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Homilía en la Misa Crismal del año 2010

crismal1Queridos hermanos sacerdotes y diáconos.
Queridos miembros de nuestras comunidades que hoy acompañan a los sacerdotes en este día solemne

Al renovar nuestra entrega

1. En este día solemne en que renovamos ante Dios y la Iglesia las promesas que un día hiciéramos al recibir la ordenación sacerdotal quisiera que todos juntos meditáramos en la grandeza de nuestro ministerio y en la humildad que es necesaria para llevarlo adelante. A ninguno de nosotros se nos esconde que vivir el sacerdocio en el tiempo actual muchas veces resulta difícil y complejo. Al antiguo respeto y admiración por el estado sacerdotal ha seguido hoy un momento de vacilación al ver los comportamientos de algunos hermanos sacerdotes, los que han suscitado del mismo Santo Padre palabras duras y exigentes que nosotros debemos tomar también en consideración. Bien sabemos que nuestro sacerdocio es un don, una promesa hecha por el Señor antes de subir a los cielos y exigen de nosotros una respuesta total y adecuada, según las realidades que estamos viviendo.

En la reciente carta a los Católicos de Irlanda, que todos habremos leído con profundo dolor y meditación, el Santo Padre Benedicto XVI no ha dudado en decir la verdad sobre acontecimiento que afectan a una parte del clero que ha traicionado su vocación. Son hecho muy graves en los cuales todos, pero espe-cialmente quienes conducen esas comunidades, tiene responsabilidades mayores, como lo dice con fuerza el Papa. No podemos aminorar esos hechos, ni tampoco hacerlos pasar al olvido, como nubes negras que una vez disipadas vuelven a permitir que brille el sol.

El Papa ha querido no solo pedir que se pida perdón y rectifiquen esas conductas, dando consejos para ello, sino que con una lucidez venida de Dios ha diagnosticado las causas por las cuales se llego a esos hechos aberrantes y que nosotros hoy debemos meditar. Dice el Papa que “sólo examinando cuidadosamente los numerosos elementos que han dado lugar a la crisis actual es posible efectuar un diagnóstico claro de las causas y encontrar las soluciones eficaces. Ciertamente, entre los factores que han contribuido a ella, podemos enumerar:

– los procedimientos inadecuados para determinar la idoneidad de los candidatos al sacerdocio y a la vida religiosa,

-la insuficiente formación humana, moral, intelectual y espiritual en los se-minarios y noviciados,
-la tendencia de la sociedad a favorecer al clero y otras figuras de autoridad y

-una preocupación fuera de lugar por el buen nombre de la Iglesia y por evi-tar escándalos cuyo resultado fue la falta de aplicación de las penas canóni-cas en vigor y de la salvaguardia de la dignidad de cada persona.

Es necesaria una acción urgente para contrarrestar estos factores, que han tenido consecuencias tan trágicas para la vida de las víctimas y sus familias y han obscurecido tanto la luz del Evangelio, como no lo habían hecho siglos de persecución” (n4). Son palabras muy precisas y adecuadas, que si las hacemos nuestras serán camino seguro para evitar estos y otros males en el futuro de la Iglesia

Qué somos los sacerdotes
2. Recientemente el Papa Benedicto XVI ha dado a los seminaristas de Roma una Lectio Divina meditando un texto de la carta a los Hebreos. En ella hace una magnifica y clara descripción, muy adecuada al tiempo que vivimos, de qué somos nosotros, lo sacerdotes de la nueva ley. Dice el Pontífice que “el autor de la carta a los Hebreos descubrió una cita del salmo 110, 4 que hasta ese momento había pasado desapercibida: “Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec”. Esto significa que Jesús no sólo cumple la promesa davídica, la espera del verdadero rey de Israel y del mundo, sino que realiza también la promesa del verdadero Sacerdote. (…) El autor de la carta a los Hebreos, al descubrir este versículo, comprendió que en Cristo están unidas las dos pro-mesas: Cristo es el verdadero Rey, el Hijo de Dios -según el salmo 2, 7 que cita- pero es también el verdadero Sacerdote”(Lectio Divina, 18 de febrero de 2010).

