¿Qué ha hecho Dios para levantarnos hasta Él?
Se abajó hasta nosotros.
¿Qué ha hecho para revestirnos de infinitud, de divinidad, de incandescencia?
Él mismo se revistió de finitud, de humanidad, de opacidad.
¿Qué ha hecho Dios para hacernos participar de su familia divina?
Ingresó en nuestra familia humana, se hizo el hijo de María y se llamó el Hijo del Hombre 1.
¿Qué ha hecho Dios para hacernos participar de una herencia de infinita felicidad?
Asumió nuestra herencia de dolores, de penas, de sufrimientos aquí en la tierra.
¿Qué ha hecho Dios para darnos la participación de su propia vida infinita, eterna?
Se revistió de la nuestra pequeña, destinada a la muerte y ha asumido nuestra propia muerte.
¿Qué ha hecho para hacernos participar de su gloria -dado que al entrar en su vida divina somos participantes de toda la glorificación que Él merece-?
Se rodeó de nuestra ignominia.
¿Qué, para que seamos poderosos con Él?
Se hizo impotente, pequeño, obediente con nosotros.
¿Qué, para que fuéramos dueños de su riqueza infinita?
Quiso nacer y vivir más pobre que las raposas del suelo o los pájaros del cielo 2.
¿Qué, para que pudiéramos imperar con Él sobre toda la creación y reinar?
Se sometió a todas nuestras posibles obediencias, como nadie.
¿Qué, para que tuviéramos un día un cuerpo espiritualizado, glorioso, capaz de participar en la felicidad de nuestro espíritu, a su vez partícipe de la felicidad de Dios?
Quiso rodearse Él de un cuerpo sufriente, como ninguno en la historia.
¿Y todo eso era necesario para la gloria de Dios?
De ninguna manera. Tanto es así, que sin la revelación de Jesucristo, jamás lo hubiéramos conocido. Una vez que Él nos lo dice, encontramos en la Encarnación razones maravillosas de conveniencia, pero nunca de necesidad, y de todos modos, no las hubiéramos entrevisto o sospechado como exigencias.
Cuando pensamos en la Encarnación y nos damos cuenta de que no era necesaria en sí misma, y menos con las características concretas que adquirió para la gloria de Dios, concluimos claramente que el tomar nuestra humanidad fue producto del amor de Jesucristo. Al Padre, sí, pero también a nosotros.
Jesucristo -la persona más importante de la historia que jamás pudiera habitar la tierra- revestido de carne nace no en la capital del mundo sino en una pequeña provincia, y dentro de ella en un pequeño pueblo; en familia humilde, y no en casa propia sino ajena, no en casa humana sino en casa de animales; y no reconocido por los grandes de la tierra sino para ser perseguido por la autoridad del rey Herodes; y apenas lo consideran unos pobres magos, unos pobres extranjeros: porque aunque en su tierra fueran alguien, en Jerusalén no tuvieron ninguna importancia y en cambio debieron escapar para poder sustraerse al furor de Herodes; y aquellos de sus conciudadanos que lo recibieron, fueron los más pobres de entre todos los pobres, los que ni siquiera tenían casa para vivir, dormían al sereno y encerraban entre pircas a sus pocas ovejas y cabritos. Y no tuvo Jesús la más elemental calefacción, pero sí el frío por todas partes, un comedero de animales por lecho, unas pajas por colchón, el aliento de unas bestias para entibiar el ambiente.
Pobre, humilde y obediente, no sólo a su madre sino a su padre adoptivo, incluso al emperador de Roma que le mandaba nacer en una ciudad distinta de aquella adonde vivían sus padres. Pobre, sufrido, humilde, obediente, sin honor. Y todo eso, ciertamente, por amor a nosotros.
Padre Luis María Etcheverry Boneo