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MISA DE ACCIÓN DE GRACIAS Y TE DEUM CON OCASIÓN DEL ANIVERSARIO DE LA INDEPENDENCIA NACIONAL

MISA DE ACCIÓN DE GRACIAS Y TE DEUM CON OCASIÓN DEL ANIVERSARIO DE LA INDEPENDENCIA NACIONAL.
18 DE SEPTIEMBRE DE 2011.
IGLESIA CATEDRAL DE SAN BERNARDO

tedeum7Queridos hermanas y hermanos, compatriotas, autoridades civiles y militares, de las organizaciones sociales, invitados especiales, y todos el pueblo de Dios se reúne bajo bóvedas es esta Iglesia Catedral, como los hijos se acogen en el regazo de su madre.

1. “Alegres te cantamos, a ti nuestra alabanza” (Himno Te Deum)

Siguiendo la tradición de nuestros antepasados, hoy levantamos nuestro corazón en acción de gracias a Dios por nuestra patria, sus hombres y mujeres y los dones maravillosos con que nos regalado, expresado con tanta fuerza en la letras de nuestra Canción Nacional, que juntos entonaremos al final de este ceremonia. Con el himno del Te Deum cantaremos “Señor, Dios eterno, alegres te cantamos, a ti nuestra alabanza, a ti, Padre del cielo, te aclama la creación”, para expresar así nuestra condición de personas agradecidas. La Patria da gracias y cada uno de nosotros en su corazón también agradece los dones que ha recibido.

El año que ha pasado desde las celebraciones del Bicentenario de la Nación, que con grandes acontecimientos celebramos en nuestra ciudad y diócesis, ha dado lugar un tiempo diverso y complejo que nos expresa realidades mas profundas y que nosotros, con la sabiduría humana y la ayuda de Dios, debemos desentrañar. A los descalabros y dolores provocados por la naturaleza, han seguido aquellos que provocamos los hombres con nuestras acciones. Sabemos bien que no es la misión de la Iglesia dar soluciones a esos problemas concretos, pero si alumbrarlos desde la perspectiva trascendente que ella representa para así poder encontrar las verdaderas soluciones y reencontrar los caminos que nos conduzcan al bien común.

2. La realidad, más allá de las estadísticas

Quisiera hacer una afirmación clara y definida: cuando una sociedad se olvida de Dios, lo pone entre paréntesis o acude sólo a Él en los grandes peligros y necesidades, hace que el hombre se convierta en un peligro para el hombre mismo y las relaciones humanas, antes quizá cordiales y amables se tensan y convierten en motivo que dificulta la convivencia. Cuando una nación comienza a construirse sobre el relativismo moral, entonces al desconocer las verdades fundamentales y seguras, todo se tambalea y poco a poco se camina hasta llegar a la negación de los derechos esenciales de la persona. En ese caminar perturbador la regla fundamental es el querer de mayoría, que de manera casi automática marca el derrotero de las diversas instancias civiles. Una de las consecuencias es que comenzamos a vivir de encuestas, porcentajes y aprobaciones o rechazos y entramos en un verdadero círculo vicioso, como si la realidad y la verdad estuvieran sujetas a las opiniones mayoritarias.

3. La Verdad incluye aceptar y amar a Dios

Pero, como nos ha enseñado el Papa Benedicto XVI, cuyas palabras son verdaderas profecías salidas de la boca de un hombre santo y sabio. “¿Qué es esta “realidad”? ¿Qué es lo real? ¿Son “realidad” sólo los bienes materiales, los problemas sociales, económicos y políticos? Aquí está precisamente el gran error de las tendencias dominantes en el último siglo, – sigue diciendo – error destructivo, como demuestran los resultados tanto de los sistemas marxistas como incluso de los capitalistas. Falsifican el concepto de realidad con la amputación de la realidad fundante y por esto decisiva, que es Dios. Quien excluye a Dios de su horizonte falsifica el concepto de “realidad” y, en consecuencia, sólo puede terminar en caminos equivocados y con recetas destructivas”. Como señaló el Papa en su primera Encíclica: “La religión cristiana y las otras religiones pueden contribuir al desarrollo solamente si Dios tiene un lugar en la esfera pública, con específica referencia a la dimensión cultural, social, económica y, en particular, política. La doctrina social de la Iglesia ha nacido para reivindicar esa «carta de ciudadanía» de la religión cristiana. La negación del derecho a profesar públicamente la propia religión y a trabajar para que las verdades de la fe inspiren también la vida pública, tiene consecuencias negativas sobre el verdadero desarrollo. La exclusión de la religión del ámbito público, así como, el fundamentalismo religioso por otro lado, impiden el encuentro entre las personas y su colaboración para el progreso de la humanidad. La vida pública se empobrece de motivaciones y la política adquiere un aspecto opresor y agresivo. Se corre el riesgo de que no se respeten los derechos humanos, bien porque se les priva de su fundamento trascendente, bien porque no se reconoce la libertad personal. En el laicismo y en el fundamentalismo se pierde la posibilidad de un diálogo fecundo y de una provechosa colaboración entre la razón y la fe religiosa. La razón necesita siempre ser purificada por la fe, y esto vale también para la razón política, que no debe creerse omnipotente. A su vez, la religión tiene siempre necesidad de ser purificada por la razón para mostrar su auténtico rostro humano. La ruptura de este diálogo comporta un coste muy gravoso para el desarrollo de la humanidad”(CV, 56)

