1. Su ideal monástico Importancia del papel de San Bernardo
Toda la historia eclesiástica de la segunda cuarta parte del siglo XII converge alrededor de la prodigiosa personalidad de san Bernardo. “Contar su vida, afirmaba Aquiles Luchaire, sería escribir la historia de las órdenes monásticas, de la reforma, de la teología ortodoxa, de las doctrinas heréticas, de la segunda cruzada, de los destinos de Francia, de Alemania y de Italia durante un período de cuarenta años”. De hecho, no hay acontecimiento en el que no haya estado mezclado san Bernardo: Oriente y Occidente, Iglesia y sociedad laica, clero secular y clero regular experimentaron la impronta de su genio; papas, obispos, reyes, Señores, labriegos, artesanos, por diversas razones, fueron reprendidos, moderados, flagelados, pero también reconfortados, exhortados, animados e inflamados por este monje ardiente e impetuoso, verdadero enviado de Dios para arrancar a los hombres de la iniquidad y del vicio y para impulsarlos a las más altas cumbres del ideal cristiano.
No se podría, pues, escribir la Historia de la Iglesia entre los años 1123 y 1153 sin pararse previamente ante este hombre extraordinario que, juzgando sólo por las apariencias, parecía nacido para la acción. Hombre de acción, san Bernardo lo fue, sobre todo, por la fuerza de las circunstancias, frecuentemente en contra de su voluntad y a pesar de él. Se creía destinado a la vida contemplativa y, cuando siendo adolescente renunció al mundo para entrar en Citeaux, no tenía otro pensamiento ni otro deseo que huir del mundo y entregarse en la soledad al servicio de Dios. Quiso ser monje, monje ante todo, monje siempre, aspirando sólo a la meditación de tas cosas divinas, a la práctica del ascetismo que, mortificando la carne y el espíritu, permite llegar a ese Jesús Crucificado que él considera como el resumen de su filosofía. Ante todo es un místico que se transformará, bajo el choque de las contingencias, en hombre de acción, o más bien en una fuerza espiritual casi única en los anales de la historia eclesiástica.
Entrada de San Bernardo en Citeaux
“El Señor, se lee en el Exordium magnum ordinis cisterciensis,3 habló al corazón de un hombre muy joven llamado Bernardo y, aunque era joven, noble, delicado e instruido, se abrasó con tan gran fuego de amor divino que, despreciando todos los placeres y las delicias del siglo, así como las dignidades eclesiásticas, se propuso, en el fervor de su alma, abrazar la vida rigurosa de los cistercienses”. La vocación monástica de san Bernardo está resumida en estas pocas líneas: en el origen se sitúa el “desprecio de las delicias del siglo” entre las que vivió durante los veintidós años de su juventud.
Nacido en 1090 en Fontaine-les-Dijon, san Bernardo pertenecía a una familia de la vieja nobleza burgoñona. Su padre, Tescelin, era caballero de Chatillon-sur-Seine; su madre, Alette, hija del Señor Bernardo de Montbard, parece que fue una mujer de alta virtud, pero murió cuando Bernardo apenas tenia dieciséis o diecisiete años. El futuro cisterciense vivió, en este hogar cristiano y unido, una juventud apacible y, si más tarde se llegó a reprochar a sí mismo el no haber sabido evitar peligrosas amistades (amicitiae inimicissimae) así parece que por humildad exageró el peligro que de esta manera corrió y que, en verdad, los placeres mundanos apenas lo rozaron sin que jamás empañaran su virtud. En abril de 1112, san Bernardo entra en Citeaux. Lleva allí a treinta de sus parientes y amigos a los que quiere comunicar el impulso de amor que le inflama. El claustro se le presenta como el único refugio donde puede responder a la llamada divina y, sin dudar, opta por Citeaux mejor que por Cluny, cuya riqueza exterior no dejaba de chocarle un poco y donde la regla benedictina había recibido suavizaciones contrarias a sus aspiraciones ascéticas. En Citeaux espera encontrar lo que vanamente había esperado encontrar en otra parte, es decir a Dios, a quien no ha podido llegar ni en el mundo, ni en la Escuela de Saint-Vorles, cerca de Chatillon-sur-Seine, donde se inició en la ciencia secular hasta llegar a ser un hombre de letras; decepcionado por los autores profanos, a los que por otra parte debe ese estilo alertado, vivo, con colorido, imaginativo, a veces irónico, que es el suyo, quiere alimentarse, no de la sabiduría antigua, sino del Evangelio y, como en Cluny correría de nuevo el riesgo de que lo captara este humanismo al que tiene horror, es en Citeuax donde irá a vivir en Dios, a unirse a él, conocerle mejor, siguiendo la disciplina benedictina. Tres años después de su entrada en el claustro, ha adquirido ya tal autoridad que se le encarga la dirección de los hermanos que, para despejar la abadía que ha llegado a ser muy numerosa, van a fundar una filial en el valle del Aube, en Claraval. Llegado a abad de Claraval, no por ello dejará de ser el tipo logrado de monje cisterciense.
