Que sólo aparezca Jesucristo

El año decimoquinto del reinado del emperador Tiberio, cuando Poncio Pilato gobernaba la Judea, siendo Herodes tetrarca de Galilea, su hermano Felipe tetrarca de Iturea y Traconítide, y Lisanias tetrarca de Abilene, bajo el Pontificado de Anás y Caifás, Dios dirigió su palabra a Juan, hijo de Zacarías, que estaba en el desierto.

Éste comenzó entonces a recorrer toda la región del río Jordán, anunciando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados, como está escrito en el libro del profeta Isaías: “Una voz grita en el desierto: Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos. Los valles serán rellenados, las montañas y las colinas serán aplanadas.

Serán enderezados los senderos sinuosos y nivelados los caminos desparejos.

Entonces, todos los hombres verán la Salvación de Dios 1.

De nuevo tenemos la figura de Juan el Bautista y de nuevo su predicación insistiendo en lo mismo, aunque más explícitamente que otras veces: se trata de preparar los caminos del Señor en nuestra alma, se trata, fundamentalmente, de enderezar nuestros senderos. Digamos desde ya, frente a la perspectiva de la Navidad, que ese enderezamiento de nuestras almas que el Señor requiere, esa rectitud que pide en nuestra voluntad, en nuestros corazones, tienen que disponernos de tal manera que, cuando llegue el día de Navidad lo recibamos y lo admitamos tal como se nos va a presentar, es decir, como una invitación enormemente elocuente a la humildad, a la pobreza y al desprendimiento.

Es el Hijo de Dios que nace hecho hombre en las condiciones más humildes y más humillantes que puedan darse. Nace en el desprendimiento más absoluto de todos los bienes temporales y, como consecuencia de ese desprendimiento, en la mayor mortificación e incomodidad y en la mayor ausencia de lo que hoy llamaríamos confort, de lo que hoy llamaríamos medios de nuestra civilización para que la vida sea mejor.

¿Qué es lo que Jesucristo quiere encontrar el día de Navidad para venir más plenamente a nuestros corazones, para venir nuestra alma a cumplir su misión, a tomar posesión de nosotros?

Ante todo quiere que nos desprendamos de nuestro propio yo. Nunca vamos a insistir suficientemente en esto. No nos olvidemos que ese Jesucristo que va a nacer y quiere nacer en nosotros, es el mismo que nos dice: El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga 2. No nos dice: el que quiere ser mi discípulo exalte su propio yo, exalte su propia libertad, exalte su propia personalidad, haga lo que a él se le ocurre, rija todo por su propia inteligencia, decida todo por su libre albedrío, o según le dé su capricho o su gana. Jesucristo nos dice todo lo contrario. Y desde hace dos mil años el cristianismo ha venido bebiendo de esto. La Iglesia así lo ha entendido, porque así fluye de las páginas del Evangelio que son transparentes y que no permiten ninguna tergiversación: Jesucristo es el ejemplo más absoluto de humildad y de desprendimiento.

En la historia de la Iglesia encontramos traductores fieles de este ejemplo. San Francisco de Asís, que desarrolló enormemente el amor al pesebre, es el ejemplo de la humildad más absoluta y de la pobreza más total, tanto que era “il poverello”, el pobrecito de Asís. Y uno de los ejemplos más grandes de personalidad que hay en la historia, de la Iglesia y de la cultura occidental, es el de santa Teresa del Niño Jesús, personalidad que se revela al máximo en el momento más absoluto de la verdad y de la sinceridad, que es el momento de la muerte. Muchos hombres se han animado a vivir en teatro, pocos hombres se han animado a vivir en teatro frente a la muerte; y una persona honesta no se va a poner a hacer teatro en ese momento, y menos un santo. Recordemos cómo santa Teresa del Niño Jesús en el momento de morir o poco antes, empieza a hablar de su misión desde el más allá y en la historia, de un modo portentoso: “Quiero pasar mi cielo haciendo el bien sobre la tierra”. “Este libro mío va a ser leído en todo el mundo”. “Voy a abrir un nuevo camino que seguirán muchas almas”. Es difícil encontrar otro caso de una persona que tenga tanta seguridad sobre su papel en el más allá -en la esfera, en el campo y en el mundo de la verdad absoluta, que es el mundo de Dios- y en la historia. Y lo curioso es que esa seguridad total se ve avalada de un modo estruendoso por los hechos, porque el libro de santa Teresita, esa libreta de notas -escrita precisamente en una libreta de almacén y en lápiz- se convierte, después del Evangelio, en el libro más leído y con mayor influjo de los tiempos modernos. Santa Teresita construye su personalidad por el camino de la infancia espiritual. Ella se define o quiere ser, una pelota en las manos del Niño Jesús: que cuando quiera juegue, cuando quiera la patee, cuando quiera la oprima, cuando quiera la rompa y cuando quiera la abandone en un rincón. Así quiere ser en manos de Dios.

