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Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

hurtadoLa Eucaristía 

Durante muchos siglos la humanidad ha tratado de reconquistar la divinidad perdida. Lo ha intentado por la violencia pretendiendo dominar al mundo y reducirlo a la esclavitud. Mujeres, jóvenes y niños han sido sus víctimas, pero al fin no podía menos de decir: ¡mañana moriremos! Otros pretendieron divinizarse por la sabiduría: estudiaron y discutieron, y al fin desesperados, llegaron a dudar de la existencia de todo saber: tal es el escepticismo antiguo, el pragmatismo y el relativismo de nuestros días.

Almas más nobles comprendieron que si el hombre no podía solo llegar hasta Dios; quizá Dios querría bajar hasta él. Para conseguirlo, le ofrecieron sus mejores dones para recordar a Dios que comprendían sus debilidades, sus faltas, sus pecados. Segregaron hombres que sirvieran de intermediarios entre ellos y Dios: los llamaron sacerdotes. Su misión era el sacrificio. Esta tentativa tampoco tuvo resultado, pues el sacerdote era un hombre como los demás y no podía unirlos con Dios. El altar del sacrificio no era Dios, sino un puro símbolo. La víctima ofrecida jamás fue precio digno para redimir al hombre de la ofensa hecha al propio Dios. Las religiones todas, antes de la venida de Jesús, fueron una hermosa aspiración de unir al hombre con Dios, pero nada más. Esa unión no se lograba. La raza humana necesitaba un Salvador y los hombres cumbres de los antiguos pueblos griegos y romanos, vislumbraban esa verdad que había sido confiada al pueblo hebreo y que sus profetas recordaban con insistencia.

Ese Salvador, Dios en su misericordia, nos lo concedió. La segunda persona de la Santísima Trinidad se encarnó y la benignidad de Dios apareció en carne humana. En Jesús tenemos un hombre de nuestra raza que es a la vez Dios; tenemos un altar en que ofrecer un sacrificio: el Cuerpo de Cristo unido a la divinidad. Tenemos una víctima de valor divino y que los hombres pueden ofrecer por sí mismos, porque es uno de ellos. El sacrificio de Cristo, Jefe de la humanidad, salvará la humanidad. La suprema aspiración del hombre, ser Dios, podrá realizarse. Unidos nosotros a Él participaremos de la vida divina, oculta en esta tierra, sin velos en la gloria, herencia de los hijos, de los hermanos de Jesús, el Primogénito del Padre.

El supremo sacrificio de Cristo fue su inmolación en la cruz, el Viernes Santo, por la humanidad. Su Sangre redentora nos libró del pecado y nos abrió las puertas del Cielo. Pero la noche antes de su pasión, Jesús quiso anticipar místicamente su inmolación. En el momento solemne de la cena pascual tomó el pan y lo bendijo dando gracias a su Padre Dios. En seguida tomó el vino y lo cambió en su propia sangre, sangre que iba a ser derramada por los pecados del mundo. Y en virtud de sus palabras, Jesús que consagraba, estaba a la vez presente en ese pan y en ese vino que nosotros en adelante podríamos ofrecer al Padre de los cielos como el verdadero sacrificio de la humanidad. Por eso nos dice solemnemente: “Haced esto en memoria mía” (Lc 22,19). La Iglesia desde entonces ha estimado que la Eucaristía tiene la gracia de las gracias: Dios presente en nuestros altares para ser ofrecido por nosotros, para ser recibido en nuestras almas y unirnos a Él. La suprema aspiración del hombre, ser Dios, está por fin realizada. Dios en la persona de su Hijo hecho hombre nos asimila, nos transforma en Él, nos permite participar de su vida. Esta vida la recibimos en semilla, no en flor, la flor vendrá el día de nuestra resurrección, participación de la resurrección de Cristo.

Con el sacrificio de Cristo nace una nueva raza, raza que será Cristo en la tierra hasta el fin del mundo. Los hombres que reciben a Cristo se transforman en Él. “Vivo yo, ya no yo, Cristo vive en mí”, decía San Pablo (Gál 2,20), y vive en mi hermano que comulga junto a mí, y vive en todos los que participamos de Él. Formamos todos un solo Cristo. Vivimos su vida, realizamos su misión divina. Somos una nueva humanidad, la humanidad en Cristo. Estrechamente unidos, más que por la sangre de familia, por la sangre de Cristo formamos el Cuerpo místico de Cristo, y en Cristo y por Cristo y para Cristo vivimos en este mundo.

De aquí nuestro profundo optimismo, nuestro sentido de triunfadores, pues en Cristo hemos iniciado la victoria que iremos completando cada uno de nosotros y será perfecta al final de los tiempos.

La Eucaristía es el centro de la vida cristiana. Por ella tenemos la Iglesia y por la Iglesia llegamos a Dios. Cada hombre se salvará no por sí mismo, no por sus propios méritos, sino por la sociedad en la que vive, por la Iglesia, fuente de todos sus bienes. ¡Qué débil aparece el socialismo y el comunismo frente a esta visión tan estupenda de la unidad cristiana!

