El Área Educación de la Conferencia Episcopal de Chile ha puesto a disposición de la sociedad chilena un aporte preliminar a la reflexión y diálogo sobre la reforma educativa. Descargar Carta
El texto, que lleva la firma de Mons. Héctor Vargas, obispo de Temuco y presidente de dicha Área, se inserta en el marco de las reflexiones que se han suscitado en el consejo del área y en los organismos del Episcopado en torno a la iniciativa.
Los contenidos de este documento ya fueron presentados por el obispo Vargas al ministro de Educación, Nicolás Eyzaguirre, en una reunión sostenida hace semanas.
Publicamos a continuación el texto.
Aporte preliminar a la reflexión y diálogo sobre la reforma
I. LA CONCEPCIÓN EDUCATIVA DE LA IGLESIA
1. El concepto de Educación
Por estos días nos encontramos en medio de un gran debate como sociedad chilena en torno a la educación. Ello está motivado por los anuncios que la Presidenta de la República, Sra. Michelle Bachelet, hizo al respecto durante su campaña electoral, como por afirmaciones y planteamientos surgidos desde el interior de la coalición gobernante. Para la Iglesia, que desde antes que el Estado naciera y hubiese escuelas públicas, ya educaba a los hijos de esta tierra a lo largo de Chile, no es un tema menor. No solo por el vasto servicio que sus instituciones educativas prestan en el sistema escolar y superior, sino porque esta actividad forma parte esencial de su labor evangelizadora y de la civilización que anhela contribuir a formar.
Para poder comprender mejor la posición de la Iglesia ante los temas en debate, y su manera de abordarlos, se requiere conocer lo que ella, en su Magisterio Universal, entiende por educación, el rol que dentro de esta la Iglesia se siente llamada a aportar desde su identidad, como desde la catolicidad de sus obras educativas. Conscientes de lo extenso y riqueza del tema, a continuación nos limitamos solo a destacar algunas convicciones fruto de una secular y universal experiencia.
La Iglesia concibe la educación fundamentalmente como un proceso de formación integral, mediante la asimilación sistemática y crítica de la cultura. Y esta, entendida como rico patrimonio a asimilar, pero también como un elemento vital y dinámico del cual forma parte. Ello exige confrontar e insertar valores perennes en el contexto actual. De este modo, la cultura se hace educativa. Una educación que no cumpla esta función, limitándose a elaboraciones prefabricadas, se convertirá en un obstáculo para el desarrollo de la personalidad de los alumnos. De lo dicho se desprende la necesidad que todo centro de formación confronte su propio programa formativo, sus contenidos, sus métodos, con la visión de la realidad en la que se inspira y de la que depende su ejercicio.
Es decisivo que todo miembro de la comunidad educativa tenga presente tal visión de la realidad, visión que se funda, de hecho, en una escala de valores en la que se cree y que confiere a maestros y adultos autoridad para educar. No se puede olvidar que se enseña para educar, o sea, para formar al ser humano desde dentro, para liberarlo de los condicionamientos que pudieran impedirle vivir plenamente como hombre y mujer. Los obispos de América Latina reunidos en Santo Domingo (1992) afirmaban, en efecto, que ningún maestro educa sin saber para qué educa, y que a su vez, siempre existe un proyecto de hombre encerrado en todo proyecto educativo, y que ese proyecto vale o no, según construya o destruya al educando. Ese es el valor educativo (Documento de Santo Domingo, 265).
Así configurada, la educación supone no solamente una elección de valores culturales, sino también una elección de valores de vida que deben estar presentes de manera operante. La educación, entonces, se transforma en una actividad humana del orden de la cultura, la cual tiene una finalidad esencialmente humanizadora. Se comprende, por lo tanto, que el objetivo de toda educación genuina es la de humanizar y personalizar al ser humano, sin desviarlo; antes bien, orientándolo siempre hacia su fin último que trasciende su finitud esencial. La educación, en consecuencia, resultará más humanizadora en la medida en que más se abra a la trascendencia, es decir, a la Verdad y al sumo Bien (Documento de Puebla, 1024).
