¡Gracias, don Orozimbo!

No aceptaba halagos ni reconocimientos. Y ahora que ya ha partido menos. El Señor ha llamado a nuestro Obispo fundador, el querido Orozimbo, a la vida eterna. Murió el Miércoles Santo, después de pocas horas de agonía, habiendo recibido con plena lucidez los sacramentos y sabiendo que llegaba el momento de presentarse ante Nuestro Señor. Dos días antes estaba celebrando la Misa del Domingo de Ramos en la parroquia a que se dedicó desde que dejó de ser Obispo diocesano. Su organismo ya cansado, ajetreado en cientos de trabajos, no le permitió seguir en esta vida. Pero llevaba muchas cosas que presentar al Señor y había ofrecido sus dolores -sobre todos los últimos que fueron fuertes- por sus pecados, como lo dijo públicamente en sus últimas horas con nosotros. Quería llegar purificado ante Aquel a quien desde muy joven prometió servir. Le debemos mucho y en muchas partes. Creó la Parroquia de Pichilemu, cuando era cura joven del clero de Rancagua. El Papa Pablo VI lo nombró a los 43 años primer obispo prelado de Calama, cuando recién se fundó en 1968, luego, en 1970, fue enviado a la Diócesis de Santa María de los Ángeles, donde le correspondió un largo trabajo de fundación, hasta que en 1987 el Papa Juan Pablo II lo trasladó a nueva Diócesis de San Bernardo, en la zona sur de Santiago. Llegó con lo puesto y encontró casi todo por hacer. Eran siete comunas, tres de ellas densamente pobladas y la zona del Maipo, hasta Angostura. Trabajó en ella intensamente, creando las estructuras fundamentales para darle forma a la nueva diócesis. A menos de dos años de su llegada -movido por el mismo Papa Juan Pablo- creó el seminario mayor y unos años después el menor. Fundó parroquias, hasta pasar de 13 a 38 y muchas capillas, y al final de su trabajo episcopal se lanzó en la magna tarea de construir la Catedral, que entregó al servicio pastoral en el año jubilar del 2000. Todo esto con su estilo cercano y acampado, lleno de dichos y formas que eran tan propias de un hombre que no tenía otra idea que trabajar incesantemente por el Reino de Dios. Son miles las personas que lo recuerdan porque acudían a él y muchos hoy lo lloran y visitan en la cripta de la Catedral. Cuando llegó el tiempo de dejar de ser Obispo diocesano supo vivir en el trabajo silencioso y oculto de la atención a su parroquia, que servía con incansable constancia, pese a que las fuerzas ya le faltaban. Son muchos los sacerdotes y diáconos que ordenó y que hoy también lo recuerdan con corazón filial.

Es propio de la Iglesia ser agradecida con los hijos que han trabajado por ella y por eso nosotros hoy agradecemos al Señor su presencia y su enorme capacidad de amor a Dios y al prójimo. Todos aprendimos de don Orozimbo muchas cosas, pero si hubiera que destacar alguna, es su capacidad de trabajar por la Iglesia en forma incesante, sin detenerse ante las dificultades – muchas y graves algunas veces – que lo hacían poner toda su confianza en Dios y seguir adelante. No aceptaría estas palabras en vida. Pero ahora, que ya no está junto a nosotros, es de mínima justicia agradecerle su servicio abnegado y paciente que dio a nuestra diócesis su propia fisonomía. Contrariamente a lo que algunos pensaban, fue un innovador en la aplicación de la Doctrina Social de la Iglesia, fundado instituciones de muy diversa índole, al servicio especialmente de los más pobres y de los campesinos. Aprendió a servir de sus grandes maestros, don Rafael Larraín, don Eduardo Larraín, segundo Obispo de Rancagua. Dedicó mucho tiempo a formar familias de la diócesis y también a defenderla de los embates de un mundo que él vio cambiar. Tenía una gran pasión por la educación de los jóvenes, que también se plasmó en obras que hasta hoy perduran. Defendía sus convicciones católicas con claridad y cuando era necesario decir las cosas, con su estilo particular las decía, aunque aquello le trajera luego sinsabores y críticas. Era un hombre de fe. Y no sólo la exponía con sabiduría, sino que la defendía con ardor y fuerza cuando lo consideraba necesario.

Don Orozimbo fue un buen rezador. Ahí estaba su secreto. Tenía particular amor por la Madre de Dios y por San José. Muchas veces lo vi rezar su rosario a paso apurado, y cuando ya mayor, pasar largas horas ante el Santísimo orando.

Le debemos mucho a don Orozimbo. Nos queda ahora seguir el camino. Sus tiempos fueron diversos a los que nos ha tocado vivir hoy, pero su ejemplo nos ayuda a saber enfrentarlos con alegría – que nunca perdía, porque era sobrenatural – y un arraigado sentido sobrenatural, que aprendió de su madre Josefa, por quien sentía un particular amor y agradecimiento, porque le ayudó a consolidar su caminar sacerdotal en los inicio de su andadura pastoral. Sólo nos queda decirle ¡Gracias don Orozimbo! y comprometernos a elevar una oración por él, para que esté gozando para siempre del cielo, donde van lo que han vivido intentando cumplir la voluntad de Dios, aun cuando seamos todos pobre pecadores.

+ Juan Ignacio,
Obispo de San Bernardo
Editorial Revista Iglesia en San Bernardo
Abril 2013