Hace algún tiempo, cuando se hacia campaña para la aprobación de la ley de divorcio, escribí que se empezaba por el divorcio pero luego vendría la legislación del aborto, la eutanasia, la legalización del matrimonio entre homosexuales. Para decirlo no se necesitaba ser profetas. Aunque quienes hablan como voceros de los grupos políticos que promueven el “cambio cultural” alegan en un momento que no está en su proyecto lanzar esos temas, los que no tienen esa representatividad se encargan de decirlo claramente, y así van preparando el ambiente.
Esas leyes se aprueban siempre con serias advertencias de que se refieren a casos especialísimos y gravísimos. Al poco tiempo, se exige la libertad en su aplicación porque de lo contrario se cometería discriminación.
Así fue con la ley de divorcio. Así es ahora con la “píldora del día después”. En este caso se trata evidentemente de ir abriendo camino hacia la despenalización del aborto, porque el Levonorgestrel que desde un tiempo se vende con el nombre Postinor-2 para evadir la prohibición que se dictó para su venta, es en ciertos casos abortiva. La primera medida de la nueva ministra de salud ha sido “universalizar la distribución de la píldora del día después” para garantizar la plena igualdad.
Los argumentos que tiene la Iglesia contra el uso del Levonorgestrel-Postinor 2, son de sobra conocidos. Pero estamos frente a un proyecto concertado con raíces ideológicas, que busca un “cambio cultural” que implica la renuncia a los valores cristianos.
Los frutos de ese cambio cultural aparecen patentes en el testimonio de una joven que encontró su “salvación” en el Postinor 2. (El Sur, 24.03,p.7). Ella tenía un “amigo” con el que carreteaba todos los fines de semana. Bebían “hasta quedar completamente ebrios”. En una “de esas borracheras”, las cosas “se dieron”, y al otro día “se dio cuenta” de que habían tenido relaciones. Entonces, al percatarse de que estaba en período fértil “se desesperó”. Un médico le dió la solución: tomó Postinor 2.
Pasó la pesadilla, pero, según su propia declaración, su conciencia no está tranquila. “Siempre tendré la duda -dice- de si maté o no a un ser vivo” (que por lo demás, sería su hijo). De ahí que está decidida a no tomar más esa píldora. Es la reacción de esa parte sana que todo ser humano conserva, en algún grado, en su conciencia moral, pese a sus errores, debilidades o incluso crímenes. Pero el “cambio cultural” ya esta arraigado. Ella, después de esta experiencia traumática ha aprendido a ser “responsable”. ¿Cómo entiende ella la responsabilidad; y en una materia tan seria como la sexualidad que, como ella ha podido comprobarlo, sorprendida, tiende por su misma naturaleza a la donación de la vida, es decir, a la expresión más alta del amor? Ella se siente responsable porque ahora toma pastillas anticonceptivas. Podrá seguir teniendo relaciones, si “se dan las cosas”, “completamente ebria”, sin darse cuenta de lo que está haciendo, pero no tendrá sorpresas tan desestabilizadoras de su salud mental, como la de darse cuenta de que es madre.
¿Esta es la cultura que queremos? ¿Estos son los “nuevos” valores? ¿El “nuevo” concepto de “responsabilidad”?
De “nuevos”, desde luego, no tienen nada. Es la regresión a las antiguas prácticas eróticas orgiásticas, sólo que desconectadas de cualquier sentido “religioso”. Es decir, sin sentido alguno. Los sacerdotes que atendemos jóvenes que no pocas veces llegan llorando, sabemos muy bien los dramas que esta seudoliberación acarrea.
En su mensaje de Cuaresma, el Papa Benedicto XVI, llama a todos los cristianos a colaborar en la búsqueda de una “globalización que ponga en el centro el verdadero bien del hombre, y así, lleve a la paz auténtica”, personal y social. Hoy día -dice el Papa- la Iglesia siente que “su tarea propia consiste en pedir a quien tiene responsabilidades políticas y ejerce el poder económico y financiero que promueva un desarrollo basado en el respeto de la dignidad de todo hombre…” La Iglesia, en el marco de una efectiva libertad religiosa, reivindica el derecho a contribuir a la edificación de un mundo animado por el verdadero amor (tema de la primera encíclica de Benedicto XVI), del que surgen los valores , las respuestas y las motivaciones éticas que verdaderamente pueden salvar al hombre.
Esto es lo que la Iglesia tiene la misión de anunciar. Pero esta misión no termina en las declaraciones de la jerarquía eclesiástica. Es un deber de todo cristiano consciente de lo que significa la fe que profesa. Todo cristiano – dice el Papa – basado en los criterios que emanan de la fe, “deben aprender a valorar también con sabiduría los programas de sus gobernantes”, lo que significa expresar pública y democráticamente su juicio al respecto.
Lamentamos tener que decir que esta primera medida anunciada por el nuevo gobierno no apunta al verdadero bien del hombre. Bajo la ilusión de una mayor libertad y equidad va contra la vida misma. Es tiempo de que cada cristiano y, de manera especial los políticos que llevan ese nombre, asuman posturas claras en materias tan intrínsecamente vinculadas con la fe que profesan y de tan graves consecuencias para las personas y para la sociedad.
Esto no es inmiscuirse en las decisiones morales de las personas, sino que se refiere a los valores de vida que en forma no declarada van siendo promovidos, desde el más alto nivel, por medidas de evidentes y graves connotaciones éticas. Medidas que no se discuten seriamente, pero cuyos efectos se van haciendo presentes en la sociedad.
† Antonio Moreno Casamitjana