2. El carácter y aporte específico de educación católica
Cuando hablamos de una educación cristiana, hablamos de que el maestro y la maestra educan hacia un proyecto de persona en quien viva Jesucristo. Hay muchos aspectos en los que se educa y de los que consta el proyecto educativo del ser humano; hay muchos valores; pero estos valores nunca están solos, siempre forman una constelación ordenada explícita o implícitamente. Si la ordenación tiene como fundamento y término a Cristo, entonces esta educación está recapitulando todo en Cristo y es una verdadera educación cristiana. Se da de este modo una compenetración entre los dos aspectos. Lo cual significa que no se concibe que se pueda anunciar el Evangelio sin que este ilumine, infunda aliento y esperanza e inspire soluciones adecuadas a los problemas de la existencia del hombre; ni tampoco que pueda pensarse en una verdadera promoción del hombre sin abrirlo a Dios y anunciarle a Jesucristo (J. Pablo II, Iuvenum Patris,10).
De este modo, estamos en condiciones de afirmar que en el proyecto educativo católico, Cristo el Hombre perfecto, es el fundamento en donde todos los valores humanos encuentran su plena realización y, de ahí su unidad: Él revela y promueve el sentido nuevo de la existencia, y la transforma capacitando al hombre y a la mujer a vivir de manera divina, es decir, a pensar, querer y actuar según el Evangelio, haciendo de las bienaventuranzas la norma de su vida. Precisamente por la referencia explícita, y compartida por todos los miembros de la comunidad escolar, a la visión cristiana —aunque sea en grado diverso, y respetando la libertad de conciencia y religiosa de los no cristianos presentes en ella— es por lo que la educación es «católica», porque los principios evangélicos se convierten para ella en normas educativas, motivaciones interiores y al mismo tiempo en metas finales. Este es el carácter específicamente católico de la educación. Jesucristo, pues, eleva y ennoblece a la persona humana, da valor a su existencia y constituye el perfecto ejemplo de vida y la mejor noticia propuesta por los centros de formación católica a los jóvenes.
La Iglesia busca, en efecto, a través de sus instituciones educativas, preparar una generación capaz de construir un orden social más humano para todos. Se trata, por tanto, de superar un género de indiferencia creciente y generalizada, de ir contra corriente y educar en el valor de la solidaridad, contra la praxis de la competencia exacerbada y del provecho individual. Hoy, en un mundo neoliberal y de mercado, para un porcentaje importante de jóvenes es muy fuerte la tentación de refugiarse en lo privado y en una gestión consumista de la vida.
Señalaban los Obispos chilenos el año 2012: “La participación en el consumo febril es más importante que la participación cívica o la solidaridad para la realización de las personas. Se presenta ese consumo como lo único capaz de dar reconocimiento público y felicidad. Todo se convierte en bien consumible y transable, incluida la educación” (Carta Pastoral Humanizar y compartir con equidad el desarrollo de Chile, III b 3). La invitación católica es a trabajar, en el camino de la fe en Jesucristo, para hacer resaltar el valor absoluto de la persona y su inviolabilidad, que está por encima de los bienes materiales y de toda organización.
En la vida, el destino de las personas se realiza junto a otros y en la capacidad de donarse a ellos. Cuando esta perspectiva queda interiorizada mediante motivaciones cristianas profundas, se hace criterio de las relaciones con los demás y fuente de tenaz compromiso histórico. Se trata de que los jóvenes sean introducidos en un proceso de desarrollo de actitudes relacionadas con la solidaridad, la justicia y la paz, mediante experiencias significativas de compromiso social, que les permitan ir asumiendo el desafío de ser constructores de la civilización del amor.
3. La problemática del contexto educativo latinoamericano
América Latina, y por tanto también Chile, viven una particular y delicada emergencia educativa. En efecto, las nuevas reformas educacionales de nuestro continente, impulsadas justamente para adaptarse a las nuevas exigencias que se van creando con el cambio global, aparecen centradas prevalentemente en la adquisición de conocimientos y habilidades, denotan un claro reduccionismo antropológico, ya que conciben la educación en función de la producción, la competitividad y el mercado. (Documento de Aparecida, 328).
