Siempre el paso de Dios entre los hombres viene revestido con el misterio que asombra, el temor ante la grandeza divina y la necesidad de conversión. El paso entre nosotros del Vicario de Cristo, hace un año, ha tenido estas características. Vino a nosotros como un hermano y un padre, nos hizo volver la vida hacia el Señor y su paso volvió a ser como los de Jesús por las orillas del lago de Galilea. Nadie permaneció indiferente.
Sólo desde la mirada de fe podemos ser capaces de comprender lo que ha sucedido en este tiempo. Es habitual, por lo demás, que cercanías de tanta densidad no siempre sean apreciadas en toda la profundidad que tienen. Sólo las personas que viven en una verdadera intimidad con Dios son capaces de descubrir su real significación. Todos los acontecimientos que siguieron a su visita son parte de un plan de Dios que se nos va develando poco a poco, a medida que entramos en el misterio de la Iglesia y de la acción de Cristo en ella y en el mundo.
Es necesario volver a meditar lo que Pedro nos dijo cuando estuvo con nosotros. Leerlo en la perspectiva del tiempo y de las vicisitudes del año que acaba de pasar, annusterribilis para algunos. Para otros, sin embargo, la consecuencia necesaria de la palabra fiel y certera que nos vino a descubrir, con una inusitada fuerza, que el Señor Jesús, su enseñanza y su Evangelio no estaba ya ocupando el lugar que por esencia le corresponde en la vida de la Iglesia y del país. Es una gracia muy particular para una nación cristiana que el Señor nos mande a su máximo representante entre nosotros a decirnos lo que El quiere.
Para quienes tienen una visión humana de la Iglesia no es posible ver más lejos que el mal deleznable de los abusos de menores por parte del clero. Algo completamente reprochable, condenable y delitos que deben ser perseguidos con toda la fuerza de la ley del Estado y de la Iglesia y que tiene como punto central reparar el daño a las víctimas. En estos meses se han sacado cientos de consecuencias. Otros han propugnado reformas profundas, cambios radicales, visiones nuevas fundadas en las perspectivas sociológicas y humanas, que nada tiene que ver con la realidad sobrenatural de la Iglesia. Pasados los primeros fuegos de artificio, viene luego la meditación más acompasada y serena, aparecen las preguntas más de fondo, cuyas respuestas no están en las ideas de los ajenos a ella, sino en la perenne capacidad de la Iglesia de reformarse ella misma, como lo muestra su historia milenaria. Eso es lo que el Señor busca provocar, por caminos difíciles, complejos y algunas veces sorprendentes para nosotros. Eso es lo que está haciendo el Papa Francisco.
Una Iglesia pobre para los pobres no puede ser interpretada sólo en su manifestación sociológica. Vuelven a resonar, por proféticas, las palabras del joven sacerdote Joseph Ratzinger. ¿Cómo será la Iglesia en el futuro?: “será una Iglesia interiorizada, que no suspira por su mandato político y no flirtea con la izquierda ni con la derecha. En efecto, el proceso de la cristalización y la clarificación le costará también muchas fuerzas preciosas. La hará pobre, la convertirá en una Iglesia de los pequeños. El proceso resultará aún más difícil porque habrá que eliminar tanto la estrechez de miras sectaria como la voluntariedad envalentonada. (…) El proceso será largo y laborioso, al igual que también fue muy largo el camino que llevó de los falsos progresismos, en vísperas de la Revolución Francesa –cuando también entre los obispos estaba de moda ridiculizar los dogmas y tal vez incluso dar a entender que ni siquiera la existencia de Dios era en modo alguno segura– hasta la renovación del siglo XIX. Pero tras la prueba de estas divisiones surgirá, de una Iglesia interiorizada y simplificada, una gran fuerza, porque los seres humanos serán indeciblemente solitarios en un mundo plenamente planificado. Experimentarán, cuando Dios haya desaparecido totalmente para ellos, su absoluta y horrible pobreza. Y entonces descubrirán la pequeña comunidad de los creyentes como algo totalmente nuevo. Como una esperanza importante para ellos, como una respuesta que siempre han buscado a tientas. A mí me parece seguro que a la Iglesia le aguardan tiempos muy difíciles. Su verdadera crisis apenas ha comenzado todavía. Hay que contar con fuertes sacudidas. Pero yo estoy también totalmente seguro de lo que permanecerá al final: no la Iglesia del culto político, ya exánime, sino la Iglesia de la fe. Ciertamente ya no será nunca más la fuerza dominante en la sociedad en la medida en que lo era hasta hace poco tiempo. Pero florecerá de nuevo y se hará visible a los seres humanos como la patria que les da vida y esperanza más allá de la muerte.La Iglesia católica sobrevivirá a pesar de los hombres y las mujeres, no necesariamente gracias a ellos. Y aun así, todavía nos queda trabajo por hacer. Debemos rezar y cultivar el autosacrificio, la generosidad, la lealtad, la devoción sacramental y una vida centrada en Cristo”.
+ Juan Ignacio González E.
Obispo de San Bernardo