Una maravillosa epopeya

María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Apenas ésta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: “¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre” ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme? Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegriá en mi seno. Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor” 1.

El texto que acabamos de leer nos presenta a la Santísima Virgen en la visita a santa Isabel, ya habiendo concebido al Niño en su seno y en plena gestación.

Por un lado, la Santísima Virgen vive en su interior esa, casi diríamos, maravillosa epopeya, que es la gestación del cuerpo del Hijo de Dios dentro de Ella,. Lo que está ocurriendo dentro de la Virgen es una colaboración magnífica. Ella ofrece allí activamente su naturaleza, casi diríamos la tela, la tela de primera calidad; el Hijo de Dios con esa tela va construyendo -algo así como hacen los gusanos de seda su capullo alrededor de ellos mismos- va obrando con la fuerza de la divinidad y con la fuerza de su alma humana ya encarnada, va construyéndose más y más -a partir del embrión inicial- su propio cuerpo.

A la vez va haciendo una segunda tarea: va construyendo, además de ese habitáculo físico y de ese instrumento que es su cuerpo, se va creando más y más otra habitación, un contorno, un vivero espiritual cada vez más perfecto, porque va trabajando la psicología y el espíritu de la Virgen. Y la Santísima Virgen, cuando el Señor estaba dentro de Ella, sentía y percibía -y para ello colaboraba- cómo el Hijo de Dios en su interior la iba perfeccionando en todo el ámbito de su psicología: en el modo de sentir, en el modo de valorar, de gozar, de entristecerse, en el estado de ánimo, en el modo de ser y de estar en su interior. Pero sobre todo iba notando cómo el Hijo de Dios la perfeccionaba en su modo de pensar, de querer, de decidir y de amar.

Cuando el Hijo de Dios está próximo a nacer es no sólo porque su cuerpo ya está listo y entonces puede prescindir del cuerpo de la Madre -el cuerpo del Hijo de Dios ya es un instrumento apto que le permite deambular por sí mismo dentro del mundo y comunicarse en la tierra con los otros hombres y obrar lo que tiene que hacer-, sino además porque la Virgen está en condiciones de crear fuera de sí, fuera de sus propias entrañas, un clima, un nuevo útero espiritual que es el hogar. Allí María Santísima va a poner, en todos los detalles, en los usos y costumbres, en las prácticas, en las cosas materiales, en el modo de hacer una cosa u otra, va a poner el clima más apto para que el Hijo de Dios salido de su seno pueda crecer del modo más maravilloso.

La Virgen iba a crear un seno, un seno moral para que allí estuviera el Hijo de Dios, no sólo en las cuatro paredes de la casa y durante los años de la vida privada, sino también cuando el Señor comenzara la vida pública. En esa nueva etapa Ella lo seguía a distancia, como nos consta por el Evangelio, lo seguía con las otras santas mujeres. Y en ese seguimiento hubo una comunicación permanente entre Jesucristo y su Madre, seguramente hecha de miradas, de gestos, de sobreentendidos y renovada a cada instante, porque la Virgen se ocupaba de las cosas materiales del Señor. Le llevaba lo que Él podía necesitar.

Había una doble providencia sobre Jesucristo: la del Padre Eterno por una parte y la de la Virgen, más inmediata, aunque sólo desde el punto de vista físico, porque la del Padre Eterno estaba dentro de Jesús mismo. Una providencia, la de su Madre, desde el ámbito mismo de la humanidad, siguiéndolo a Jesucristo y permitiéndole al Señor respirar tranquilamente en un mundo sórdido como era aquél en el cual vivían. En la tierra todo era sordidez, todo era orgullo, envidia, crueldad en el pueblo de Israel y en el ámbito del pueblo romano y del mundo; pero alrededor de la Virgen había un halo de limpieza, de pureza y de humildad. Allí se respiraba aire puro. Con la excepción de los tres días en los cuales la Virgen perdió al Niño en el Templo y tanto lo sintió, Ella estuvo siempre protegiéndolo, envolviéndolo con ese aire espiritual. Y Jesucristo, junto a su Madre, pudo respirar de un modo que no era totalmente distinto de aquél con el cual “respiraba” en el seno del Padre Eterno, en cuanto Dios, desde toda la eternidad.

Entonces, está próximo el nacimiento de Jesucristo porque Él, con la tela que le da la Madre, tiene ya su cuerpo; pero además, porque la ha preparado a la Virgen de tal manera que la ha puesto en condiciones de acogerlo no sólo en sus rodillas, no sólo de apoyarlo en su pecho, sino de tenerlo cerca y protegerlo y cuidarlo cuando es chico; y después, de seguirlo y ayudarlo cuando sea grande.

