Recorrer el año con cada misterio

¿Qué es el año litúrgico?

El año litúrgico responde al deseo de la Iglesia de ponernos en contacto con Jesucristo, en cada uno de los momentos de nuestra vida, y con cada uno de los momentos de la vida del Señor.

¿Por qué? Porque Jesucristo desde el principio de su Encarnación tiene el carácter de Redentor, Maestro y Conductor y su paso terreno termina y culmina con los episodios de la Semana Santa: la Pasión, la Muerte, la Resurrección; y luego la Ascensión y la venida del Espíritu Santo en Pentecostés; sin embargo, cada momento de la vida del Señor tiene un valor redentor particular: mereció la redención de nuestros pecados en un sector de ellos, y mereció una gracia especial de su corazón para nuestra vida, en algo fundamental de ella.

Cada misterio de la vida de Jesucristo tiene gracias particulares. Todos son fuente de gracia santificante, pero cada uno produce un don particular. Así como cada sacramento tiene, además de la gracia santificante, una gracia sacramental, es decir, un conjunto de ayudas particulares, de gracias actuales según su característica propia, así también -y de un modo todavía más substancial- cada uno de los misterios de Jesucristo produce gracia santificante para nuestras almas si nos ponemos en contacto con ellos; pero, además, nos la produce con un acento, con una fuerza, con una característica singular y con un conjunto de gracias actuales, en relación precisamente con ese misterio.

La Iglesia quiere que nuestra vida esté insertada en una especie de espiral que nos va circundando y elevando; espiral que en cada una de sus vueltas emplea un año y que cada año nos vuelve a poner frente a los misterios de la vida de Jesucristo para que, a medida que vayamos creciendo, con la nueva estatura que debemos ir adquiriendo, con las nuevas características, con los problemas, con los pros y con los contras de cada una de nuestras edades, volvamos a reencontrarnos con los misterios de Jesucristo y obtengamos, recabemos, saquemos aquellos beneficios particulares que hacen relación a cada misterio y que, por otra parte, convienen al propio momento actual.

Así, todos los misterios de la vida de Jesús pasan cada año delante de nosotros, para que renovemos y perfeccionemos nuestra vida espiritual, tanto en lo negativo, o sea, en el corte con el pecado y con lo que dificulta la marcha hacia Dios, como en lo positivo, es decir, en el desarrollo de la gracia santificante y en la posesión de las gracias actuales que nos den luz intelectual, fuerza a nuestra voluntad, calor a nuestro corazón, para poder ir marchando en esa vida espiritual.

Cuando san Juan Bautista se define, de acuerdo con palabras del Antiguo Testamento, como: una voz grita en el desierto: preparen el camino del Señor, allanen sus senderos. Los valles serán rellenados, las montañas y las colinas serán aplanadas. Serán enderezados los senderos sinuosos y nivelados los caminos desparejos 1, en ese famoso texto la idea del camino tiene una múltiple referencia.

No sólo se trata de preparar el camino para que Jesucristo venga a nosotros -eso es lo obvio, es lo que hacía san Juan Bautista como resumen de lo que habían hecho todos los profetas del Antiguo Testamento, que era preparar la humanidad para la venida de Jesucristo; y es lo que fundamentalmente la Iglesia quiere hacer con nosotros en Adviento- además, la referencia a ese camino también tiene connotación a lo que es nuestra vida en la tierra: es un caminar, es un marchar hacia Jesucristo no ya cuando Él viene a este mundo en la primera Navidad, o cuando reproduce su nacimiento cada año en la liturgia, sino además cuando nos lo encontremos a Jesucristo en el segundo encuentro, que será el del cielo.

Marchamos por la tierra camino de la visión y del abrazo de Jesucristo allá en el cielo.

Y precisamente con la ayuda de san Juan Bautista, con la ayuda de la Iglesia -simbolizada por Juan- tenemos que ir bajando toda montaña que nos impida esa marcha, levantando toda hondonada que también obstaculice ese marchar, enderezando todo lo que pueda hacernos desviar de la meta, terraplenando todo lo que pueda ser lo desparejo del camino para que nuestra marcha hacia el encuentro con Jesucristo sea exitosa 2.

La Iglesia también, volviendo al ejemplo del espiral -como los profetas cuando reiteran con sentidos análogos- hace que la preparación para cada Navidad sea semejante a la preparación para “la otra Navidad”, cuando nos encontremos con Jesucristo en el cielo. La presencia de Jesús visible en su nacimiento cada veinticinco de diciembre es anticipo, es analogía, es pregusto de la presencia visible del Señor en el otro nacimiento: el de la eternidad. Por eso todo lo que hagamos en esta época para prepararnos a la venida de Jesús el día de Navidad, será como un resumen y un anticipo de lo que tenemos que hacer en nuestra vida para prepararnos a “la otra Navidad”.

La Iglesia en los tiempos antiguos y medievales no tuvo que fomentar en los cristianos prácticas de retiros temporarios del mundo, de la vida ordinaria, para buscar la conversión dentro de un edificio determinado, dentro de un monasterio, en la oración y en la penitencia. No conoció esos ejercicios porque normalmente toda la vida, en el ámbito de la civilización cristiana, en las ciudades, en los campos, donde transcurría la vida civil, adquiría una característica muy particular en el Adviento, como así también en la Cuaresma.

