas imperfecciones -afirmaba San Francisco de Sales-, que nos hacen reconocer nuestra miseria, nos ejercitan en la humildad, en el desasimiento de nosotros mismos, en la paciencia y en la diligencia”.
Confiados solo en Dios, alegres en medio de las dificultades
5. Puesta la confianza en Jesús, sabemos que es necesario asumir las fragilidades para afianzarnos en la perseverancia. Es este un tiempo de pruebas, en el que puede acecharnos la soledad, pero también una oportunidad de hacernos más prudentes y asentar nuestra vida espiritual y el servicio eclesial en una auténtica vivencia sobrenatural de la fe. Así, aprendemos a no confiar demasiado en nosotros mismos. Es preferible sentirse temerosos ante las tentaciones que presumir de nuestras fuerzas a la hora de combatirlas. Podemos decir con San Pablo: “tengo mucha confianza al hablarles, me siento muy orgulloso de ustedes: estoy lleno de consuelo, rebosante de gozo en todas nuestras tribulaciones” (2 Cor 7,4). Pidamos al Señor el don de la alegría espiritual en su servicio, que tanto nos recomienda el papa Francisco: “el primer escalón de la alegría es la paz: sí, cuando vienen las pruebas, como dice san Pedro, uno sufre; pero baja y encuentra la paz y esa paz no puede quitarla ninguno. He aquí por qué el
cristiano es un hombre, una mujer de alegría, un hombre, una mujer de consuelo: sabe vivir en consuelo, el consuelo de la memoria de ser regenerado y el consuelo de la esperanza que nos espera” (Homilía en Santa Marta del 28 de mayo de 2018).
Fuertes en la fe
6. Ante las dificultades actuales, ante los peligros y temores que asedian a tantos hermanos y hermanas nuestros, ante la enfermedad y la muerte provocada por la actual pandemia, hemos de ser fuertes en nuestra fe y trasmitirla con fidelidad a los demás. Eso es lo que el pueblo cristiano espera de nosotros. Esa es la enseñanza que nos recuerda el apóstol, a quien el Señor le anunció: “te basta mi gracia, porque la fuerza se perfecciona en la flaqueza” (2 Cor 12,9). El Pueblo de Dios confía en sus sacerdotes, los aprecia y los ama y, por ello, en el momento de la dificultad los busca porque quiere encontrar a Jesús. Los fieles buscan en nosotros el refugio seguro ante la inseguridad y el temor y nosotros, como lo escuchamos de san Juan Pablo en el Estadio Nacional, les decimos: “miradlo a Él”. Guiamos y conducimos a todos hacia el Señor, hacia ese encuentro personal que transforma nuestra vida y da sentido a toda la existencia. Esa conducción pastoral nos obliga a una vida fundada sólo en la fe, porque “si es fuerte, defiende toda la casa”, enseña san Ambrosio (Comentario Salmo 18, 12, 13).
Centralidad de Cristo en todo
7. Con particular fuerza el papa Francisco nos ha señalado a los pastores, sacerdotes y obispos, la necesidad de volver a poner a Cristo al centro de la vida personal, eclesial y social. Es una verdad que no podemos nunca desatender. Comprendemos bien que ese cambio se inicia en la vida personal y sacerdotal de todos nosotros, para luego expandirse hacia lo comunitario, en la Iglesia y en la sociedad. No hay conversión pastoral si no se parte de la conversión personal. Recordemos la fuerza con que el papa Francisco nos pidió ser “una Iglesia profética que sabe poner a Jesús en el centro” (Discurso del 16 de enero de 2018). Ese, queridos hermanos sacerdotes, es el camino de hoy y siempre de la Iglesia y para todos nosotros es una llamada exigente, sintetizada en las palabras del Bautista; conviene que Él crezca y que yo disminuya. Ese es también el resumen de la vida de los sacerdotes santos, desde un Cura de Ars a un Alberto Hurtado, hasta “los santos de la puerta del lado”; parafraseando a San Pablo, ellos ya no vivían, era Cristo que vivía en ellos (cfr. Gál 2,20). Solo por ese camino volverá la eficacia de Dios, a la que nosotros mismos tantas veces ponemos dificultades. Llegan al corazón, nos consuela y anima lo que dice el orante del Salmo 126,5: “los que siembran entre lágrimas cosecharán entre gritos de alegría. Se van, se van llorando los que siembran la semilla, pero regresarán cantando, trayendo las gavillas”.
Atender con amor y sin temor al Santo Pueblo de Dios
8. Meditemos juntos, hermanos, las palabras de Jesús que quitan de nuestra vida todos los miedos e inseguridades: “no temas, pequeño rebaño” (Lc 12,32). Somos la cabeza, los custodios y animadores de laicos, familias, religiosas, diáconos permanentes. Juntos hemos sido llamados a promover y cuidar las comunidades eclesiales confiadas a nuestro ministerio, en una palabra, el Santo Pueblo de Dios. ¡Gracias, hermanos sacerdotes, por ser guías de nuestro pueblo, especialmente cuando sufre y mira temeroso los caminos del futuro! Ayudémonos unos a otros como miembros de un mismo rebaño del Señor. Busquemos el ejercicio de la corrección fraterna, reanimémonos en nuestros encuentros sacerdotales, animemos a laicos y familias a formar comunidades vivas, piedras sobre las cuales se pueda seguir construyendo la Iglesia, apoyémosles y manifestemos siempre nuestra gratitud.
Mar adentro, sin nunca dejar lugar a la desolación
9. No es fácil asimilar todos los acontecimientos por los que pasa el mundo, la patria y la Iglesia. Desde la mirada creyente podemos ver en ellos una llamada divina para volver a Dios. Nosotros somos instrumentos de la fuerza de Dios para convertir el mundo, pero el mismo Señor nos anunció que “en el mundo tendrán que sufrir, pero tengan confianza: yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). ¡El Señor resucitado ya triunfó sobre la muerte y el pecado! Por eso, hermanos queridos, no dejemos que la desolación nos inunde.
Ahora Jesús nos llama a lanzar las redes para una pesca abundante, como en el mar de Galilea (cfr. Lc 5,1-11); ahora es cuando debemos dejar atrás los lastres que nos hacen difícil el camino, para llevar a muchas personas el anuncio salvador: Cristo Vive, Él camina con nosotros y nos explica las escrituras como a los discípulos de Emaús. El mismo Jesús, por nuestro intermedio, enciende en amor al Padre a las comunidades que se nos han confiado y hace surgir la santidad y el servicio a los demás.
Gracias, hermanos sacerdotes, por su servicio incondicional, abnegado, tantas veces oculto y doloroso, gracias por llevar el peso del día y del calor, que Jesús recompensará.
Con esta renovada gratitud y fraternidad por la solicitud pastoral que viven, les deseamos paz y bien, descansando todos nuestros afanes en el Sagrado Corazón de Jesús, en la protección de la Virgen María y en la intercesión del santo Cura de Ars, patrono de los sacerdotes.
LOS OBISPOS Y ADMINISTRADORES
DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE CHILE