Queridos hermanos y hermanas,
jóvenes amigos
«Id y haced discípulos de todos los pueblos, […] enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Estas palabras de Cristo resucitado tienen un significado particular en esta ciudad de Lisboa, de donde han salido numerosas generaciones de cristianos – obispos, sacerdotes, personas consagradas y laicos, hombres y mujeres, jóvenes y menos jóvenes – obedeciendo a la llamada del Señor y armados simplemente con esta certeza que Él les dejó: «Yo estoy con vosotros todos los días». Portugal se ha ganado un puesto glorioso entre las naciones por el servicio prestado a la difusión de la fe: en las cinco partes del mundo, hay Iglesias particulares nacidas gracias a la acción misionera portuguesa.
En tiempos pasados, vuestro ir en busca de otros pueblos no ha impedido ni destruido los vínculos con lo que erais y creíais, más aún, habéis logrado transplantar experiencias y particularidades con sabiduría cristiana, abriéndoos a las aportaciones de los demás para ser vosotros mismos, en una aparente debilidad que es fuerza. Hoy, al participar en la construcción de la Comunidad Europea, lleváis la contribución de vuestra identidad cultural y religiosa. En efecto, Jesucristo, del mismo modo que se unió a los discípulos en el camino de Emaús, camina también con nosotros según su promesa: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo». Aunque de modo diferente a los Apóstoles, también nosotros tenemos una experiencia auténtica y personal de la presencia del Señor resucitado. Se supera la distancia de los siglos, y el Resucitado se ofrece vivo y operante por medio de nosotros en el hoy de la Iglesia y del mundo. Ésta es nuestra gran alegría. En el caudal vivo de la Tradición de la Iglesia, Cristo no está a dos mil años de distancia, sino que está realmente presente entre nosotros y nos da la Verdad, nos da la Luz que nos hace vivir y encontrar el camino hacia el futuro.
Está presente en su Palabra, en la asamblea del Pueblo de Dios con sus Pastores y, de modo eminente, Jesús está con nosotros aquí en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. Saludo al Señor Cardenal Patriarca de Lisboa, a quien agradezco las amables palabras que me ha dirigido al comienzo de la celebración, en nombre de su comunidad, que me acoge y que abrazo con sus casi dos millones de hijos e hijas. Dirijo un saludo fraterno y amistoso a todos los presentes, queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, queridos consagrados, consagradas y laicos comprometidos, queridas familias, queridos jóvenes, catecúmenos y bautizados, y que extiendo a los que se unen a nosotros mediante la radio y la televisión. Agradezco cordialmente al Señor Presidente de la República por su presencia, y a las demás autoridades, con una mención especial del Alcalde de Lisboa, que ha tenido la amabilidad de honrarme con la entrega de las llaves de la ciudad.
Lisboa amiga, puerto y refugio de tantas esperanzas que ponía en ti quien partía, y que albergaba quien te visitaba; me gustaría usar hoy estas llaves que me has entregado para que puedas fundar tus esperanzas humanas en la divina Esperanza. En la lectura que acabamos de proclamar, tomada de la primera Carta de San Pedro, hemos oído: «Yo coloco en Sión una piedra angular, escogida y preciosa; el que crea en ella no quedará defraudado». Y el Apóstol explica: Acercaos al Señor, «la piedra viva desechada por los hombres, pero escogida y preciosa ante Dios» (1 P 2,6.4). Hermanos y hermanas, quien cree en Jesús no quedará defraudado; esto es Palabra de Dios, que no se engaña ni puede engañarnos. Palabra confirmada por una «muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas», y que el autor del Apocalipsis ha visto «vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos» (Ap 7,9). En esta innumerable multitud, no están sólo los santos Verísimo, Máxima y Julia, martirizados aquí en la persecución de Diocleciano, o san Vicente, diácono y mártir, patrón principal del Patriarcado, san Antonio y san Juan de Brito, que salieron de aquí para sembrar la buena semilla de Dios en otras tierras y pueblos, o san Nuño de Santa María, que he inscrito en el libro de los santos hace algo más de un año. De ella forman parte también los «siervos de nuestro Dios» de todo tiempo y lugar, que llevan marcada su frente con el signo de la cruz, con el sello «de Dios vivo» (Ap 7,2), el Espíritu Santo. Éste es el rito inicial que se ha realizado en cada uno de nosotros en el Bautismo, sacramento por el que la Iglesia da a luz a los «santos».
Sabemos que no le faltan hijos reacios e incluso rebeldes, pero es en los santos donde la Iglesia reconoce sus propios rasgos característicos y, precisamente en ellos, saborea su alegría más profunda. Todos tienen en común el deseo de encarnar el Evangelio en su existencia, bajo el impulso del eterno animador del Pueblo de Dios, que es el Espíritu Santo. Al fijar la mirada sobre sus propios santos, esta Iglesia particular ha llegado a la conclusión de que la prioridad pastoral de hoy es hacer de cada hombre y mujer cristianos una presencia radiante de la perspectiva evangélica en medio del mundo, en la familia, la cultura, la economía y la política. Con frecuencia nos preocupamos afanosamente por las consecuencias sociales, culturales y políticas de la fe, dando por descontado que hay fe, lo cual, lamentablemente, es cada vez menos realista. Se ha puesto una confianza tal vez excesiva en las estructuras y en los programas eclesiales, en la distribución de poderes y funciones, pero ¿qué pasaría si la sal se volviera insípida?
Para que esto no ocurra, es necesario anunciar de nuevo con vigor y alegría el acontecimiento de la muerte y resurrección de Cristo, corazón del cristianismo, el núcleo y fundamento de nuestra fe, recio soporte de nuestras certezas, viento impetuoso que disipa todo miedo e indecisión, cualquier duda y cálculo humano. La resurrección de Cristo nos asegura que ningún poder adverso podrá jamás destruir la Iglesia. Así, pues, nuestra fe tiene fundamento, pero hace falta que esta fe se haga vida en cada uno de nosotros. Por tanto, se ha de hacer un gran esfuerzo capilar para que todo cristiano se convierta en un testigo capaz de dar cuenta siempre y a todos de la esperanza que lo anima (cf. 1 P 3,15). Sólo Cristo puede satisfacer plenamente los anhelos más profundos del corazón humano y dar respuesta a sus interrogantes que más le inquietan sobre el sufrimiento, la injusticia y el mal, sobre la muerte y la vida del más allá.
Queridos hermanos y jóvenes amigos, Cristo está siempre con nosotros y camina siempre con su Iglesia, la acompaña y la protege, como Él nos dijo: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Nunca dudéis de su presencia. Buscad siempre al Señor Jesús, creced en la amistad con Él, recibidlo en la comunión. Aprended a escuchar y conocer su palabra y a reconocerlo también en los pobres. Vivid vuestra existencia con alegría y entusiasmo, seguros de su presencia y su amistad gratuita, generosa, fiel hasta la muerte de cruz. Dad testimonio a todos de la alegría por su presencia, fuerte y suave, comenzando por vuestros coetáneos. Decidles que es hermoso ser amigo de Jesús y que vale la pena seguirlo. Mostrad con vuestro entusiasmo que, de las muchas formas de vivir que el mundo parece ofrecernos hoy – aparentemente todas del mismo nivel -, la única en la que se encuentra el verdadero sentido de la vida y, por tanto, la alegría auténtica y duradera, es siguiendo a Jesús.
Buscad cada día la protección de María, Madre del Señor y espejo de toda santidad. Ella, la toda Santa, os ayudará a ser fieles discípulos de su Hijo Jesucristo.