San Bernardo, monje cisterciense
“Nunca se insistirá demasiado en este punto, ha escrito muy acertadamente Dom Berliere, esto es, que (san Bernardo) no es un escritor encerrado en su individualidad; es un monje que vive en una comunidad de monjes, que piensa como ellos, que actúa como ellos, que no se aparta nada del espíritu de la regla y de la práctica diaria de la regla”. Convencido de que no puede llegar a Dios por sus propias fuerzas, confía su alma a la regla benedictina para que la haga subir hacia las puras esferas de la contemplación. En el último artículo de la regla de san Benito habla podido leer esta frase sugestiva:
“Por tanto tú, quien quiera que seas, que apresuras tus pasos hacia la patria celestial, sigue hasta el final, con la ayuda de Cristo, esta mínima regla de iniciación que he escrito, y así llegarás finalmente, con la protección de Dios, a esas más altas cumbres de doctrina y de virtud que acabo de recordar. “12 Confiando en la palabra del padre de la vida monástica, san Bernardo pondrá en práctica sus enseñanzas con una minuciosidad escrupulosa.
Su ascetismo
El punto de partida de la ascensión mística de san Bernardo es la idea de que el amor de Dios que, en sí, es el único amor verdadero porque es expresión del reconocimiento del hombre para con el creador, es combatido en nosotros por otro amor, esencialmente egoísta, “el amor carnal”, que se puede definir como “el amor por el que el hombre se ama a sí mismo, por sí mismo y por encima de todas las cosas”. Penetrado del texto de san Pablo: El primer hombre, Adán, fue ser viviente; el último Adán, espíritu vivificante. Sin embargo, le primero no fue lo espiritual, sino lo puramente humano; después, lo espiritual. El primer hombre, hecho de le tierra, fue terreno; el segundo hombre es del cielo (I Cir. XV.46 ), persuadido de que si el amor camal es e primero de hecho, el amor de Dios es, al contrario, primero en derecho, san Bernardo estima, que, para llegar a este amor de Dios, el monje debe esforzarse ante todo por eliminar el amor carnal por la mortificación continua de los sentidos y del espíritu; en otros términos, es por el ascetismo como se puede llegar a la vida mística, pues el ascetismo suprime el amor inmoderado del cuerpo que retiene al alma alejada de Dios. También la vida monástica se presenta a san Bernardo como una vida de abstinencia, de ayuno, de trabajo o, mejor dicho, de perpetuo sacrificio. Siguiendo la expresión de que se sirve la regla benedictina es “por la dureza y por la; asperezas como se llega a Dios”; si se quiere perfeccionar el alma, antes es preciso” aligerar el cuerpo por la enmienda de los vicios y por la conservación de la caridad”. Apenas entrado en Citeaux, el joven señor que se ha hecho monje se pliega gozosamente a todos los rigores de la disciplina con una tendencia manifiesta acentuarlos más aún: comer hasta saciar el hambre constituye para él una forma de pecado de gula y se contenta con tomar, de la libra de pan y de los dos platos de legumbres a que tiene derecho por día, lo que es estrictamente necesario para no desfallecer; igualmente estima que dormir es una pérdida de tiempo, se priva por ello voluntariamente de sueño y critica con aspereza a los monjes que roncan, lo que es, dice, “dormir de una manera camal y a la manera de los seglares”; el desprecio de la limpieza, prescrito por la regla benedictina; que limita las abluciones y reduce al mínimo los cuidados corporales, le es más penoso, pero se atiene al mismo como los demás: in vestibus ei paupertas semper placuit, sordes numquam. San Bernardo no descuida, por otra parte, ninguna de las obligaciones de la regla: aunque poco preparado para el trabajo manual por su vida anterior, barre el claustro, lava las escudillas, parte leña y lleva al fuego, pero nunca llegará, a pesar de toda si buena voluntad, a conducir una carreta. Cuando llegue a ser en 1114 abad de Claraval, se impondrá tale mortificaciones que caerá enfermo y el obispo de Chalons, Guillermo de Champeaux, se verá obligado a ir; buscar en Citeaux poderes especiales para obligarle a cuidarse.