Por la Eucaristía-sacramento, descienden sobre los fieles todas las gracias de la encarnación redentora; por la Eucaristía-sacrificio, sube hasta la Santísima Trinidad todo el culto de la Iglesia militante. Sin la Eucaristía, la Iglesia de la tierra estaría sin Cristo.

Por la Eucaristía, esta tierra de la encarnación se hizo el centro del mundo. Por ella, el Hijo permanecerá entre nosotros no por unos cuantos años fugitivos, sino para siempre. Mediante la Eucaristía, Cristo permanece siempre presente en medio de su Pueblo, para acabar por su Iglesia.

A la vista de la creación, Dios piensa siempre en su Hijo. Él es la imagen del Dios invisible, el Primogénito de toda creatura, el principio y el fin de todas las cosas, en la tierra, en el cielo y hasta en los infiernos. Por Él todo ha sido creado: las cosas visibles e invisibles: los tronos, las dominaciones, los principados, las potestades… (cf. Col 1,16); Plugo al Padre hacer residir en Él toda plenitud, reconciliar todas las cosas por Él y en Él, que ha pacificado por su sangre derramada sobre la cruz todo lo que está en la tierra y en los cielos. Dios no ve el mundo sino a través de Cristo. La Eucaristía es el medio para unirnos a Él, es la colocación a nuestro alcance de todos los beneficios de la encarnación redentora.

Toda la obra de Cristo se perpetúa en el mundo por la Hostia: mediante ella desciende la vida a las almas y eleva las almas hasta Dios. La Comunión realiza este descenso de la Trinidad hasta los hombres por Cristo. El sacrificio de la Misa eleva los hombres identificados con el Hijo, hasta el Seno del Padre.

La presencia real, la razón, los sentidos, nada ven en la Eucaristía, sino pan y vino, pero la fe nos garantiza la infalible certeza de la revelación divina; las palabras de Jesús son claras: “Este es mi Cuerpo, esta es mi Sangre” y la Iglesia las entiende al pie de la letra y no como puros símbolos. Con toda nuestra mente, con todas nuestras fuerzas, creemos los católicos, que “el cuerpo, la sangre y la divinidad del Verbo Encarnado” están real y verdaderamente presentes en el altar en virtud de la omnipotencia de Dios. El cuerpo y el alma de Cristo, permanecen inseparablemente unidos a la persona del Verbo, el cual nos trae al Padre y al Espíritu, en la indivisible unión de la Trinidad. Todo el misterio del Verbo encarnado está contenido en la Hostia, con los encantos inefables de la humanidad y la infinita grandeza de la divinidad, una y otra veladas. In cruce latebat sola Deitas At hic latet simul et humanitas.

El Cristo Eucarístico se identifica con el Cristo de la historia y de la eternidad. No hay dos Cristos sino uno solo. Nosotros poseemos en la Hostia al Cristo del sermón de la montaña, al Cristo de la Magdalena, al que descansa junto al pozo de Jacob con la samaritana, al Cristo del Tabor y de Getsemaní, al Cristo resucitado de entre los muertos y sentado a la diestra del Padre. No es un Cristo el que posee la Iglesia de la tierra y otro el que contemplan los bienaventurados en el cielo: ¡una sola Iglesia, un solo Cristo!

¡Qué bien expresa esta doctrina el Ave Verum!:

“Te saludo, verdadero Cuerpo nacido de María Virgen,

que verdaderamente ha sufrido

y ha sido inmolado en la cruz por el hombre.

Cuyo costado traspasado manó sangre y agua

Haz que te gustemos en la prueba de la muerte.

¡Oh dulce Jesús! ¡Oh Jesús lleno de bondad!

¡Oh Jesús Hijo de María! Amén”.

Esta maravillosa presencia de Cristo en medio de nosotros, debería revolucionar nuestra vida. No tenemos nada que envidiar a los apóstoles y a los discípulos de Jesús que andaban con Él en Judea y en Galilea. Todavía está aquí con nosotros. En cada ciudad, en cada pueblo, en cada uno de nuestros templos; nos visita en nuestras casas, lo lleva el sacerdote sobre su pecho, lo recibimos cada vez que nos acercamos al sacramento del Altar. Como dice un distinguido teólogo nuestras manos de sacerdotes y nuestros labios de comulgantes pueden tocar la humanidad de Cristo, su carne dolorida en la cruz, sus nervios y sus huesos molidos, su cabeza, otrora coronada de espinas. El Crucificado está aquí y nos espera y nos espera.

La misma sangre redentora fluye sobre todas las generaciones que pasan. El alma de Cristo está en la Hostia. Todas sus facultades humanas conservan en ella la misma actividad que en la Gloria. Nada escapa a la mirada comprensiva de Cristo: ni el mundo de los espíritus ni la creación material, ni el movimiento más imperceptible de las almas en el Cielo, en la tierra y hasta en los infiernos.