La preparación llega a su cumbre cuando la Virgen es instrumento de Jesucristo para que el Señor comience su misión hacia afuera. Jesús venía para ser Salvador del mundo. No venía para estar encerrado entre cuatro paredes. Ni entre las paredes del seno físico de la Virgen, ni entre las paredes de la casita de Nazaret, ni entre las paredes del contorno sociológico del pueblo donde vivían, allá en Nazaret. Jesús venía a lanzarse a través de ese pequeño mundo de Palestina y desde allí trascender al ancho mundo de esta tierra y de toda la creación. La Virgen, para ayudar a su Hijo, iba a tener, por una parte, que protegerlo y así ofrecerle una cierta seguridad y, por otra, tenía que ser transparente y abrirse para que, en los momentos en los cuales el Señor estuviera en expansión apostólica pudiera, a través de Ella, llegar a los demás. María tenía que ser ventana con celosías, que se cerraran de vez en cuando y en otro momento se abrieran para expandir la luz y el aire del interior hacia afuera.

Todo lo anterior se manifiesta en la visita a santa Isabel. La Virgen lo tiene encerrado al Niño dentro de sí. Sin embargo a impulsos del mismo Niño, su Madre ya empieza a ser dócil, no sólo respecto de su modo de ser interior y del modo de servirlo a Jesucristo internamente, para Él mismo, sino también en el modo de dejarse instrumentalizar en las manos de Jesús para que Él llegara a las almas que venía a salvar. El Señor la inspira, el Señor la guía. Y la Virgen se deja conducir. Como en aquel texto del día de la Presentación de Jesús en el Templo cuando la liturgia nos dice: Senex puerum portabat: Puer autem senem regebat, El anciano lo llevaba al Niño en sus brazos, pero el Niño lo regía y lo dirigía al anciano 2. La Virgen lo llevaba a Jesucristo en su seno, pero Jesucristo era quien conducía y quien manejaba el “vehículo” de la Virgen cuando fue a la montaña de Judea a visitar a su prima. Y la Virgen se había hecho ya tan transparente, tan parecida a la primera Eva antes del pecado original -cuando era portadora de Dios y mostraba a Dios-, María era tan parecida y tan superior, ya en ese momento, que apenas se acerca a la casa y se aproxima a su prima que a su vez tiene un niño en su seno, Isabel se siente toda poseída de algo muy especial. El niño empieza a saltar dentro del seno de esa mujer y -como sabemos por certeza de la teología- es liberado del pecado original en ese instante y es inundado de gracia, y puesto en condiciones de ser el profeta precursor de la venida del Mesías. Santa Isabel misma es inundada de gracia. La Virgen está preparada. Jesús puede venir al mundo porque también su Madre ya es instrumento de apostolado. María está en condiciones no sólo de cuidarlo a Jesucristo cuando es chico sino de acompañarlo en la Redención como corredentora, en el apostolado como co-apóstol: Jesús puede venir.

Por esto nuestra preparación para que Jesús venga el día de Navidad y nazca en nosotros, tiene que referirse bien concretamente a cada una de nuestras dimensiones interiores y a cada una de nuestras actividades. Tenemos que examinar en estos días qué es lo que Jesucristo quiere que quitemos y qué es lo que quiere que pongamos, qué nos pide que enderecemos, o qué debemos regular para acelerar o detener nuestra actividad. Jesús quiere que hagamos un examen de conciencia y -como nos pedía Juan Bautista y les pedía a los hombres de su tierra y de su tiempo- le ofrezcamos un corazón en lo posible perfecto, en lo posible puro y bien dispuesto. Ese corazón en tanto va a ser bien dispuesto, en cuanto va a alcanzar la perfección relativa que nos es dado alcanzar aquí en la tierra; en tanto va a ser perfectamente grato a Jesucristo, en cuanto quitemos todo aquello que haya de apego excesivo a las cosas, a nuestra sensualidad, a nuestro yo -en todo caso a aquello que haya de equivocado en nuestra conducta-. Y además tengamos un gran deseo y una verdadera disposición de ser instrumentos de Jesucristo para que Él pueda llegar a los demás. Va a nacer el Señor plenamente en nosotros el día de Navidad también en la medida en la cual nos encuentre suficientemente aptos para convertirnos en portadores transparentes y trasmisores de Él.

No nos olvidemos nunca de lo que hemos dicho tantas veces a propósito de la Comunión en la Misa: Jesucristo viene a nosotros sirviéndose del instrumento del pan como vehículo. Y nosotros nos convertimos en vehículos en la medida en la cual estamos dispuestos a que Jesucristo pueda ir a los demás cuando salgamos de Misa.

El día de Navidad también el Señor va a venir a nosotros de un modo pleno en la medida en la cual nos encuentre dispuestos a que con nuestras palabras, con nuestra conducta sobre todo, lo irradiemos: en nuestro modo de ser, de actuar, de pensar, de sentir, de valorar, de juzgar, en nuestro modo de tener presencia en el mundo. Jesucristo no viene el día de Navidad para quedarse encerrado en las cuatro paredes de nuestra persona: Quiere venir para hacernos antorchas portadoras de su fuego al mundo.

 

Padre Luis María Etcheverry Boneo