¡Porque no te callas!

Una verdad del tiempo actual es que hablamos muchos y de todo. No sólo por el celular, sino que en cualquier circunstancia. Se ha llegado a inventar el apelativo de “opinólogo”, es decir, persona que habla mucho y sobre todo. El famoso refrán “habla no cuando quieras, sino cuando puedas” está en desuso y hoy se prueba con fuerza aquel otro que dice: “el que mucho habla, mucho se equivoca”. Hay personas en que el hablar y opinar se vuelve una verdadera manía, y cuando no una cierta patología. Algunos programas de nuestra TV son verdaderamente un insulto a la sensatez en el hablar.

¿Qué puede esconderse tras esta actitud? Habrá que preguntarlo a los sicólogos y otros especialistas, que, seguramente, tienen sus respuestas. Pero no hay duda que nos hace mal hablar mucho y siempre. Algo está oculto detrás de esa actitud y es algo que tiene que ver con la vida interior de cada uno. No somos capaces de estar en silencio o guardar silencio. En algunas personas la causa puede ser la incapacidad de aceptar a Dios en su vida y que ese Dios escondido les hable, pero nosotros no queramos escucharlo. Esto ocurre incluso en las mismas ceremonias propias de la liturgia, donde los silencios son tan necesarios, pero pocas veces los hacemos o respetamos. Nuestro Señor, que solía hablar a Santa Teresa de Jesús, un día le dijo precisamente esto: “Teresa, yo hablaría a muchas personas, pero el mundo hace tanto ruido en sus orejas que no escuchan mi voz”. Es una advertencia fuerte. El que habla mucho no sabe escuchar y algunas veces no escucha al mismo Dios que quiere hablarle. Que tremendo llegar al final del camino, a la presencia de Dios, nuestro Padre, y que nos reprochara cariñosamente: “muchas veces te quise hablar pero no tenías tiempo para mi porque hablabas mucho de ti”. Nosotros podríamos decir, ¿cuándo Señor? Y el nos respondería que siempre, en cada momento y circunstancia, en las buenas y en las malas, quería Yo hablarte. Quizá alguna vez no diría: ¿por qué no te callas? como le ocurrió a un personaje de nuestro tiempo, pero lo haría con mucho amor, para que lo escuchemos a Él.

Entonces, como hacer para hablar menos. Lo primero, que ya disminuiría nuestra locuacidad en un alto porcentaje, es no hablar de lo que no se sabe o conoce. Nuestra opinión, la mayoría de las veces, no aporta nada nuevo. Es un signo claro de humildad. Un no sé, es muchas veces la mas sabia de todas las respuestas. Y esto en los diversos ámbitos del saber o del acontecer. Ser opinólogo es muy triste y algunas veces hasta ridículo. Lo segundo es aprender a guardar silencio interior, siguiendo la enseñanza de Jesús. Estar en tu habitación, o en un lugar cualquiera, quizá en un templo, en medio de la naturaleza, y permanecer en silencio. Sin radios, audífonos, teléfonos, u otros artilugios que tienden siempre a mantenernos en medios de la bulla. Ya bastante bulla hay en nuestras ciudades para procurársela en mayor cantidad aún. Lo tercero es no perder la capacidad de examinarse y tener la valentía de preguntarse si aquellas opiniones dadas eran verdaderas y se fundaban en lo que sabía. Porque muchas veces el que mucho habla y de todo, miente mucho y sobre todo. “Habla poco, escucha más y no errarás” dice el refrán y es un buen consejo. Lo último, si no puede alabar a una persona cállate, porque el que mucho habla, lo sabemos bien, mucho “pela” y el pelambre es un deporte nacional en el cual todos parecen querer sacar un récord olímpico. Y “pelar” además de ser una injusticia, muchas veces es un pecado, porque o inventamos cosas falsas respecto de otros y eso se llama injuriar o contamos lo que no debemos y eso se llama difamar.
Un cuidado particular en el hablar ha de poner los que tienen por misión escuchar a otros. Médicos, sacerdotes, psicólogos, profesores, etc. que ya por el hecho de que alguien les cuente algo en razón de su oficio, quedan obligados al silencio.

Es posible que de callar nos tengamos que arrepentir muy pocas veces, pero de hablar demás muchas. Guarda silencio y escucha a Dios que te habla.

+ Juan Ignacio González