Septiembre; volver a los fundamentos

Comienza a correr el mes de la Patria, en el cual celebramos las fiestas de la Independencia Nacional y volvemos a revivir los sentimientos de amor a Chile, el recuerdo de sus patriotas con sus gestas heroicas y la necesidad de cuidar el futuro de la nación, que es tierra de todos, la casa común.

Al lado de estos sentimientos que convocan a la unidad y exaltan el amor a la Patria, hay otros que deben ser motivo de nuestra preocupación, porque expresan una tendencia a la disgregación y a la falta de entendimiento. Chile tiene vocación de entendimiento, se ha dicho de una y mil maneras. Quizá deberíamos honrar con más fuerza esa afirmación.

Viajar en la búsqueda de las raíces más profundas de este espíritu de cierta crispación, enojo e incomprensión mutua es una necesidad del tiempo presente. Su causa más profunda está relacionada con la pérdida del sentido de la vida y de ciertos valores de la convivencia. Los Padres fundadores, en especial el Libertador O’Higgins, fueron magnánimos. Había en ellos un sustrato que movía tales sentimientos, un espíritu común de amor a Chile, que ponía en segundo lugar sus propios deseos y proyectos.

Era la conciencia de la casa común, el hogar de todos y el servicio sin intereses personales a los demás. Algo que solo tiene explicaciones desde el fundamento cristiano de la vida, que es precisamente lo que se está perdiendo en nuestra convivencia; el espíritu individualista invade la vida social, familiar y muchos ámbitos de nuestra manera de relacionarnos. Cada uno piensa mucho en sí mismo y, con la enseñanza agustiniana, se puede decir que esa manera de vivir es una forma de morir a los demás.

A su lado se levanta también la incapacidad de comprender la pluralidad de pensamiento y acción, la diversidad en su verdadero sentido, como un bien social que enriquece toda la vida comunitaria: la uniformidad, que destruye, paradójicamente, la unidad. Nacen así gérmenes de totalitarismo, se imponen visiones únicas y excluyentes, en ámbitos donde hay derecho a opiniones muy diversas. Y aquellos que no se allanan al espíritu dominante –a lo políticamente correcto-, son enviados al silencio del olvido, sin tener siquiera derecho a expresar sus opiniones. Lo comprobamos en temas como las concepciones sobre ciertos procesos globales, las políticas de género, la imposición de un solo pensamiento sobre temas complejos, como la homosexualidad, el matrimonio entre personas de un mismo sexo, la eutanasia o la objeción de conciencia, que tocan fibras muy íntimas de las personas.

Entonces la concepción misma de la Patria, como la nación común, donde hay un espacio para cada uno y todos tienen su lugar, también los que vienen de otras naciones, como el caso de los migrantes, se enrarece y nacen sentimientos de enfrentamiento y gérmenes de disolución que atentan contra su misma esencia. El ambiente social se pone tenso, provocándose enfrentamientos sin sentido ni orientación, crispaciones entre hermanos, ataques virulentos –como lo que se lanzan desde la redes sociales– y en general comienza a expresarse aquello menos humano que todos llevamos dentro: el afán de dominar a los otros, el abuso de la propia posición, el desprecio y el insulto, que ya no es adversario leal, sino que empieza a tener ribetes de enemigo. Es particularmente preocupante que ya estén acaeciendo entre nosotros actos de violencia extrema que implican vidas humanas y dolor de inocentes.

Mal camino, con curvas cerradas, empellones y caídas, que hieren a unos y otros, distancia a los cercanos y aleja más a los lejanos. Solo una solución tiene un caminar así. Volver al ejemplo universal de Aquel que se hizo servidor de todos y estuvo entre nosotros como un siervo y nos promulgó el mandamiento del amor al prójimo como regla de oro de nuestra vida espiritual, social. Quien no comprenda la necesidad de esta vuelta, difícilmente hará un aporte positivo a la convivencia en nuestra Patria.

+Juan Ignacio