La humildad
Se podrían espigar en la biografía del santo, de Guillermo de Saint-Thierry, muchos otros detalles sobre este inagotable tema del ascetismo de Bernardo. Conforme a la regla benedictina, la mortificación de lo sentidos se acompaña en él de la mortificación del espíritu. En una de sus cartas insiste en el valor del sacrificio de la obediencia a un maestro como es el abad y ve en esta obligación esencial un medio de obligar al monje practicar la virtud fundamental de la humildad, verdadero medio de llegar a Dios. Ha escrito sobre este tema todo un tratado, De gradibus humilitatis, donde recoge la concepción de san Benito que compara la humildad, “virtud por la que el hombre se abaja gracias al conocimiento exacto de sí mismo”, a una escala cuyos doce escalones es preciso subir y cuyos lados son el cuerpo y el alma, mientras que la cima es Dios, aunque término de la humildad no es más que la verdad. Para llegar ahí nos es, preciso, ante todo, conocer nuestra propia miseria, “despreciar nuestra propia excelencia”, tomar conciencia de nuestra condición de imagen divina desfigurada, que es el mejor medio de elevarnos a Dios juzgándonos como él nos juzga, Y así, la humildad reviste para el monje un extraordinario valor educativo, fruto de esta regla benedictina que revela, una vez más, su profunda experiencia de la miseria humana.
La ciencia de la Sagrada Escritura
Una vez franqueado este grado, san Bernardo va a subir otro, tomando contacto con la Escritura. El ascetismo no excluye la ciencia, pero la ciencia, tal como la concibe san Bernardo, no se parece en nada a la de los dialécticos; para él, la razón no debe tratar de comprender lo que la fe le obliga a aceptar, y obedecer a este precepto es hacer acto de humildad. Denunciado en términos amargos el orgullo de Abelardo que “busca, dice, eliminar el mérito de la fe cristiana pensando que es preciso comprender con argumentos humanos todo lo que es Dios”, Aprender para saber le parece vergonzosa curiosidad o incluso comercio de las cosas espirituales, una forma de simonía (turpis curiositas, turpis questus, simonía). Opone a esta vana curiosidad la prudencia que busca las ciencias necesarias para la salvación, y éstas se reducen a una sola, el conocimiento de la Escritura. ‘Pedro, Andrés, los hijos del Zebedeo y sus otros discípulos no han sido escogidos dentro de una escuela de retórica o de filosofía, y es sin embargo a través suyo cómo el Salvador ha cumplido su obra de salvación”. Como ellos, el monje cisterciense, en lugar de trabajar para comprender, en lugar de leer a Platón o Aristóteles, entrará en la escuela de Cristo, pues no se llega al Padre sino por el Hijo, no se llega a Dios sino por Cristo: he ahí una de las características de la espiritualidad de san Bernardo, siempre de acuerdo con la regla benedictina que manda a los monjes actuar sólo por amor de Cristo, sufrir con él, no tener nada que se quiera más que a él.