La importancia, necesidad y pertinencia de las mencionadas reformas, efectivamente, no son suficientes para enfrentar los grandes desafíos de la educación. Tal vez, porque la mayoría de ellas apunta más bien a la intervención de algunos ámbitos de la vida y acción educativa, y al logro en ellos de determinados objetivos muy específicos, a favor de metas relacionadas con aspectos sociales, económicos y productivos. El legítimo anhelo de encontrar respuestas concretas a las urgencias diagnosticadas, tienden a caracterizar las conclusiones de pragmatismo y la búsqueda más bien de resultados de tipo cuantitativo.
Creemos que los problemas educacionales obedecen a situaciones mucho más profundas y que es imperioso discernir y ayudar a descubrir. Por ello, la sola respuesta a temas que pensamos pueden resolverse con cierta agilidad y acuerdos políticos, financieros y jurídicos, no logrará satisfacer los anhelos de nuestra juventud; es más, podría incluso implicar nuevas frustraciones. Surgen entonces algunas preguntas no menores: ¿Qué es lo que más ansían nuestros jóvenes?, ¿Cuáles son sus grandes búsquedas existenciales?, ¿Conocemos sus heridas, dolores, angustias, carencias y vacíos más profundos?, ¿Qué es lo que más esperan de la familia y sociedad en que viven, y de la educación que estas les ofrecen?, ¿Qué espacios curriculares y existenciales les ofrecemos a sus anhelos de justicia, de amor, solidaridad, compromiso, y de trascendencia? ¿Cómo nos hacemos cargo de la cultura que les caracteriza y los aportes y valores que traen con ella?. ¿De qué modo les acompañamos desde la educación en los serios desafíos de su desarrollo evolutivo?
Nos asiste la convicción de que nuestro actual sistema educacional tiene serias dificultades para dar respuestas adecuadas a las grandes ansias del corazón de nuestros jóvenes, a sus necesidades de desarrollo afectivo, intelectual, ético, social y espiritual. Tememos que estos ámbitos de la persona y que son centrales en los fines de una auténtica educación, se han quedado en la sola formulación de principios inspiradores, que hasta ahora no han logrado traducirse coherentemente en valores, objetivos, experiencias pedagógicas, ni en formulaciones curriculares concretas. Muy poco de esto es considerado a la hora de llevar a cabo mediciones nacionales e internacionales, porque muy poco de esto es considerado quizás por el mismo sistema, como parte de una educación de calidad. De hecho, se trasluce un cierto sesgo de utilitarismo al privilegiar tanto destrezas como competencias afines a necesidades técnicas y económicamente productivas. No pocas reformas, a la hora de proponer fines al sistema educativo, quedan con una gran deuda respecto del servicio a ofrecer a las personas mismas de los alumnos y alumnas.
“Preocupa que en nuestras universidades la formación de las élites esté centrada en su aporte a la productividad y en la eficiencia económica, y no en el sentido ético y en la preocupación por la calidad de la existencia humana. En la actual cultura se hace indispensable repensar al ser humano y su destino para que él pueda desempeñar su papel como sujeto de la historia y como destinatario del progreso, dando espacio al sentido más profundo de la vida humana” (Carta Pastoral, III b 7).
De un análisis más detenido, se podría entender que la educación como bien y, en consecuencia, en su calidad de fin, de perfección de potencialidades, se la juzga desde una perspectiva inmediatista, valorizada casi en modo exclusivo por su función de incorporar a quien se educa al mero sistema social y productivo. Si bien ello es un objetivo deseable y necesario, se echa de menos una clara pretensión de querer formar verdaderamente. Da la impresión que se privilegia ofrecer herramientas para que el educando se adapte y así se inserte (y en ello radicaría el éxito o el fracaso oficial de los medios educativos) al medio en que debe desempeñarse y producir, desperfilándose la condición de dignidad de la que goza toda persona.
A quien hay que educar es a la persona, al hombre, a la mujer. Y esa educación no surge solo por la participación posterior en la sociedad, sino que se inicia en la casa, surge de la familia, del barrio, de los pares, de la adhesión religiosa, de los medios de comunicación, etc. Lo que se tiene que remediar pertenece al ámbito de lo cualitativo y este no es subsanable con la mera implementación de dispositivos cuantitativos. Se pueden alcanzar los más elevados estándares exigidos por la movilidad mercantil, incluso internacionalmente, y no haber rozado ni cercanamente el verdadero criterio gracias al cual puede decirse que alguien está bien educado, esto es, formado integralmente.