Entonces, el desprendimiento del propio yo es el primer camino que san Juan el Bautista nos señala cuando dice: es necesario que Él crezca y que yo disminuya 3. Que yo disminuya y Él crezca, a tal punto, que cuando Jesús pasa ante él le manda a sus discípulos desprendiéndose de ellos inmediatamente. Juan, que no es digno de desatar las correas de las sandalias de Jesucristo 4, cuando aparece el Señor se inmola y muere: le cortan la cabeza, para que aún físicamente quede aniquilado, para que solamente aparezca Jesucristo para el cual y sólo para quien ha querido vivir.

Ese desprendimiento de nuestro yo es la disposición que se nos pide en el Adviento: pensemos si estamos dispuestos a hacer lo que Dios quiera o lo que nosotros queremos; si vamos a poder decir en nuestra vida lo que Jesucristo dijo: He bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la de Aquél que me envió 5, o vamos a decir siempre, de una manera o de otra: quiero hacer lo que a mí se me ocurre. Seamos sinceros y digamos con Jesucristo: Las cosas que le agradan a mi Padre son las que Yo hago 6. ¿O vamos a andar regateando y vamos a ceder frente a la voluntad de Dios sólo cuando no hay más remedio? ¿Le vamos a decir a Dios: elegí la manzana, pero la de la derecha es mía? Decidamos si vamos a jugar limpio o vamos a jugar sucio, si vamos a ser inteligentes o vamos a ser zonzos, por más que eso aparentemente nos dé cartel de intelectuales o de personalidades.

Esa disposición es lo primero que san Juan Bautista nos señala como condición y es lo primero que el Señor nos va a pedir; Él viene a obedecer a su Padre y si nosotros no estamos dispuestos a obedecer a Dios, no podemos recibir a Jesucristo y Él no puede identificar su vida con la nuestra, no nos puede asumir, no somos un instrumento apto, no somos un piano para que pueda ejecutar en nosotros la sonata que quiere tocar.

Como consecuencia del desprendimiento de nuestro yo, viene el desprendimiento de las cosas. Pensemos si vamos a recibirlo a Jesucristo demasiado apegados a las cosas, a las personas, a las instituciones, o a cualquier tipo de realidades terrenales que nos aten y que nos condicionen en nuestra libertad de entrega a Dios. Porque esas cosas pueden, en algún momento, contraponerse a Dios y constituir un obstáculo para que lo elijamos a Él cuando nos pida que por su amor dejemos algo.

En consecuencia, finalmente, la tercera condición es si, desprendidos de nuestro yo y de las cosas de afuera, también estamos dispuestos a mortificarnos en nuestras potencias: a no pensar lo que me gusta sino lo que debo pensar, a no decidir lo que me gusta sino lo que debo decidir, a no gozar estéticamente lo que me guste sino lo que debo, a no amar sino a quien debo amar, en la medida en la cual debo amar y del modo en el cual debo hacerlo, y a no usar todas las cosas sino en el modo y en la medida en la cual sean instrumentales para cumplir la voluntad de Dios.

Si creemos que estamos bien dispuestos a ese triple respecto, entonces estamos en camino hacia la rectitud y estamos en camino de poder ser instrumentos aptos para que Jesucristo nos asuma el día de Navidad y nazca de un modo mucho más pleno y se verifique en nosotros la palabra de san Pablo: Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí 7.

 

Padre Luis María Etcheverry Boneo