La vida Eucarística de Jesús es una vida de amor. Del corazón de Cristo, sin cesar, suben al Padre los ardores de una caridad infinita. La Trinidad encuentra en el Cristo de la Hostia, una gloria sin medida y sin fin.

¡Qué cierta resulta la palabra de Jesús dirigida a nosotros, con tanta razón como a los judíos: En verdad, en verdad, hay alguien en medio de nosotros que vosotros no conocéis (cf. Jn 14,6-9). Absorbidos por nuestros negocios y por el torbellino de la vida ¿quién piensa que junto a nosotros está el Dios Redentor? Él ha venido a los suyos y los suyos no lo han conocido!

El Verbo nunca está solo, el Padre y el Espíritu permanecen siempre con Él. “¿No creéis que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí?” (Jn 14,10). Toda la vida de la Trinidad está en la Hostia.

“Cristo da a cada hombre en particular la misma vida de la gracia que ha comunicado al mundo por su advenimiento visible”, enseña Santo Tomás. Si tuviésemos fe, los milagros del Evangelio serían hechos cotidianos. El Cristo de Tiberíades seguiría irguiéndose sobre las olas para apaciguar la tempestad en nuestras almas. En nuestros momentos de dolor oiríamos la misma voz del Salvador: Vosotros los fatigados y extenuados venid todos a mí (cf. Mt 11,28). “Si alguien tiene sed que venga a Mí y beba” (Jn 7,37). Una sola condición se requiere: tener sed.

De la Eucaristía, espera la Iglesia para sí y para cada uno de sus fieles, fuerza victoriosa para todas las situaciones de su vida militante, aún en los días del anti-Cristo.

Al contacto de la carne de Cristo, el hombre se hace puro, las pasiones animales no dominan ya su vida. El Cristo virgen le enseña a vivir en la carne, superando la carne. En nuestra época corrompida hay sin embargo, tal vez como en ninguna otra época de la historia, multitud de jóvenes de ambos sexos que crecen puros porque comulgan con frecuencia. Llevan a Dios en su cuerpo como en un templo vivo de la Trinidad. ¡Cuántas confidencias de estudiantes, de obreros, de empleados, de hombres de los medios más diversos nos revelan que la pureza del mundo es un milagro de la Hostia! El Cristo de la Eucaristía virginiza las almas y si han perdido la pureza, se las retorna tan inmaculada como en los santos. El ser manchado, pero arrepentido, que se acerca con humildad pero con amor al Cristo de Magdalena, siente en él una fuerza inmensa para luchar contra las fuerzas del pecado.

La Hostia deposita en nuestro cuerpo mortal un germen de inmortalidad “¡Quien come mi carne y bebe mi sangre posee la vida eterna y yo le resucitaré en el último día!” (Jn 6,54). Como nos lo revela San Pablo, el Señor Jesús transformará nuestro cuerpo vil y abyecto haciéndolo conforme a su Cuerpo Glorioso (cf. Flp 3,21).

La sangre de Cristo virginiza no sólo el cuerpo, sino también el alma con la pureza de Jesús. Él obra una purificación a veces total de las faltas pasadas, de la pena debida a los extravíos y aún de las tendencias viciosas o mal sanas que en nosotros persisten después del pecado. Más aún, al acercarnos al Cristo del altar como al Cristo en la Cruz, sentiremos desarrollarse en nosotros el espíritu de sacrificio, esencia del Evangelio: “Si alguno quiere venir en pos de Mí que tome su cruz todos los días y que me siga” (Mt 16,24). Un alma permanece superficial mientras que no ha sufrido. En el misterio de Cristo existen profundidades divinas donde no penetran por afinidad sino las almas crucificadas. La auténtica santidad se consuma siempre en la cruz. Muchos cristianos se quejan de la tibieza de sus comuniones, del poco fruto que obtienen de su contacto con Cristo. Olvidan que la verdadera preparación a la Comunión no se reduce a simples actos de fervor, sino que consiste principalmente en una comunión de sufrimientos con Jesús. El que quiere comulgar con provecho, que ofrezca cada mañana una gota de su propia sangre para el cáliz de la redención.

Hermanos: he aquí el inmenso don que Jesús dejó al alcance de nuestras almas. La gran palanca para su santificación, el medio más eficaz para realizar la divinización de nuestras vidas. Mañana como en Pentecostés, descenderá el Espíritu Santo más copiosamente a nuestros espíritus. Que Él nos haga claro el sentido de las palabras de Jesús, que Él nos dé a entender que Jesús nos llama y nos aguarda y que depuesto todo fútil razonamiento nos acerquemos mañana y nos sigamos acercando todos los días de nuestra vida a reavivar nuestra alma en la sangre del Cordero, hasta el día glorioso en que nos unamos con Él en la gloria del Padre Amén.

San Alberto Hurtado
Un Disparo a  la Eternidad, pp. 296-302