Y los cristianos con la Misa, con la parte del Oficio Divino que rezaban los laicos -por ejemplo las Vísperas o las Completas-, con los textos de la Sagrada Escritura que leían en relación con el momento en el cual estaban viviendo, con todo eso, durante los cuarenta días del Adviento, se iban preparando más y más para la venida de Jesucristo, lo cual les producía una verdadera conversión, es decir, un verdadero apartamiento del apego equivocado o excesivo a las creaturas y una apertura a la venida del Señor al corazón.

El pecado -como dice santo Tomás- consiste en una aversión, en una separación de Dios por conversión a las creaturas, conversión excesiva: amor creaturae usque ad contemptum Dei, amor de la creatura hasta el desprecio de Dios. Mientras que el estado de gracia -y la caridad- consiste en el amor de Dios hasta el desprecio de las creaturas cuando eso sea necesario, cuando esa creatura se nos ponga como contrapuesta, como opuesta, como adversaria del amor a Dios.

El Adviento tiene que ser esa preparación. Por ello, la figura de san Juan Bautista, preludiando lo que va a ser el nacimiento mismo de Jesucristo, nos predica en primer lugar un total desprendimiento de las cosas de afuera. Juan vive en el desierto. Y allí evidentemente no abundan las cosas. No abundan los medios ni las comodidades. No abunda nada de aquello que el hombre moderno llama confort. Ni la riqueza, ni la opulencia o el lujo.

En segundo lugar, Juan Bautista lleva una vida austera de los sentidos. ¡Claro! Ya el vivir en la pobreza, en el desprendimiento de las cosas de afuera nos produce una necesaria austeridad. Si no hay cosas hacia afuera, no es mucho lo que pueda halagarnos. Pero el Bautista, de modo particular, vive pobremente vestido con una piel de camello -y en invierno, en la Palestina hace bastante frío- y se alimenta con langostas silvestres -podría alimentarse con cabritos y otras cosas mejores-, de tal manera que coloca su cuerpo y sus sentidos, en una situación de especial austeridad.

Y así nos está predicando el desprendimiento no sólo de las cosas de afuera sino también de todo lo que sea nuestra sensualidad, de lo que sea buscar el gusto de nuestros sentidos y de nuestro corazón.

Finalmente, san Juan Bautista, nos enseña sobre todo el desprendimiento del propio yo: -¿Quién eres? Juan Bautista no se predica con el propio nombre. -Yo soy una voz -anónima- que grita en el desierto. -¿Quién eres tú? ¿Eres el Mesías? -No. Yo no soy digno de desatar la correa de su sandalia. ¿Eres tú el Cristo? No lo soy 3. Rechaza todo lo que sea propio. Y cuando llega el momento determinado dice: Es necesario que Él crezca y que yo disminuya 4.

La vida de Juan Bautista es así una marcha, una permanente voluntad de estar en el anonimato, de servir simplemente de pedestal, de escalera para que Jesucristo a través de él llegue a las personas. En un momento determinado, a san Juan Bautista se le acercan preocupados sus discípulos porque la gente que antes lo seguía, se ha ido con Jesucristo. Y entonces contesta esa frase tan linda: Es necesario que Él crezca y que yo disminuya. En las bodas, el que se casa es el esposo; pero el amigo del esposo, que está allí y lo escucha, se llena de alegría al oír su voz 5.

Ese desprendimiento de los tres posibles adversarios de Dios dentro de nuestro corazón: las cosas, nuestra sensualidad o nuestro corazón, y nuestro yo, es lo que la Iglesia nos pide en este Adviento, desde el punto de vista negativo. Y por otro lado, quiere hacernos valorar permanentemente -y para eso conocer y en consecuencia amar más y más- la venida de Jesucristo a nuestro corazón.

La Iglesia nos va a traer constantemente textos lindísimos del Antiguo Testamento. Rorate caeli desuper, decían los textos latinos antiguos tomados de la Biblia. Rorate caeli desuper -Destilen, cielos, desde lo alto-, et nubes pluant justum, – y que las nubes derramen la justicia 6-, al Salvador. Y la Iglesia lo repite en el Oficio Divino y en la Misa constantemente.

El Adviento tiene que obrar un desprendernos de las cosas y un abrir el corazón -un corazón tan limpio, un corazón en el cual el Señor pueda encontrarse cómodo-, abrirlo permanentemente a la aspiración y a la valoración de Jesucristo.

Entonces sí, el día de Navidad Jesucristo va a nacer de un modo nuevo dentro de nosotros y va a tomar posesión de nuestras potencias. De tal manera que nuestros pensamientos y sentimientos, nuestras decisiones, nuestro clima, todo sea comandado y dirigido, más aun, alimentado por Él. Que a partir de ese momento sea verdad aquello de san Pablo: Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí 7.

 

Padre Luis María Etcheverry Boneo