Nos preocupa que cada vez más escasamente se afirme la primacía de los padres a educar a sus hijos y que la familia es la primera educadora por derecho propio. En definitiva, gradualmente pareciera que se va silenciando el rol de la familia como primer referente de la vida en sociedad. Llama poderosamente la atención, asimismo, -sin desconocer su importantísima labor en la implementación de las políticas educacionales- la ausencia del rol eminentemente subsidiario del Estado, el papel protagónico de la persona misma de los alumnos en la propia formación, y su dimensión trascendente. En sintonía con lo anterior, pareciera emerger un cierto sesgo de uniformidad de la educación y que particularmente se vislumbra a través de objetivas restricciones a la libertad de educación.
Por el hecho de haberles dado la vida, los padres asumieron la responsabilidad de ofrecer a sus hijos condiciones favorables para su crecimiento y la grave obligación de educarlos. La sociedad ha de reconocerlos como los primeros y principales educadores. El deber de la educación familiar, como primera escuela de virtudes sociales, es de tanta trascendencia que, cuando falta, difícilmente puede suplirse (Documento de Aparecida, 339).
Por otra parte, uno de los aspectos que en general llama la atención en las propuestas educacionales oficiales de América Latina y el Caribe, es que no existe un pronunciamiento explícito en torno a alguna concepción de hombre o de persona determinados que desea formarse. Los conceptos más utilizados suelen ser más bien los de ciudadano e individuo. Este confundir el individuo con la persona ha creado una sociedad de individuos, donde cada uno compite, busca su éxito y se aísla. Es una cultura que rompe solidaridades y crea soledad. Nuestros jóvenes masificados viven una soledad brutal. Con un individualismo donde cada uno a codazos tiene que triunfar, se despedaza la esencia social del ser humano. Si hay algo que pertenece al núcleo de nuestra fe es la hermandad, la solidaridad. Porque creados a imagen y semejanza de Dios trinitario, comunidad de amor, somos por esencia sociales y no individualistas y eso tiene muchas consecuencias en la educación. Esto es el alma de nuestro evangelio y de trascendental vigencia y urgencia hoy ante una cultura cada vez más individualista e indiferente, y por ello más violenta (Carta Pastoral, IV 3).
Por otra parte, afirman los Obispos latinoamericanos en Aparecida (2007), las reformas mencionadas, “con frecuencia propician la inclusión de factores contrarios a la vida, la familia y una sana sexualidad. De esta forma no despliegan los mejores valores de los jóvenes ni su espíritu religioso; tampoco les enseñan los caminos para superar la violencia y acercarse a la felicidad, ni les ayudan a llevar una vida sobria y adquirir aquellas actitudes, virtudes y costumbres que harán estable el hogar que funden, y que les convertirán en constructores solidarios de la paz y del futuro de la sociedad. Falta mucha equidad en el acceso, con igualdad de oportunidades, de todos los jóvenes a la educación. El aumento de los embarazos adolescentes, del consumo de droga y de alcohol, como también de la violencia intraescolar, es un fenómeno grave, que exige un análisis interdisciplinar y profundo y la superación de sus causas” (Documento de Aparecida, 328).
Por ello es necesario poner de relieve la dimensión ética y religiosa de la cultura, precisamente con el fin de activar el dinamismo espiritual del sujeto y ayudarle a alcanzar la libertad ética que presupone y perfecciona a la psicológica. Pero no se da libertad ética sino en la confrontación con los valores absolutos de los cuales depende el sentido y el valor de la vida del hombre. Se dice esto, porque, aun en el ámbito de la educación, se manifiesta la tendencia a asumir la actualidad como parámetro de los valores, corriendo así el peligro de responder a aspiraciones transitorias y superficiales y perder de vista las exigencias más profundas del mundo contemporáneo (Documento de Aparecida, 330), como son formar personalidades fuertes y responsables, capaces de hacer opciones libres y justas. Características a través de las cuales los jóvenes se capacitan para abrirse progresivamente a la realidad y formarse una determinada concepción de la vida. Así configurada, la educación supone no solamente una elección de valores culturales, sino también una elección de valores de vida que deben estar presentes de manera operante (Congreg. Educ. Católica, La Escuela Católica, 30).