“Veamos ahora, en la medida de lo posible, cada elemento acerca del sa-cerdocio. De la Ley, del sacerdocio de Aarón aprendemos dos cosas, nos dice el autor de la carta a los hebreos: para ser realmente mediador entre Dios y el hombre, el sacerdote debe ser hombre. Esto es fundamental y el Hijo de Dios se hizo hombre precisamente para ser sacerdote, para poder realizar la misión del sacerdote. Debe ser hombre, pero por sí mismo no puede hacerse mediador hacia Dios. El sacerdote necesita una autorización, una institución divina, y sólo perteneciendo a las dos esferas -la de Dios y la del hombre- puede ser mediador, puede ser “puente”. Esta es la misión del sacerdote: combinar, conectar estas dos realidades aparentemente tan separadas, es decir, el mundo de Dios -lejano a nosotros, a menudo desconocido para el hombre- y nuestro mundo humano. La misión del sacerdocio es ser mediador, puente que enlaza, y así llevar al hombre a Dios, a su redención, a su verdadera luz, a su verdadera vida”.(Ibidem)

Desde esta primera afirmación el Papa va ahora a otro punto medular y afirma “por lo tanto, el sacerdote debe estar de la parte de Dios, y solamente en Cristo se realiza plenamente esta necesidad, esta condición de la mediación. Por eso era necesario este Misterio: el Hijo de Dios se hace hombre para que haya un verdadero puente, una verdadera mediación. Los demás deben tener al menos una autorización de Dios o, en el caso de la Iglesia, el Sacramento, es decir, introducir nuestro ser en el ser de Cristo, en el ser divino. Sólo podemos realizar nuestra misión con el Sacramento, el acto divino que nos crea sacerdotes en comunión con Cristo. Y esto me parece un primer punto de meditación para no-sotros: la importancia del Sacramento. Nadie se hace sacerdote por sí mismo; sólo Dios puede atraerme, puede autorizarme, puede introducirme en la participación en el misterio de Cristo; sólo Dios puede entrar en mi vida y tomarme en sus manos. Este aspecto del don, de la precedencia divina, de la acción divina, que nosotros no podemos realizar, esta pasividad nuestra -ser elegidos y tomados de la mano por Dios- es un punto fundamental en el cual entrar. Debemos volver siempre al Sacramento, volver a este don en el cual Dios me da todo lo que yo no podría dar nunca: la participación, la comunión con el ser divino, con el sacerdocio de Cristo”.(Ibidem)

Con su lenguaje directo el Santo Padre saca de este acontecimiento fontal varias conclusiones “Hagamos – dice -que esta realidad sea también un factor práctico de nuestra vida: si es así, un sacerdote debe ser realmente un hombre de Dios, debe conocer a Dios de cerca, y lo conoce en comunión con Cristo. Por lo tanto, debemos vivir esta comunión; y la celebración de la santa misa, la oración del Breviario, toda la oración personal, son elementos del estar con Dios, del ser hombres de Dios. Nuestro ser, nuestra vida, nuestro corazón deben estar fijos en Dios, en este punto del cual no debemos salir, y esto se realiza, se refuerza día a día, también con breves oraciones en las cuales nos unimos de nuevo a Dios y nos hacemos cada vez más hombres de Dios, que viven en su comunión y así pueden hablar de Dios y guiar hacia Dios”

Pero como Cristo, el sacerdote de la nueva ley es hombre. “Hombre en todos los sentidos, es decir, debe vivir una verdadera humanidad, un verdadero humanis-mo; debe tener una educación, una formación humana, virtudes humanas; debe desarrollar su inteligencia, su voluntad, sus sentimientos, sus afectos; debe ser realmente hombre, hombre según la voluntad del Creador, del Redentor, porque sabemos que el ser humano está herido y la cuestión “qué es el hombre” queda ofuscada por el hecho del pecado, que ha herido hasta lo más intimo la naturaleza humana. Así se dice: “ha mentido”, “es humano”; “ha robado”, “es humano”; pero este no es el verdadero ser humano. Humano es ser generoso, es ser bueno, es ser hombre de justicia, de prudencia verdadera, de sabiduría. Por tanto, salir, con la ayuda de Cristo, de este ofuscamiento de nuestra naturaleza para alcanzar el verdadero ser humano a imagen de Dios, es un proceso de vida que debe comenzar en la formación al sacerdocio, pero que después debe reali-zarse y continuar en toda nuestra vida. Pienso que las dos cosas fundamentalmente van juntas: ser de Dios, estar con Dios, y ser realmente hombre, en el verdadero sentido que ha querido el Creador al plasmar esta criatura que somos nosotros.”( Ibidem)

“Ser hombre: la carta a los Hebreos subraya nuestra humanidad de un modo que nos sorprende, porque dice: debe ser una persona con “compasión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en flaqueza” (5, 2) y también -todavía mucho más fuerte- “habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte, fue escuchado por su temor reverencial” (5, 7). Para la carta a los hebreos un elemento esencial de nuestro ser hombre es la compasión, el sufrir con los demás: esta es la verdadera humanidad. No es el pecado, porque el pecado nunca es solidaridad, sino que siempre es falta de solidaridad, es vivir la vida para sí mismo, en lugar de darla. La verdadera humanidad es participar realmente en el sufrimiento del ser humano, significa ser un hombre de compasión -metriopathein, dice el texto griego-, es decir, estar en el centro de la pasión humana, llevar realmente con los demás sus sufrimientos, las tentaciones de este tiempo: “Dios, ¿dónde estás tú en este mundo?”(ibidem)

