Publicamos la carta del mes de julio que envío Monseñor Juan Ignacio González a los sacerdotes de la Diócesis con motivo de la inauguración del Año Sacerdotal y la Misión diocesana
Queridos sacerdotes
1. El pasado 29 de junio, en la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, iniciamos el recorrido del Año Sacerdotal al que el Papa Benedicto XVI ha convocado a toda la Iglesia. Será un tiempo de gracia particularmente para nosotros sacerdotes; pero debe ser también un tiempo de respuesta mas fiel a la consagración y misión a la que hemos sido llamado por el Señor. Consagración, es decir la completa identificación de todo nuestro ser con la vocación recibida. Misión, es decir la total dedicación al trabajo ministerial para el que hemos sido ordenados y que a cada uno se ha encargado. El Año Sacerdotal tiene su desarrollo en medio de la Misión diocesana y en este sentido será una buena oportunidad para poner especial atención al hecho, destacado en las orientaciones, de que son los sacerdotes los encargados de guiar y orientar la misión, especialmente en esta primera etapa de “conversión y crecimiento en el amor a Dios”.
2. Ya han pasado algunos meses desde que se entregaron esas orientaciones y creo que es necesario que cada uno de nosotros se pregunte acerca de la profundidad con que hemos asumido esas orientaciones en nuestro trabajo pastoral con aquellas personas y grupos que forman en núcleo más próximo de nuestros colaboradores. Como sabemos, la profundidad de nuestro trabajo pastoral depende de la profundidad de nuestra vida interior y de nuestra identificación con Cristo, el Único sacerdote. Por eso el primer aspecto esencial de nuestra misión diocesana somos nosotros mismos. En la charla sobre el Método del Cura de Ars, que entregue a todos los sacerdotes en nuestra última reunión de presbiterio, me referí a varios aspectos de la carta del Santo Padre a los sacerdotes con ocasión del inicio del este año sacerdotal.
Nos decía el Papa: “queridos hermanos en el Sacerdocio, pidamos al Señor Jesús la gracia de aprender también nosotros el método pastoral de san Juan María Vianney. En primer lugar, su total identificación con el propio ministerio. En Jesús, Persona y Misión tienden a coincidir: toda su obra salvífica era y es expresión de su “Yo filial”, que está ante el Padre, desde toda la eternidad, en actitud de amorosa sumisión a su voluntad. De modo análogo y con toda humildad, también el sacerdote debe aspirar a esta identificación. Aunque no se puede olvidar que la eficacia sustancial del ministerio no depende de la santidad del ministro, tampoco se puede dejar de lado la extraordinaria fecundidad que se deriva de la confluencia de la santidad objetiva del ministerio con la subjetiva del ministro. El Cura de Ars emprendió en seguida esta humilde y paciente tarea de armonizar su vida como ministro con la santidad del ministerio confiado, “viviendo” incluso materialmente en su Iglesia parroquial: “En cuanto llegó, consideró la Iglesia como su casa… Entraba en la Iglesia antes de la aurora y no salía hasta después del Ángelus de la tarde. Si alguno tenía necesidad de él, allí lo podía encontrar”, se lee en su primera biografía”.
Quisiera que en este mes de inicio de este año de gracia todos nos preguntáramos acerca de este empeño y determinación personal por ser verdaderamente otro Cristo, sin conformismos tan propios del paso de los años, sin minimalismo espirituales que anulan muchas veces la gracia y la acción de Dios en medio del pueblo cristiano, sin pesimismos que pueden venir como consecuencia de las realidades que nos toca vivir. Debemos preguntarnos todo si acaso nuestro corazón y nuestra inteligencia están completamente entregados a la obra de la salvación, sin que otros pensamientos o deseos quiten algo de tiempo de esa consagración y misión que hemos recibido.
Dice el Directorio para el ministerio y vida de los presbíteros: “en cuanto reúne la familia de Dios y realiza la Iglesia-comunión, el presbítero pasa a ser el pontífice, aquel que une al hombre con Dios, haciéndose hermano de los hombres a la vez que quiere ser su pastor, padre y maestro. Para el hombre de hoy, que busca el sentido de su existir, el sacerdote es el guía que lleva al encuentro con Cristo, encuentro que se realiza como anuncio y como realidad ya presente – aunque no de forma definitiva – en la Iglesia. De ese modo, el presbítero, puesto al servicio del Pueblo de Dios, se presentará como experto en humanidad, hombre de verdad y de comunión y, en fin, como testigo de la solicitud del Único Pastor por todas y cada una de sus ovejas. La comunidad podrá contar, segura, con su dedicación, con su disponibilidad, con su infatigable obra de evangelización y, sobre todo, con su amor fiel e incondicionado. (n.30). En resumen, cada uno ha de preguntarse en su oración personal si acaso los hombres y mujeres, jóvenes y niños nos ven como hombres de Dios. “Es preciso que los hombres vean en nosotros a los ministros de Cristo y a los administradores de los misterios de Dios. (Cor 4, 1.).
3. Esta primera etapa de nuestra Misión diocesana exige un trabajo muy específico con los laicos que están más cerca cada uno de ustedes. También en este aspecto debemos reflexionar, pues asumiendo que se trata de una tarea compleja la de integrar verdaderamente a muchas personas a ese núcleo mas cercano a cada sacerdote y párroco, es imprescindible hacerlo y vencer las dificultades y complicaciones que se encontraran. El Papa en su carta nos decía: “su ejemplo – el del Cura de Ars -me lleva a poner de relieve los ámbitos de colaboración en los que se debe dar cada vez más cabida a los laicos, con los que los presbíteros forman un único pueblo sacerdotal y entre los cuales, en virtud del sacerdocio ministerial, están puestos “para llevar a todos a la unidad del amor: ‘amándose mutuamente con amor fraterno, rivalizando en la estima mutua’ (Rm 12, 10)”[10]. En este contexto, hay que tener en cuenta la encarecida recomendación del Concilio Vaticano II a los presbíteros de “reconocer sinceramente y promover la dignidad de los laicos y la función que tienen como propia en la misión de la Iglesia… Deben escuchar de buena gana a los laicos, teniendo fraternalmente en cuenta sus deseos y reconociendo su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad humana, para poder junto con ellos reconocer los signos de los tiempos”.
Ruego a todos meditar estas breves ideas, encomendado a la Virgen del Carmen, la primera misionera, que nos ayude a descubrir los caminos personales y eclesiales para ser más fieles a la consagración y misión que hemos recibido.
Con mi afectuosa bendición
+ Juan Ignacio
San Bernardo, 11 de julio de 2009