La Iglesia, siempre ha enseñado que los pecadores mismos fueron los autores y como los instrumentos de todas las penas que soportó nuestro Redentor (cf. Hb 12, 3). Teniendo en cuenta que nuestros pecados alcanzan a Cristo mismo (cf. Mt 25, 45; Hch 9, 4 – 5), la Iglesia no duda en imputar a los cristianos la responsabilidad más grave en el suplicio de Jesús. No sólo a los hombres y mujeres de antes o del tiempo de Jesús, sino que: “debemos considerar como culpables de esta horrible falta a los que continúan recayendo en sus pecados. Ya que son nuestras malas acciones las que han hecho sufrir a Nuestro Señor Jesucristo el suplicio de la cruz, sin ninguna duda los que se sumergen en los desórdenes y en el mal “crucifican por su parte de nuevo al Hijo de Dios y le exponen a pública infamia” (Hb 6, 6). Es necesario reconocer que nuestro crimen en este caso es mayor que el de los judíos de aquel tiempo. Porque, según el testimonio del Apóstol, “de haberlo conocido ellos no habrían crucificado jamás al Señor de la Gloria” (1Co 2, 8). Nosotros, en cambio, hacemos profesión de conocerle. Y cuando renegamos de Él con nuestras acciones, ponemos de algún modo, sobre Jesús nuestras manos criminales.Enseña San Francisco de Asis: que“los demonios no son los que le han crucificado; eres tú quien con ellos lo has crucificado y lo sigues crucificando todavía, deleitándote en los vicios y en los pecados” (S. Francisco de Asís, admon. 5, 3).
En estos días de la Pasión del Señor es bueno tener presente esta verdad de la fe católica, para no vivir estos acontecimientos centrales de nuestra fe “balconeando”, mirando de lejos, como ajenos a lo que se recuerda y como ausentes al paso de Jesús camino del Calvario. Él murió por mis pecados, es la víctima de mis ofensas a su Persona y a su ley, es decir, es víctima de mis actos libres desviados, que proceden de mi voluntad desordenada y que realizamos contra la ley de Dios y el amor al prójimo, por la pérdida de la rectitud moral debida, enseña San Agustín. Ese acto libre se puede describir como un rechazo de Dios y una simultánea conversión o inclinación desordenada a los bienes temporales: todas las personas están ordenados a Dios desde lo más profundo de sí mismos, y se unen a Él tanto directamente como a través de las cosas creadas; cuando movidos por un desordenado amor de sí mismos, buscan la satisfacción que les proporcionan las criaturas, violentando la voluntad de Dios, contrarían el designio divino y se separan de Dios (San Agustin), provocando, además, verdaderos desórdenes y tragedias tanto en la comunidad eclesial como en la civil. Todas las injusticias, abusos, corrupciones de todo orden que sufrimos en nuestro mundo y en nuestra Patria, no son sólo consecuencia de algunos pecadores, sino que todos somos responsables, como lo somos de la muerte de Jesús. Comprender esto es un don de Dios que sólo es concedido a algunos y por eso lloran al ver pasar a Jesús con la Cruz. “Cuando la realidad social se ve viciada por las consecuencias del pecado, el hombre, inclinado ya al mal desde su nacimiento, encuentra nuevos estímulos para el pecado, los cuales sólo pueden vencerse con denodado esfuerzo ayudado por la gracia“ (GS, 25).
Frente a esas expresiones de la conducta de los hombres cabe siempre la posibilidad de recibir el perdón, por errada que pueda ser o haber sido nuestra vida personal, gracias a la infinitamente misericordiosa redención obrada por Cristo, siendo necesaria para ello la conversión del pecador. Pero también podemos despreciar esa posibilidad y muchos lo hacen, llevando una vida alejada de Dios sin intentar encontrarlo, ofendiendo al próximo de palabra o de obra, corrompiendo a los inocentes y despreciando los mandamientos. Estas enseñanzas son la que nos dejó el Concilio Vaticano II. Cuando la persona humana se deja arrastrar por él, el pecado esclaviza al hombre y la única liberación posible de esa esclavitud se encuentra en Jesús (cf. GS 13). Hasta que esa liberación pueda ser totalmente definitiva, el hombre habrá de esforzarse en este mundo, con la gracia de Dios, en luchar contra el pecado, contra el mal (cf. GS 13 y 37).
Pidamos al Señor Jesús que al vivir esta Semana Santa nos convierta de corazón a su Amor infinito por todos nosotros. Si queremos que esto ocurra, recorramos la Pasión de manos de la Virgen Dolorosa.
+ Juan Ignacio González E.
Obispo de San Bernardo