II. ACERCA DE LOS TEMAS DE LA PRÓXIMA REFORMA EN CHILE
Desde los principios mencionados, los temas que el Gobierno está planteando para la educación nos parecen muy relevantes. Ellos tendrían como objetivo establecer un nuevo paradigma al respecto. Es decir, cambios profundos en el sistema, que permitan gratuidad, equidad, calidad para todos sin excepción, teniendo como fuente inspiradora la opción por los niños y jóvenes más pobres. La mayoría de las propuestas hablan de la necesidad de cambios que provoquen mejoras sustanciales a un sistema que se percibe segmentado inequitativo, con serios problemas de calidad, abusivo en lo económico y con prácticas lucrativas moralmente reprobables. Éstas dicen relación fundamentalmente, con la calidad y equidad, la gratuidad del sistema, el lucro con dineros públicos, los aportes basales a las universidades del Consejo de Rectores, el endeudamiento de los pobres en la educación superior, la formación docente, la desmunicipalización y el fortalecimiento de la educación pública, entre otros.
La Iglesia valoriza estas preocupaciones, y desea dar su aporte al debate en cuestiones que buscan responder también, a parte del malestar social. Sin embargo, los anuncios por sí solo no son suficientes. Se necesita ante todo conocer la propuesta formal por parte de las autoridades, discernir con serenidad, profundidad y mucho diálogo el alcance e implicancias de la misma, en la compleja diversidad de la filosofía institucional de los Proyectos Educativos. En definitiva, se trata de avanzar en temas respecto del cual el país está en deuda con la educación de las nuevas generaciones, sobre todo las más pobres, y al mismo tiempo salvaguardando equilibradamente valores y principios que consideramos esenciales a la hora de educar con calidad, y que por su larga experiencia son particularmente sensibles para la Iglesia.
Entre ellos, los señalados por el Papa Francisco: “Educar no es un trabajo, sino una actitud, una forma de ser; para educar se requiere salir de sí mismos para estar en medio de los jóvenes, acompañándoles en las etapas del crecimiento, poniéndose a su lado. Denles esperanza, optimismo para su camino por el mundo. Enseñen a ver la belleza y la bondad de la Creación y del Hombre, que conserva siempre la huella del Creador. Pero sobre todo testimonien con su vida aquello que comunican. Un educador transmite conocimiento, valores con sus palabras, pero será más incisivo en los jóvenes si acompaña las palabras con su coherencia de vida. Sin ella no es posible educar. Todos sois educadores. No hay delegaciones en este campo. Un Colegio tiene el único objetivo de formar, ayudar a crecer como personas maduras, sencillas, competentes y honestas, que sepan amar con fidelidad, que sepan vivir la vida como respuesta a la vocación de Dios, y su futura profesión como servicio a la sociedad” (Discurso a alumnos de colegios jesuitas, 2013).
Por ello la permanente disponibilidad de la Iglesia para desarrollar a través de la educación, una obra de servicio en favor de: la promoción de las personas y de la construcción de una sociedad siempre más justa y humana; el reconocimiento de la “instrucción” como un bien común; la reivindicación de la educación y la instrucción para todos; el implícito apoyo a todos quienes, luchando por el tal derecho, se oponen al liberalismo imperante; la tesis según la cual la cultura y la educación no pueden estar al servicio del poder económico y sus lógicas; el deber de la comunidad y de cada uno de sostener la participación de la mujer en la vida cultural; el esbozo del contexto cultural de un nuevo humanismo, con el cual el Magisterio de la Iglesia está en constante diálogo (Santa Sede, Educar hoy y mañana, 2014).
Algunos aportes para la reflexión y el diálogo
En las esferas oficiales, en el mundo político y en la sociedad en general, se ha afirmado reiteradamente que se desea en el país la permanencia de la provisión mixta en educación, debido a los innumerables beneficios e innegables aportes a la sociedad chilena y su historia, tanto desde la Iglesia como del mundo privado en general. Para que ello efectivamente suceda, se requiere entonces que la educación particular pueda continuar ofreciendo este servicio público, desde las características que son propias de su naturaleza.
