Arrecia la pandemia del COVID y con ella el descalabro económico se hace cada día más patente. Son momentos irrepetibles en la vida de una nación y exigen también decisiones fuertes y heroicas. Nadie esta ajeno a la gravedad del momento y por ello las actitudes personales y sociales son también decisivas. Entre las personales, el cumplimiento de las medidas sanitarias dispuestas es esencial. No hay lugar a la frivolidad ni a pequeñas “salidas de libreto” por parte de nadie. Los protagonismos personales – tan presentes en algunos casos – deben ceder a la necesidad de la unidad y el trabajo conjunto, como vemos en muchos ámbitos de la vida del país. La irresponsabilidad debe ser combatida con claridad, porque necesariamente afecta a los demás y, en muchos casos, permite la expansión de la infección. Se deben dejar de lado las actitudes críticas – en otros momentos legítimas – que debilitan la eficacia de las medidas que las autoridades sanitarias están adoptando. En esto hemos mostrado mucha inmadurez en diversos ámbitos y especialmente en el político y de los medios de comunicación. La ciudadanía lo advierte y juzga esas actitudes.
Las palabras que más deberían estar presentes en nuestro lenguaje son solidaridad y caridad con el prójimo que sufre. Es el momento de no aceptar miradas basadas en ningún otro interés que no sea el amor al prójimo, porque todos son personas, pero especialmente aquellos que más soportan las dificultades. El juicio crítico se hace severo, cuando en momentos de gravísimas dificultades, las pequeñas disputas se toman el espacio público o los medios de comunicación. Se aplica la enseñanza de un hombre santo: si no puedes alabar cállate. Lo demás manifiesta la falta de virtud, el pensar en uno mismo y el hablar de uno mismo, que son, según San Agustín, el símbolo de la soberbia arraigada, que todos llevamos dentro.
¿Pero, será posible enfrentar una crisis como esta sin un fundamento espiritual verdadero? Se puede decir que es muy difícil. Y el fundamento verdadero del amor al prójimo es la verdad de que todos somos hijos de Dios, tenemos un Padre común y por eso somos hermanos de los hermanos. La crisis que padecemos ha develado la crisis de fe y de espiritualidad en que hemos ido cayendo. Esto resulta evidente y debe ser uno de los grandes aprendizajes para cuando el momento crítico pase. Es claro que una nación que se forjó sobre las bases de los principios cristianos y evangélicos, cuando estos dejan de alumbrar la vida social, la política, la económica o la familiar, sobrevengan las crisis una tras otra y el Coronavirus ha sido solo una más de ellas, ni siquiera la más grande, pero que, al afectar a todos por igual, ha mostrado fuertemente la carencia de las verdaderas virtudes personales y ciudadanas.
Una nación está construida sobre un entramado de virtudes cívicas y espirituales que la hacen capaz de resistir los momentos de dificultad, sabiendo cada uno ocupar su lugar en las crisis, aceptar el rigor y el dolor, sufrir en cierto silencio. Cuando ante ellas eso no ocurre y el disenso y la confrontación irrumpen en medio de las dificultades, es uno de los signos de que algo serio está pasando en los fundamentos. Debemos, por tanto, iniciar un nuevo aprendizaje, fundado en los valores y principios en los que nació la República. El amor a Dios, el amor al prójimo y el amor a la Patria. Tres amores que o andan juntos o terminan por hacernos caminar por sendas ruinosas y de desunión. Y los que más sufren, como tantas veces se ha dicho, son los desamparados y los pobres.
+ Juan Ignacio