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Latidos del Año Sacerdotal

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El teólogo agustino P. Pedro Langa Aguilar, nos señala algunos puntos más sobresalientes en  este año de gracia.

Dichos latidos con ocasión del ciento cincuenta aniversario de la muerte de san Juan Bautista María Vianney, el santo Cura de Ars, no vienen a ser, por lo demás, sino el signo palpable de lo que reclama y supone el corazón mismo de la Iglesia. Escucharlos representa, pues, en frase de san Agustín, sentir a la Iglesia, sentir con la Iglesia y sentirse Iglesia. Es cuanto el P. Pedro Langa se propone hacer con estas reflexiones radiofónicas.

 

«EL AMOR DEL CORAZÓN DE JESÚS»

Solía repetir el santo Cura de Ars que «el sacerdocio es el amor del corazón de Jesús». Expresión conmovedora, sin duda, ya que reconoce el inmenso regalo de los sacerdotes, no sólo para la Iglesia, sino también para la misma humanidad. Sencilla expresión, por otra parte, para traer diaria memoria de tantos presbíteros que, reconocidos a la gracia y con humilde ánimo, repiten a menudo las palabras y los gestos de Jesús a los fieles cristianos y al mundo entero, identificándose con sus pensamientos, deseos y sentimientos, así como con su estilo de vida. Expresión, en fin, ideal para el recuerdo de tantos sacerdotes que, pese a las dificultades e incomprensiones, perseveran en su vocación de elegidos y enviados por Cristo.

Tampoco dejó de señalar el Papa, claro es, que la expresión evoca igualmente la herida abierta en el Corazón de Cristo y la corona de espinas que lo circunda. Es decir, el sufrimiento de muchos sacerdotes, porque participan de la experiencia humana del dolor en sus múltiples manifestaciones, o por las incomprensiones de los destinatarios de su ministerio: sacerdotes ofendidos en su dignidad, obstaculizados en su misión, a veces incluso perseguidos hasta el martirio.

APRENDER DEL CURA DE ARS

En la bella Oración para el Año Sacerdotal existe un fragmento, a todas luces inmediato y diáfano, que yo no me resisto a comentar. Dice así: «Haz que podamos aprender del santo Cura de Ars delante de tu Eucaristía; aprender cómo es simple y diaria tu Palabra que nos instruye, cómo es tierno el amor con el cual acoges a los pecadores arrepentidos, cómo es consolador abandonarse confidencialmente a tu Madre Inmaculada, cómo es necesario luchar con fuerza contra el Maligno». El citado fragmento, pues, adelanta que nuestro aprendizaje del santo Cura ha de hacerse a la luz de la Eucaristía. Con ello nos está diciendo implícitamente qué fue, qué significó y cómo discurrió la vida sacerdotal del santo Cura de Ars, don Juan Bautista María Vianney.

Las cuatro referencias sucesivas, por su parte, suministran un logrado compendio de teología del sacerdocio al que concurren la divina Palabra, la ternura evangélica de la reconciliación, el protagonismo de la mariología y, en fin, la fuerza de la Gracia. Cuatro puntos de plegaria, cuatro exigencias, cuatro requerimientos, cuatro columnas con que sustentar la cúpula basilical de ese grandioso edificio que es el ministerio, la vida y la devoción de los presbíteros.

OBJETIVOS DEL AÑO SACERDOTAL

Curtido en mil tareas académicas y habituado al protocolario exordio que suele abrir los estudios de licenciatura y los trabajos ya más rigurosos de tesis doctorales, el teólogo Ratzinger, hoy amado Papa nuestro Benedicto XVI, se preocupa siempre de largar por delante, para conocimiento de los fieles, de eso que en eclesiología denominamos Pueblo de Dios, cuáles son los fines y propósitos perseguidos al tomar una iniciativa de las proporciones que reviste un Año Sacerdotal ahora en curso, y antes el paulino, cuya clausura cayó por esas mismas fechas.

Esta vez lo hizo al inaugurar el evento el 19 de junio, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. «El objetivo de este Año Sacerdotal -adelantó- es renovar en cada uno de los presbíteros la aspiración a la perfección espiritual, de la que depende en gran medida la eficacia de su ministerio. Asimismo, esta iniciativa servirá para ayudar a los sacerdotes y a todo el Pueblo de Dios a volver a descubrir y reforzar la conciencia del don de gracia extraordinario e indispensable que supone el ministerio ordenado para quien lo ha recibido, para toda la Iglesia y para el mundo, que sin la presencia real de Cristo estaría perdido».