4. El camino que vamos recorriendo

Es difícil negar que como nación estemos recorriendo un camino difícil y en muchos aspectos equivocado. Mientras aparecía que habíamos dejado atrás posturas totalitarias y con visiones reductivas de lo que es la persona humana, hoy se nos aparecen otras dificultades que expresan nuevos desafíos. Chile sufre conflictos que manifiestan que somos una nación a la que falta mucho para alcanzar el desarrollo y la equidad, vivimos con divisiones no superadas. Ello es consecuencia de antiguas heridas, de diversas épocas, tipos y gravedad, que aún sangran, porque los actores fundamentales de esos procesos no han permitido que ellas se cerraran o porque los llamados a cerrarlas no han tenido el coraje de asumir decisiones que permitan lograrlo. Pasan las décadas y ahí están. Algo vergonzoso para una nación cristiana en la que el amor a Dios y al prójimo es la ley suprema de la vida humana. ¿Debemos preguntarnos cuàl es la causa de estas crisis que se expresan en una violencia no conocida, con actos vandálicos como lo contemplados en los días de la tragedia del febrero o la violencia callejera y destructiva que hemos contemplado con temor en estos últimos meses?
La respuesta no es única. Se trata de un conjunto de causas, que provocan estas tensiones. Pero, en el fondo, la razón mas válida que las explica, es el intento de construir un sistema ético fundado en una libertad mal entendida porque no acepta la existencia de valores morales permanentes, ni limites de ningún tipo. No se trata solamente de temas relacionados con las estructuras políticas o económicas, que, sin duda, tienen importancia y requieren serias reformas. La causa más profunda y verdadera es la desintegración del núcleo social fundamental de toda sociedad: la familia.

La sistemática destrucción de la familia, constituida por un hombre y una mujer unidos por el matrimonio y para siempre es la verdadera causa de nuestras dificultades. Desde hace ya muchos años venimos quitando fuerza a la verdadera concepción de la familia. Hemos introducido en el tejido social una serie de elementos que hace que cada día la familia sea un concepto difuso, impreciso y variable, de manera que ya resulta muy difícil saber a ciencia cierta qué es lo que nuestro sistema social considera como familia. Una muestra evidente de los errados caminos que estamos siguiendo es el intento reciente de establecer la unión legal, entre personas del mismo sexo, buscando su equiparación legal con el matrimonio.

5. La crisis en nuestro sistema educativo

La crisis de nuestra educación es una de las consecuencias de la crisis de la familia. La Iglesia ha señalado siempre que es ella la principal educadora y que los sistemas educacionales son una prolongación que viene a reforzar la escuela de virtudes y valores que los niños y los jóvenes aprenden en la familia. Es papel de la familia casi se ha perdido completamente, porque la misma familia se ha desintegrado. Las cifras nos hablan dramáticamente. Podremos hacer reformas sobre la calidad de la educación, la cobertura o la gratuidad, pero si el fundamento ético familiar falla, serán cambios efímeros, maquillajes políticos, cuyo fruto no será verdadero. Con el Papa Benedicto XVI quisiera señalar que “con el término «educación» no nos referimos sólo a la instrucción o a la formación para el trabajo, que son dos causas importantes para el desarrollo, sino a la formación completa de la persona. A este respecto, se ha de subrayar un aspecto problemático: para educar es preciso saber quién es la persona humana, conocer su naturaleza. Al afianzarse una visión relativista de dicha naturaleza se plantean serios problemas a la educación, sobre todo a la educación moral, comprometiendo su difusión universal. Cediendo a este relativismo, todos se empobrecen más, con consecuencias negativas también para la eficacia de la ayuda a las poblaciones más necesitadas, a las que no faltan sólo recursos económicos o técnicos, sino también modos y medios pedagógicos que ayuden a las personas a lograr su plena realización humana”.(CV, 61). Desde el siglo XIX venimos sufriendo un embate racionalista y liberal en nuestra educación, que además de la exclusión de Dios del aula, ha terminado por transformar el proceso formativo en una tarea meramente técnica y comercial, que poco o nada tiene que ver con el arraigo de los valores y principios en los educandos. Reencausar este proceso es una obligación de las autoridades y es necesarios a quienes instamos la hacer los cambios necesarios. Sin embargo, dichos cambios no se hacen con las presiones que en estos meses hemos vivido, porque en una nación donde rige el Estado de Derecho, son los organismos republicanos los llamados a concordarlos, no las intransigencias que observamos y que han puesto en jaque la educación de miles de jóvenes.