Ello implica disponer de un amplio espacio para construir sus proyectos educativos, para llevarlos a cabo de acuerdo a su filosofía y estilo educacional, y para gestionarlos desde el punto de vista curricular, pedagógico y económico. Es muy importante que se valorice en todo su mérito este servicio del mundo particular subvencionado a las familias chilenas, que caracteriza al 90% de las escuelas católicas, y que desde el respeto y valoración de su identidad, pueda responder a la variedad de colectivos sociales de un país diverso y plural y como expresión genuina de un auténtico sistema democrático.
De lo anterior se deduce la necesidad de los procesos de admisión, que tienen como objetivo fundamental informar a los padres convenientemente acerca de las características del Proyecto Educativo según el cual van a ser educados su hijos, y al que ellos, en caso de compartirlo, no solo deben adherir sino comprometerse activamente en su realización. Proyecto basado en claros conceptos de persona y de sociedad, de los cuales se desprenden valores fundamentales a la hora de educar. De estos mismos valores se deducen estrategias que iluminan y empapan el estilo del colegio, el tipo de ambiente y las normas de la convivencia escolar, toda la propuesta curricular, las experiencias formativas, etc.
Por ello en el caso de las escuelas católicas, la confesionalidad no se limita a la clase de religión, sino que toda su propuesta está inspirada en una visión cristiana de la vida, del ser humano, del currículo, de la historia, de la sociedad, de los valores. Por otra parte, favorece el conocimiento de las familias, su realidad y necesidades, que colaboran a una permanente revisión del Proyecto para hacerlo más pertinente. Lo anterior no dice relación ni justifica sistemas de selección por razones económicas, de rendimiento o de situación familiar que resultan discriminatorios y contrarios al modo cristiano de educar.
Esta sana y necesaria autonomía, implica al mismo tiempo, el pleno respeto por las necesarias regulaciones de un Estado responsable, que aseguren una educación de calidad, el logro de los objetivos fundamentales y contenidos mínimos del marco curricular, la promoción de los valores que colaboran a la construcción de una identidad y cultura nacional, la entrega de los subsidios necesarios en los colegios subvencionados, y las oportunas sanciones a quienes no respeten las exigencias establecidas.
Hace décadas, las escuelas particulares, al no contar con aportes públicos, fueron totalmente financiadas por los padres, transformándose en centros de élite solo para las clases acomodadas. La Iglesia, para poder atender a alumnos más humildes, debió hacer grandes sacrificios y acudir a toda clase de aportes de personas y fundaciones de ayuda nacionales y extranjeras. Cuando el Estado se abrió a la posibilidad de comenzar a subvencionar gradualmente las escuelas privadas que lo solicitaran, permitió por de pronto a la Iglesia comenzar a educar en un número muy significativo a los hijos de las familias de la clase media y a los más humildes. Familias que anhelaban fuertemente esta educación para sus hijos e hijas, y que hasta el día de hoy la buscan acudiendo numerosamente hasta estos centros.
De este modo se iniciaba un camino para hacer realidad unos derechos que también proclamaba el Concilio Vaticano II hace 50 años: “Es necesario que los padres, a quienes corresponde el primer deber y derecho inalienable de educar a los hijos, gocen de verdadera libertad en la elección de la escuela. El poder público, a quien corresponde proteger y defender las libertades civiles, atendiendo a la justicia distributiva, debe procurar que las ayudas públicas se distribuyan de tal manera que los padres puedan elegir, según su propia conciencia y con verdadera libertad, las escuelas para sus hijos. Por consiguiente el mismo Estado (…) debe promover, en general, toda obra de las escuelas, teniendo en cuenta el principio de la función subsidiaria y excluyendo, por ello, cualquier monopolio escolar, el cual es contrario a los derechos naturales de la persona humana, al progreso y divulgación de la misma cultura, a la convivencia pacífica de los ciudadanos y al pluralismo que hoy predomina en muchas sociedades” (Gravissimum Educationis, 21).
Se trata de evitar en el futuro que el Estado, mediante nuevas exigencias y condiciones para otorgar la subvención, – y ya no como derecho de los padres y servicio a la libertad de elegir de las familias-, pueda ir unificando el sistema educacional chileno haciendo que los distintos ámbitos de las escuelas subvencionadas tanto municipales y particulares, al margen de su Proyecto Educativo, realidad geográfica, situación de sus destinatarios, urgencias y desafíos propios, se vean obligadas de funcionar de manera similar, en lo curricular, disciplinario, ambiental, organizativo y financiero. La sola posibilidad de acercarnos a un modelo de gestión escolar único, impuesto por el Estado a todo el sistema subvencionado, donde acuden mayoritariamente los pobres y la clase media, resulta impensable.