La escuela de Cristo
Fiel a este pensamiento, san Bernardo se dedicará en primer lugar a ver los misterios, la vida de Cristo, tal como se desprende de la Sagrada Escritura. “Quien quiera que esté lleno de este amor, se deja conmover fácilmente por todo lo que se refiere al Verbo hecho carne. No hay nada que escuche más gustosamente, nada que lea con mayor satisfacción, nada que medite con mayor suavidad. De ahí esos holocaustos de plegarias que salen de la abundancia del corazón. Cuando ora, la imagen sagrada del Hombre-Dios está ante él: la ve nacer, crecer, enseñar, morir, resucitar, subir al cielo, y todas estas imágenes alumbran necesariamente en su corazón el amor de la virtud y apaciguan los malos deseos. También estoy persuadido de que, si el Dios invisible ha querido mostrarse en la carne y conversar humanamente con los hombres, era principalmente para atraer sobre su afecciones de las almas carnales que no sabían amar más que a la carne y para conducidas así, insensiblemente, al amor espiritual.” Sin embargo, este amor, por su carácter sensible, tiene aún algo de carnal, pues, a consecuencia del pecado original que ha hecho necesaria la encarnación, es a través de la humanidad de Cristo como se llega a su divinidad. Es preciso purificar este amor de lo que pudiera tener de demasiado material e, iluminándolo por los datos de la fe, hacerlo más espiritual para llegar a esos estados místicos a los que quiere llegar san Bernardo.
Meditación y oración
Por eso la lectura es inseparable de la meditación a la que precede y que la prepara. La Escritura revela las etapas de la peregrinación de Cristo entre los hombres; por la meditación podemos comulgar más con esta vida Cristo, ponderar su lugar en la economía divina, y la meditación engendra a la oración que va a elevar al monje hasta Dios. En ninguna parte ha expuesto su pensamiento mejor que en un sermón con motivo de la fiesta de san Andrés: “Subamos, con la ayuda de la meditación y de la plegaria que serán, en cierta manera, nuestros dos pies. La meditación nos enseña lo que nos falta y la oración nos lo consigue. La meditación nos enseña la vida y la plegaria nos hace andar por ella. La meditación, en fin, nos hace conocer los peligros que -os amenazan y la oración nos los hace evitar por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo.”
La contemplación
Así, lectura, meditación, oración, dirigen al monje mortificado y humilde, completamente lleno de la ciencia de las Escrituras, hacia la contemplación, fin supremo de la vida monástica, goce de la verdad. San Bernardo ha legado, por etapas sucesivas, a la más alta cumbre de la escala que lleva a Dios. El amor del Verbo Encarnado contenía aún algo corporal; ahora la penitencia, la meditación y la plegaria han completado su obra; el alma purificada, pacificada, despojada de elementos materiales que podrían hacerla desfallecer, ornamentada con todas las virtudes, reconfortada con la divina medicina que da la oración, abrasada y embalsamada por la gracia, puede dilatarse a gusto, “arder en amor de ese Dios” “que adivina y siente más que ve” quien vive en la contemplación. Sin duda, es en los comentarios al Cantar de los Cantares donde san Bernardo ha definido más elocuentemente lo que entiende por este amor puramente espiritual: “Es el cántico del amor: nadie podría cantarlo, si la unción no se lo hubiera enseñado. No es gemido de la boca, es himno del corazón; no es ruido de labios, es movimiento de gozo; son las voluntades las que están unidas y no las palabras. No se le oye desde fuera; no resuena en público; nadie, excepto la que canta a quien ella canta, la esposa y el esposo, lo oye. Es un canto nupcial donde están expresadas los castos y deliciosos abrazos de las almas, la coincidencia de sentimientos y la mutua correspondencia de los afectos. El alma novicia no lo conoce. Para cantarlo es preciso que haya llegado a la edad perfecta, a la edad núbil y que por sus virtudes se haya hecho digna del esposo…” ¿Qué hay más delicioso que esta unión? ¿Qué hay más deseable que esta caridad que acerca al alma con el Verbo y la hace tan familiar que se atreve a manifestarle todos sus deseos? Ahí está ciertamente el vínculo del santo matrimonio; vínculo es decir poco; es su intimidad, su fusión, una fusión en que dos espíritus no son más que uno por la unión misma de las voluntades exaltadas hasta la unidad… Cuando ama Dios, no quiere .más que una cosa, ser amado, y sólo ama para que se le ame, sabiendo que el amor hará dichosos a todos los que le amen. Es una gran cosa el amor.”