6. Un liberalismo económico que debe ser regulado

El fin de la sociedad es el bien común, tanto en su dimensión espiritual como material. Se trata de buscar el desarrollo integral y dicho desarrollo supone el ejercicio responsable de la libertad humana. Como enseña la Iglesia, “El desarrollo de los pueblos es considerado con frecuencia como un problema de ingeniería financiera, de apertura de mercados, de bajadas de impuestos, de inversiones productivas, de reformas institucionales, en definitiva como una cuestión exclusivamente técnica. Sin duda, todos estos ámbitos tienen un papel muy importante, pero deberíamos preguntarnos por qué las decisiones de tipo técnico han funcionado hasta ahora sólo en parte. La causa es mucho más profunda. El desarrollo nunca estará plenamente garantizado por fuerzas que en gran medida son automáticas e impersonales, ya provengan de las leyes de mercado o de políticas de carácter internacional. El desarrollo es imposible sin hombres rectos, sin operadores económicos y agentes políticos que sientan fuertemente en su conciencia la llamada al bien común. Se necesita tanto la preparación profesional como la coherencia moral. Cuando predomina la absolutización de la técnica se produce una confusión entre los fines y los medios, el empresario considera como único criterio de acción el máximo beneficio en la producción; el político, la consolidación del poder; el científico, el resultado de sus descubrimientos. Así, bajo esa red de relaciones económicas, financieras y políticas persisten frecuentemente incomprensiones, malestar e injusticia; los flujos de conocimientos técnicos aumentan, pero en beneficio de sus propietarios, mientras que la situación real de las poblaciones que viven bajo y casi siempre al margen de estos flujos, permanece inalterada, sin posibilidades reales de emancipación”(CV, 71).

Es necesario regular adecuadamente la actividad económica de manera de contener una avidez desatada de ganancias, que aparecen como los símbolos del éxito, lo que unido a una sistemática perdida de las virtudes personales y sociales, como la caridad, la sobriedad, el orden y el respeto, han conducido a este “amargor de boca”, que recorre nuestra patria y cuya responsabilidad es compartida, pero recae, sobre todo, en aquellos que han sido designados para conducir la nación en diversas épocas y ámbitos.

Debemos reflexionar y vivir de manera que los bienes del desarrollo y sus frutos lleguen más equitativamente a todos y especialmente a los mas pobres. No basta con la justicia, es necesaria la caridad, virtud que arraigada en la vida personal, luego da sus frutos en el orden social. Pero la caridad supone amar a Dios primero, de manera que quien lo excluye de su existencia o de la vida, difícilmente podrá conducir la sociedad a un verdadero desarrollo.

Por esta razón nuestro camino al desarrollo no pasa sólo por cambios en las estructuras sociales, políticas o económicas, sino también por el desarrollo de las virtudes cívicas propias de una nación cristiana. Dicho de otra manera, el desarrollo exige la necesidad de una verdadera conversión personal a las virtudes fundamentales de todo ser humano. Esta es la verdadera tarea a la que estamos convocados todos, un desarrollo humano integral que procure el bienestar espiritual y material de todos y no excluya a nadie. En este sentido, es necesario que quienes han sido llamados a dirigir los destinos de la nación, dejando de lado rencillas y divisiones, establezcan reglas y procedimientos que permitan a todos acceder a salarios justos y aptos para mantener su familia. Por esta razón la Iglesia insta a que se aprueben cambios que den lugar a lo que se ha llamado el salario ético familiar, lo que requiere una adecuada conjugación entre justicia y generosidad.