Más serio aún es cuando las escuelas municipales y particulares subvencionadas, como las pagadas, son sometidas sin distinción a sistemas nacionales estandarizados de evaluación, en virtud de los cuales se las clasifica como exitosas o deficientes, con las consecuencias derivadas. Esto termina por desviar la atención de una educación integral, para solo instruir en ciertos sectores objeto de medición, considerados como únicos indicadores de calidad. Son criterios de “calidad” que no podemos compartir, por sus efectos perversos, de comparación de lo que no es comparable, de estigmatización de los pobres, y que no dan cuenta de la enorme entrega y grandes logros de maestros en campos no medidos, pero fundamentales para la educar en contextos de vulnerabilidad.
Por otra parte, la iniciativa de instalar en el sistema educacional la figura del financiamiento compartido, promovida por un anterior gobierno de la Concertación, y posteriormente impulsada y motivada por él mismo en los colegios, apuntaba a que los padres de familia pudieran aportar económicamente a la muy insuficiente subvención, con la finalidad de aportar nuevos recursos para una educación de mayor calidad para sus hijos. Esta figura colaboró en modo significativo a mejorar la educación, las prácticas pedagógicas, las innovaciones curriculares, los ambientes, los medios, la infraestructura, los salarios, y el perfeccionamiento en muchos establecimientos.
El nuevo nivel de ingresos permitió mejores garantías para créditos bancarios en vista a importantes inversiones educacionales. El Estado reguló sobre el tope máximo de cobro, el porcentaje de descuento de la subvención en los tramos superiores, y la exigencia de al menos un 15% de alumnos vulnerables eximidos de todo pago, asegurando así mayores grados de integración. La acogida de la familia chilena fue muy grande. Permitió también que congregaciones religiosas transformaran todos sus colegios pagados a este sistema, posibilitando que numerosas familias de escasos recursos o clase media pudieran ahora educar sus hijos en ellos.
Desgraciadamente, se afirma que un número indeterminado de sostenedores habría hecho uso y abuso del sistema para otros fines, haciendo de la educación un negocio inaceptable que merece toda condena. Otros aseguran que lamentablemente este sistema ha colaborado a incrementar la segmentación social. Ante tales cuestionamientos, aparece comprensible que se desee revisar el financiamiento compartido.
Si efectivamente hay razones objetivas de fondo para eliminarlo, y el Estado vía subvención haría llegar el equivalente al aporte de los padres, es imprescindible que se respete la finalidad por la que las familias lo ofrecen hoy, es decir, que los colegios tengan mayores recursos para implementar con toda libertad las características de su propio Proyecto Educativo, y en lo que según su filosofía educativa se entiende por calidad. No se debe olvidar que al menos en la mayoría de los colegios católicos y otros de importantes fundaciones, el 100% o incluso más, está destinado a los salarios. Luego, el aporte de los padres es el que permite implementar las grandes características del propio Proyecto. Nuestra preocupación no es un tema de dinero, porque el financiamiento estaría asegurado, sino de principios y derechos como el de la libertad de enseñanza.
Estamos convencidos de que pueden discernirse fórmulas que puedan salvaguardar la gratuidad, los recursos necesarios para una educación de calidad, espacios para la colaboración de las familias, y una razonable autonomía de su gestión.
Si lo que se busca son cambios profundos, como se ha dicho, se echa de menos, antes de cualquier medida sobre algún ámbito específicos de sistema, una gran reflexión nacional sobre la naturaleza de la educación, la realidad global de nuestros niños y jóvenes, sus principales necesidades en los diversos ámbitos de su vida, el tipo de sociedad y país que soñamos, las esperanzas del país y sociedad para un desarrollo en equidad y a escala humana, y finalmente el tipo de propuesta educativa pertinente a lo anterior. Ello ayudaría a comenzar desde un concepto mucho más adecuado de calidad.