El amor de Dios
Todo san Bernardo está en esta frase última: ha amado a Dios sin medida, hasta aniquilarse en él, hasta no tener más voluntad que la suya; ha querido gozar de este amor sin traba alguna, en un retiro en el que el alma alejada de todo, queda a solas con el dueño soberano de un estado de encantamiento y de éxtasis que sólo se puede alcanzar lejos de todo ruido del mundo exterior, en la soledad y el silencio de una celda monástica. San Bernardo ingresó en Citeaux para realizar este ideal y hay que convenir en que llegó plenamente a sus fines: este monje de cuerpo extenuado por las vigilias y consumido por múltiples ayunos, de espíritu domado por la práctica ardiente y continua de la humildad, con el alma empapada por las enseñanzas evangélicas, es, sin duda, el místico más perfecto que ha producido la V religión cristiana, un místico que se guarda con horror de las sutilezas de la dialéctica y que, no teniendo más alimento intelectual que la Escritura y la literatura ascética, ha llegado a abismarse hasta tal grado en la contemplación divina que ha llegado desde aquí abajo a probar la visión beatífica; nadie como él ha conocido los goces inaccesibles de puro amor en el que no ha dejado de complacerse, considerando todos los demás como inútiles y vanos.
La acción exterior
Y, sin embargo, este místico, a quien su deseo de contemplación debería haber amarrado a su celda desnuda y austera, después’ de quince años de vida monástica, pasará los últimos veinticinco años de su existencia por carreteras y caminos. Se le encontrará en todas partes, en Francia, en Italia, en Alemania, en Inglaterra. Discutirá con los herejes, confundirá a los cismáticos, amonestará a obispos, Señores y reyes, aconsejará a papas, predicará la cruzada. Parece haber en ello una verdadera paradoja, y uno queda un poco desconcertado por esta acción exterior en cualquier instante que parece en contradicción con el ideal monástico tan exclusivo de san Bernardo. Sin embargo, la paradoja es sólo aparente y hay, en realidad, dentro de este camino con aspectos tan variados, una profunda. Se advertirá en primer lugar, que cuando san Bernardo interviene en los asuntos de la Iglesia y de la Cristiandad, es, ante todo, por obediencia y de ninguna manera por ambición o por afán de ponerse en primer plano. Jamás saldrá de su monasterio si no es por orden de su obispo o de un legado pontificio y no, parece ser, sin cierta repulsa. No opondrá, es verdad, en la mayor parte de los casos, una resistencia cerrada a las invitaciones que se le hacen, pues no actúa solamente por obediencia, sino por v amor a las almas: es su concepción de la caridad la que explica por qué entró en el claustro y por qué salió tan frecuentemente de él.
El amor al prójimo
La teología católica enseña que el amor al prójimo es inseparable del amor de Dios. San Bernardo está empapado de esta verdad: no es sólo para provecho personal para lo que el monje ha recibido de Dios el gran don del amor; sería egoísta guardarlo para sí sólo y no extenderlo alrededor de sí tratando de conquistar las almas para Dios.