“Esta humanidad del sacerdote no responde al ideal platónico y aristotélico, según el cual el verdadero hombre es el que vive sólo en la contemplación de la verdad, y así es dichoso, feliz, porque tiene amistad sólo con las cosas hermo-sas, con la belleza divina, pero “el trabajo” lo hacen otros. Eso es una suposición, mientras que aquí se supone que el sacerdote, como Cristo, debe entrar en la miseria humana, llevarla consigo, visitar a las personas que sufren, ocuparse de ellas, y no sólo exteriormente, sino tomando sobre sí mismo interiormente, recogiendo en sí mismo, la “pasión” de su tiempo, de su parroquia, de las personas que le han sido encomendadas. Así mostró Cristo el verdadero humanismo. Ciertamente su corazón siempre está fijo en Dios, ve siempre a Dios, siempre habla íntimamente con él, pero al mismo tiempo él lleva todo el ser, todo el sufrimiento humano, dentro de la Pasión. Hablando, viendo a los hombres que son pequeños, que andan sin pastor, sufre con ellos y nosotros los sacerdotes no podemos retirarnos en un Elíseo, sino que estamos inmersos en la pasión de este mundo y, con la ayuda de Cristo y en comunión con él, debemos intentar transformarlo, llevarlo hacia Dios”.(Ibidem)

Necesidad de sacerdotes.

3. En el reciente mensaje con ocasión de la Jornada Mundial por la Vocaciones, el IV Domingo de Pascua o llamado del Buen Pastor, el Santo Padre nos ha que-rido recordar que el testimonio el que suscita vocaciones. Nuestro testimonio sacerdotal. “La fecundidad de la propuesta vocacional, en efecto, depende primariamente de la acción gratuita de Dios, pero, como confirma la experiencia pastoral, está favorecida también por la cualidad y la riqueza del testimonio personal y comunitario de cuantos han respondido ya a la llamada del Señor en el ministerio sacerdotal y en la vida consagrada, puesto que su testimonio puede suscitar en otros el deseo de corresponder con generosidad a la llamada de Cristo. Este tema está, pues, estrechamente unido a la vida y a la misión de los sacerdotes y de los consagrados. Por tanto, quisiera invitar a todos los que el Señor ha llamado a trabajar en su viña a renovar su fiel respuesta, sobre todo en este Año Sacerdotal, que he convocado con ocasión del 150 aniversario de la muerte de san Juan María Vianney, el Cura de Ars, modelo siempre actual de presbítero y de párroco.(n.1) También la vocación de Pedro, según escribe el evangelista Juan, pasa a través del testimonio de su hermano Andrés, el cual, después de haber encontrado al Maestro y haber respondido a la invitación de permanecer con Él, siente la necesidad de comunicarle inmediatamente lo que ha descubierto en su “permanecer” con el Señor: “Hemos encontrado al Mesías -que quiere decir Cristo- y lo llevó a Jesús” (Jn 1, 41-42). Lo mismo sucede con Natanael, Bartolomé, gracias al testimonio de otro discípulo, Felipe, el cual comunica con alegría su gran descubrimiento: “Hemos encontrado a aquel de quien escribió Moisés, en el libro de la ley, y del que hablaron los Profetas: es Jesús, el hijo de José, el de Nazareth” (Jn 1, 45). La iniciativa libre y gratuita de Dios encuentra e interpela la responsabilidad humana de cuantos acogen su invitación para convertirse con su propio testimonio en instrumentos de la llamada divina. Esto acontece también hoy en la Iglesia: Dios se sirve del testimonio de los sacerdotes, fieles a su misión, para suscitar nuevas vocaciones sacerdotales y religiosas al servicio del Pueblo de Dios”

Que buscan los hombres y mujeres de nuestro tiempo en nosotros

4. “Elemento fundamental y reconocible de toda vocación al sacerdocio y a la vida consagrada es la amistad con Cristo. Jesús vivía en constante unión con el Padre, y esto era lo que suscitaba en los discípulos el deseo de vivir la misma experiencia, aprendiendo de Él la comunión y el diálogo incesante con Dios. Si el sacerdote es el “hombre de Dios”, que pertenece a Dios y que ayuda a conocerlo y amarlo, no puede dejar de cultivar una profunda intimidad con Él, permanecer en su amor, dedicando tiempo a la escucha de su Palabra. La oración es el primer testimonio que suscita vocaciones. Como el apóstol Andrés, que comunica a su hermano haber conocido al Maestro, igualmente quien quiere ser discípulo y testigo de Cristo debe haberlo “visto” personalmente, debe haberlo conocido, debe haber aprendido a amarlo y a estar con Él”.

