Jesús fue desde Galilea hasta Jordán y se presentó a Juan para ser bautizado por él. Juan se resistía diciéndole: “Soy yo el que tiene necesidad de ser bautizado por ti, ¡y eres tú el que viene a mí encuentro!” Pero Jesús le respondió: “Ahora déjame hacer esto, porque conviene que así cumplamos todo lo que es justo”. Y Juan se lo permitió.
Apenas fue bautizado, Jesús salió del agua. En ese momento se abrieron los cielos, y vio al Espíritu de Dios descender como una paloma y dirigirse hacia Él. Y se oyó una voz del cielo que decía: “Este es mi Hijo muy querido, en quién tengo puesta toda mi predilección” 1.
Qué espléndida escena y a la vez qué simple, qué humilde, qué sencilla en su grandiosidad ésta del bautismo de Nuestro Señor, de tu bautismo, Jesús Nuestro. Tú que entre todo lo maravilloso que mostrabas con tu conducta y con tus hechos nos enseñaste que aprendiéramos de Ti, que nos uniéramos a Ti, aquí nos muestras de nuevo esta verdad de tu mansedumbre, sobre todo, en este caso, de tu humildad.
Juan predica el bautismo para aquéllos que tienen que hacer penitencia, convertirse de sus pecados. Tú -en cambio- eres Señor, Dios mismo, infinitamente santo, no el ofensor, sino el ofendido por los pecados de los hombres. Y como hombre eres, además de absolutamente impecable y santo -también por participación de la santidad que te correspondía como Dios- no el ofensor por el pecar sino el reparador de la ofensa, el Redentor. Sin embargo, quieres tomar el aspecto exterior de un pecador (no en el momento de pecar porque era imposible en Ti como realidad y aún como ficción) sino el aspecto de un pecador cuando se arrepiente, cuando pide perdón, cuando se humilla; y Tú ibas a arrepentirte, a pedir perdón y a humillarte por los pecados de todos los hombres, que asumías como si fuesen propios.
No era de ninguna manera necesario ni este modo que asumiste -de hecho-, ni mucho menos que comenzaras tu vida pública adoptando externa e internamente, -aunque no en razón de lo personal- la actitud de un pecador arrepentido.
¡Qué distinto de mi propia conducta!, ¡qué trabajo me cuesta aceptar el propio pecado! y ¡cuánto me cuesta asumir externamente la actitud de quién reconoce su pecado y acepta aparecer como pecador!.
Qué bien me viene tu ejemplo cuando fuiste a bautizarte en el Jordán y a tu lado, el ejemplo lindo de Juan el Bautista, siempre recto, que cuando te ve dice claramente: esto no puede ser así, no soy yo el que debe reconciliarte a Ti, eres Tú el que debe reconciliarme a mí, soy yo quien debe ser bautizado y no Tú.
Pero cuando le dices a Juan: Déjame hacer ahora, pues conviene que cumplamos toda justicia, él al punto acepta. No le explicas, no entiende quizá nada, pero basta que se lo mandes, y él con toda sencillez acepta y cumple. ¡Qué lindo ejemplo! El celo por la rectitud, lo que debe ser en primer lugar: no está bien que aparezcas como pecador, soy yo el que debe aparecer como pecador y Tú como justificador. Y enseguida la prontitud y la obediencia ciega a pesar de la validez de esas razones, basta que le digas: así conviene ahora. Y Juan, sin más, sin discutir, acepta y cumple.
Y tu Padre, Jesús nuestro, que exalta a los humildes y deprime a los soberbios, en el acto proclamó tu divinidad y tu misión: Apenas fue bautizado, Jesús salió del agua. En ese momento se abrieron los cielos, y vio al Espíritu de Dios descender como una paloma y dirigirse hacia Él. Y se oyó una voz del cielo que decía: “Este es mi Hijo muy querido, en quién tengo puesta toda mi predilección” 2. Cuando te humillas la voz del Padre te exalta, te reconoce como a su propio hijo que lo complace siempre y también -precisamente- en este gesto tan lindo de humildad. Por otra parte aparece el Espíritu Santo en forma de paloma y se posa sobre Ti, y sella así también tu unión con la tercera persona de la Trinidad, ese Espíritu de amor que del Padre viene a Ti siempre, como en este caso, y que de Ti siempre retorna al Padre.
Padre Luis María Etcheverry Boneo