Esta idea está desarrollada con mucha fuerza en el sermón dieciocho sobre el Cantar de los Cantares, enteramente consagrado a las condiciones necesarias para el apostolado. Bernardo considera que los dones del Espíritu Santo pueden reducirse a dos grupos: por una parte, las gracias interiores por las que llegamos a salvamos a nosotros mismos y que él designa con el nombre de “infusión divina”, y por otra, la efusión, es decir, los dones exteriores que servirán para ganar a las almas para Dios, e insiste en la obligación que tenemos de no guardar para nosotros lo que hemos recibido para los demás:
“Guardáis ciertamente para vosotros lo que pertenece a vuestro prójimo si, teniendo el alma no solamente desbordante de virtudes, sino incluso externamente adornada con los dones de la ciencia y de la elocuencia reprimís, por temor, por pereza o por humildad indebida, una palabra que podría servir a varios, si guardáis un silencio infecundo e incluso condenable. Debéis, en efecto, ser llamados malditos los que ocultáis al pueblo vuestro trigo en lugar de distribuirlo con liberalidad. “Sin embargo, no sería menos criminal entregarse al apostolado antes de una preparación interior seria:
“Por el contrario, disipáis y perdéis lo vuestro si, antes de haber recibido plenamente la infusión divina, os apresuráis a esparciros, violando así la ley divina que prohíbe hacer labrar al primer buey de una vaca y esquilar al primer cordero de una oveja. Os priváis con seguridad de la vida y de la salvación que pretendéis llevar a los otros cuando actuáis así, inflados de vana gloria o infectados de un veneno de terrestre avidez, interiormente inflamados por un tumor mortal.” y san Bernardo concluye:
“Aprended, pues, a no repartir más que los dones de los que estáis llenos y no seáis más liberales que Dios a propósito de la plenitud de quien hemos recibido todo. Que el estanque imite a su fuente. La fuente no fluye en riachuelos y se extiende hacia un lago sino después de haberme colmado con sus propias aguas… No tenga vergüenza el estanque de no estar más lleno que su propia fuente… Llenaos primero y, solamente después de haberlo hecho, es cuando sedaréis con repartirlo. Una caridad benevolente y prudente tiene costumbre de sobreabundar, pero no de agotarse.” De este modo, “la infusión” debe ser anterior a la “efusión” la humildad, la castidad, la obediencia, la mortificación, la contemplación, son las fuentes de la Caridad pero, en el momento en que estas fuentes tengan una alimentación suficiente, deberán volcarse abundantemente:
“Predicad, pues, fructificad, renovad los prodigios, llenad de asombro todas las maravillas. Yo no hay lugar para la vanidad en un corazón que posee la caridad, pues la caridad es la plenitud de la ley y del corazón, al menos si es verdaderamente completa. Dios es caridad y nada hay que pueda colmar mejor a la creatura hecha a la imagen de Dios que Dios que es caridad y que sólo El es mayor que ella.”
Acción reformadora de san Bernardo
De este modo, la conclusión de la vida contemplativa, es la acción, pero una acción que no podrá comenzar más que el día en que el apóstol haya adquirido la plenitud de la caridad. San Bernardo no se excluyó de esta obligación del alma que tiene la posesión de Dios. Durante toda su vida se adaptó a los preceptos expuestos en el sermón que acabamos de citar. Su acción exterior ha sido considerada, con razón, como prodigiosa por los historiadores modernos, pero ¿tuvo san Bernardo conciencia de ello? Puede dudarse. A pesar se que domina con su poderosa personalidad, como veremos en las páginas siguientes, todo el período de la Historia de la Iglesia que va desde el advenimiento de Honorio II hasta la muerte de Eugenio III, a pesar también de que dirige los acontecimientos y los hombres, incluyendo a los papas, no parece que jamás se le ocurrió la idea de que cumplía una misión divina; este monje, que inflamó las masas, que llegó a muchos corazones, que convenció a muchos herejes, que llevó al redil a muchos cismáticos, que sugirió reformas dignas de honor por su sentido práctico tanto como por su espíritu de fe, murió probablemente sin haberse dado cuenta del papel primordial que desarrolló en la Cristiandad, pues tan unido estaba a Dios, cuya voluntad trataba únicamente de cumplir, que no solamente no experimentó nunca una ambición personal ni intrigó para obtener una dignidad eclesiástica, sino que siempre fue el monje contrito y humillado que, después de cada una de sus misiones que se le habían confiado, volvía a sumergirse en la soledad del claustro y en la contemplación divina.
En una palabra, San Bernardo es, ante todo, siguiendo el programa que ha trazado en varios de sus sermones, un alma que irradia, que lleva a los otros, bajo formas variadas al Dios que ha encontrado en su celda, que quiere infundir en una sociedad cristiana por su fe, pero demasiado frecuentemente pagana por sus costumbres, el espíritu monástico capaz de regenerarla y de mantenerla en los caminos de salvación.
También san Bernardo, durante la segunda cuarta parte del siglo XII, va a continuar la acción reformadora de Gregorio Vil y de Urbano II, adaptándola a una situación a veces diferente, superando los obstáculos que se levantan contra ella, y llevándola a término con un extraordinario sentido de la realidad que lleva la impronta de su vasta inteligencia. Esta misma acción se alimenta con un cierto número de ideas directrices que es preciso definir antes de ver sus aplicaciones sucesivas a través de los acontecimientos.