Luego, “otro aspecto de la consagración sacerdotal y de la vida religiosa es el don total de sí mismo a Dios. Escribe el apóstol Juan: “En esto hemos conocido lo que es el amor: en que él ha dado su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos” (1 Jn 3, 16). Con estas palabras, el apóstol invita a los discípulos a entrar en la misma lógica de Jesús que, a lo largo de su existencia, ha cumplido la voluntad del Padre hasta el don supremo de sí mismo en la cruz. Se manifiesta aquí la misericordia de Dios en toda su plenitud; amor misericordioso que ha vencido las tinieblas del mal, del pecado y de la muerte. La imagen de Jesús que en la Última Cena se levanta de la mesa, se quita el manto, toma una toalla, se la ciñe a la cintura y se inclina para lavar los pies a los apóstoles, expresa el sentido del servicio y del don manifestados en su entera existencia, en obediencia a la voluntad del Padre (cfr Jn 13, 3-15). Siguiendo a Jesús, quien ha sido llamado a la vida de especial consagración debe esforzarse en dar testimonio del don total de sí mismo a Dios. De ahí brota la capacidad de darse luego a los que la Providencia le confíe en el ministerio pastoral, con entrega plena, continua y fiel, y con la alegría de hacerse compañero de camino de tantos hermanos, para que se abran al encuentro con Cristo y su Palabra se convierta en luz en su sendero. La historia de cada voca-ción va unida casi siempre con el testimonio de un sacerdote que vive con alegría el don de sí mismo a los hermanos por el Reino de los Cielos. Y esto porque la cercanía y la palabra de un sacerdote son capaces de suscitar interrogantes y conducir a decisiones incluso definitivas (cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal, Pastores dabo vobis, 39).

“Por último, un tercer aspecto que no puede dejar de caracterizar al sacerdote y a la persona consagrada es el vivir la comunión. Jesús indicó, como signo distintivo de quien quiere ser su discípulo, la profunda comunión en el amor: “Por el amor que os tengáis los unos a los otros reconocerán todos que sois discípulos míos” (Jn 13, 35). De manera especial, el sacerdote debe ser hombre de comunión, abierto a todos, capaz de caminar unido con toda la grey que la bondad del Señor le ha confiado, ayudando a superar divisiones, a reparar fracturas, a suavizar contrastes e incomprensiones, a perdonar ofensas. (…) si los jóvenes ven sacerdotes muy aislados y tristes, no se sienten animados a seguir su ejemplo. Se sienten indecisos cuando se les hace creer que ése es el futuro de un sacerdote. En cambio, es importante llevar una vida indivisa, que muestre la belleza de ser sacerdote. Entonces, el joven dirá:”sí, este puede ser un futuro también para mí, así se puede vivir” (Insegnamenti I, [2005], 354)”(Ididem).

Queridos sacerdotes y diáconos del presbiterio de San Bernardo. En estas breves explicaciones del Santo Padre, precisas y llenas de caridad, esta la esencia de nuestro ser sacerdotes. Frente al uso mediático, injusto y agresivo que se hace de casos lamentables y condenables, debemos nosotros dar el verdadero testimonio. Un testimonio de hombres que están siempre con Dios, que viven para él en una profunda amistad que se acrisola en la vida de oración y particularmente en la celebración de los santos misterios del Altar. El pueblo de Dios nos quiere a su lado, sin privilegio alguno, sin autoritarismo, sino estando con ellos como el que sirve. Hombres siempre disponibles, siempre dispuestos a servir, hasta el sacrificio. Los cristianos quieren vernos siempre en profunda comunión entre nosotros, una comunión que respetando las diversidades de carismas y maneras de ser, hace brillar la fraternidad que nos viene de compartir el sacerdocio de Cristo y tener un solo corazón y una sola alma.

Al renovar nuestras promesas sacerdotales, lloremos nuestros pecados e infidelidades, pero acojámonos a la misericordia de Dios que nos necesita como el fermento en medio de la masa. Ninguno tiene meritos para recibir el don, y sin embargo todos hemos sido llamados. Pongamos pues toda nuestra existencia al servicio de la gran misión que Dios no pide y pidamos a Maria, la Madre de los sacerdotes y al Cura de Ars, nuestro patrono, cumplir nuestro caminar terrenos con una vida en que nada escape a nuestro ser esencial: ser sacerdotes del Señor para el servicio de su pueblo y de todos los hombres.
Asi sea

+ Juan Ignacio González Errázuriz Obispo de San Bernardo

Catedral de San Bernardo, 31 de marzo de 2010