7. Una dirigencia virtuosa y que practique la amistad cívica

En los últimos meses hemos visto el triste espectáculo de una política de guerrillas y querellas que escandalizan a los más necesitados y esteriliza las fuerzas morales de la nación. Quienes han sido elegidos para regir las diversas instancias sociales deben ser ejemplo de virtudes morales y de amistad cívica. Es necesario una dirigencia social que no mida su proceder únicamente con los parámetros propios de la política y de las argucias para llegar al poder o impedir que quienes lo tienen legítimamente pueda ejercerlo.

Es necesario centrarnos en lo esencial. ¿Cuál es el fin de la comunidad política? El Bien Común, es decir, aquel adecuado modo de relación que permita a todos y a cada uno realizarse en lo espiritual y material. Enseña la Iglesia: “Para asegurar el bien común, el gobierno de cada país tiene el deber específico de armonizar con justicia los diversos intereses sectoriales. La correcta conciliación de los bienes particulares de grupos y de individuos es una de las funciones más delicadas del poder público. En un Estado democrático, en el que las decisiones se toman ordinariamente por mayoría entre los representantes de la voluntad popular, aquellos a quienes compete la responsabilidad de gobierno están obligados a fomentar el bien común del país, no sólo según las orientaciones de la mayoría, sino en la perspectiva del bien efectivo de todos los miembros de la comunidad civil, incluidas las minorías”. (CDSI n.169). “El Estado, en efecto, debe garantizar cohesión, unidad y organización a la sociedad civil de la que es expresión, de modo que se pueda lograr el bien común con la contribución de todos los ciudadanos. El fin de la vida social es el bien común históricamente realizable.” (Ibid, 168).

La Iglesia no tiene ni partidos ni gobiernos. Sirve a todas las personas y le interesa todo lo que pueda contribuir al Bien Común. Su enseñanza se levante fuerte para exigir de todos aquellos que han sido llamados a conducir la sociedad una coherencia con la búsqueda del Bien Común. Ello pasa por la capacidad de diálogo, comprensión y amistad cívica. “El significado profundo de la convivencia civil y política no surge inmediatamente del elenco de los derechos y deberes de la persona. Esta convivencia adquiere todo su significado si está basada en la amistad civil y en la fraternidad, marcado por es el del desinterés, el desapego de los bienes materiales, la donación, la disponibilidad interior a las exigencias del otro. La amistad civil, así entendida, es la actuación más auténtica del principio de fraternidad, que es inseparable de los de libertad y de igualdad. Se trata de un principio que se ha quedado en gran parte sin practicar en las sociedades políticas modernas y contemporáneas, sobre todo a causa del influjo ejercido por las ideologías individualistas y colectivistas” (CDSI, 390). El país y los más pobres y necesitados, miran con asombro y escándalo las querellas y luchas entre los que detentan la autoridad y les exigen que dejando de lado mezquinos intereses, miren el bien de las grandes mayorías, para ir en busca de verdaderas soluciones a sus problemas, que son los del hombre y de la mujer concretos, que viven y caminan por la ciudades y campos de la Patria.

8. Retomar el camino, con la participación de todos

La Patria amada exige un esfuerzo para que retomemos los caminos de la unidad, la fraternidad y la amistad cívica. Nos exige que reconozcamos la verdaderas raíces de nuestro ser que emanan de nuestra condición de nación cristiana. Quienes olviden esto, lo ignoren o pretenda borrarlo de la vida social, política o económica, herirán más el alma de Chile y seguirán intentado construir nuestra vida sobre arenas movedizas. Todos tenemos un lugar en ese caminar y cada uno ha de tomar sus responsabilidades, pero ellas se hacen mas exigibles a quienes, de la manera que sea, ejercen lo principales liderazgos en la nación.

En este día en que Chile levante su voz y sus brazos al Creador para agradecer los bienes que nos ha regalados, a ese mismo Dios, Señor de todas las cosas, pedimos que conceda a todos nosotros, pero especialmente a quienes tienen responsabilidades en la conducción de la nación en las diversas instancias de la vida política, social y económica, la audacia para caminar por la senda de la fraternidad, el servicio a los más necesitados y que les otorgue la capacidad de renunciar las pequeñeces que impiden muchas veces nuestro caminar en la armonía de una nación que quiere ser un lugar donde todos puedan vivir en paz.

Se lo pedimos a Nuestra Madre del Cielo, la Santísima Virgen del Carmen y a San Bernardo, nuestro patrono, gran pacificador de los pueblos. Así sea.

+ Juan Ignacio González Errázuriz
Obispo de San Bernardo