En este sentido llama la atención que los acentos estén fundamentalmente puestos en el ámbito económico[/i], lo cual es sin duda necesario, pero en ningún caso asegura calidad, porque apunta más bien hacia una educación centrada en lo cuantitativo.
El sistema vive en la incertidumbre y presión constante por la secuencia de permanentes reformas, que tiende a favorecer una pérdida de credibilidad en las propuestas y también escepticismo en los procesos. Se genera una cultura del mero cumplimiento externo y un curriculum oculto caracterizado por la inercia, con fuertes gastos tanto públicos como privados.
Acompañar a una persona desde su infancia hasta el término de su adolescencia, en el desarrollo del ámbito afectivo, cognoscitivo, ético, psicológico, social y espiritual, requiere de tiempos que son más que cronológicos, de reglas claras y estables. Las comunidades educativas, los maestros, las personas de los alumnos y sus familias, merecen respeto en esto. Confiamos que la anunciada reforma sea de tal manera trabajada y enriquecida por el aporte de todos los actores y el mundo político, que pueda granjearse el entusiasmo de los agentes y comunidades educativas, y dar garantías de permanencia en el tiempo necesario.
Para las grandes transformaciones que se desean, se requieren propuestas más expresas en favor de quienes son claves a la hora de educar, los profesores. Sin embargo, no hay mayor mención sobre el Estatuto Docente, que hoy día requiere de una urgente evaluación. Asimismo constatamos la ausencia de propuestas respecto de un tema muy sentido por el sector, como es la Carrera Docente. Tampoco se perciben anuncios concretos sobre otra gran y urgente necesidad, como es la formación inicial de los profesores. Si una reforma no involucra la docencia y no ingresa en la sala de clases, tendrá dificultades para alcanzar sus objetivos.
Esta misma profundidad en los cambios, requiere una especial atención al mundo municipalizado. Ante todo deseamos expresar nuestra admiración por el trabajo sacrificado y generoso de tantas escuelas municipales, en donde profesores y tantos funcionarios hacen esfuerzos admirables por llevar a cabo su vocación de servicio, en contextos no siempre fáciles. Sin una educación municipal de calidad, no hay verdadera libertad de enseñanza, porque ello limita la posibilidad de opción de los padres.
Por eso se requiere contar con una educación municipal creciente en calidad. Quizás sea la hora de llevar a cabo una profunda evaluación del modelo de gestión de la misma, y en donde los temas a reflexionar digan también relación con la posibilidad de mayores grados de autonomía de cada centro, especialmente en la gestión administrativa, económica, curricular y técnico pedagógica; mayor poder de decisión en la contratación, acompañamiento, formación continua y evaluación de los docentes; la elaboración de planes y programas propios para una educación más pertinente a la realidad de los alumnos; explicitación de valores, principios, actitudes y hábitos, que la comunidad educativa considera claves para formar las personas de los niños y jóvenes, y una gama de propuestas fuera del horario de clases, que haga de estos centros, escuelas a tiempo pleno.
La preocupación por disminuir las causas de la segmentación social, debe ir mucho más allá de la escuela. De lo contrario difícilmente saldrá de allí. La razón de este fenómeno no se genera esencialmente en la escuela, sino que en ella se da más bien como consecuencia de una sociedad cada vez más segmentada en todos sus ámbitos, y de la cual, el sistema educativo puede ser una señal más. Si nuevamente los organismos internacionales ubican a Chile como uno de los países con más inequidad en el mundo, entonces antes que la escuela, ¿no habría que poner el acento en el actual modelo socioeconómico que agudizaría esta situación?. Implica evaluar si estarán previstos algunos anuncios oficiales en este sentido, que permitan humanizar y compartir con equidad el desarrollo de Chile.
La eliminación del lucro entendido como negocio y usura con fondos públicos, y en desmedro de una educación de calidad y trato laboral indigno de sus trabajadores, no solo es necesario, sino un imperativo moral. Al mismo tiempo observamos la realidad de los particulares que sirven en la educación subvencionada, y arriesgando su patrimonio deben endeudarse con el sistema crediticio e hipotecar sus bienes, a fin de financiar de su propio haber los terrenos, construcciones, mobiliario, laboratorios, talleres, etc. Confiamos que se establecerán las medidas adecuadas para conciliar ambas situaciones.