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Cristo en la Eucaristía

corpus5Mientras estamos en este mundo, la plena manifestación y comunicación de Cristo celestial la tenemos en la eucaristía, misterio polifacético: Cena, memorial, Alianza, pan de vida, vínculo de unidad eclesial, anticipación del banquete del cielo (SC 47; UR 15a).

En la misa nos reunimos «para comer la cena del Señor» (1Cor 11,20). En la celebración del rito del cordero pascual, Jesús hace el jueves con pan y vino lo que el viernes hará con su cuerpo y sangre. La Cena celebra anticipadamente el misterio de la Cruz, que nosotros en la Eucaristía mantenemos siempre actual al paso de los siglos. La Cena, pues, es banquete, y es sacrificio, es un banquete sacrificial de comunión, ya prefigurado en Israel (Gén 31,54; Ex 12,1-14;24,11; 1 Sam 9,12s). «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida» (Jn 6,5). «Cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga» (1Cor 11,26).

Por otra parte, Moisés estableció la antigua Alianza con un sacrificio: «Esta es la sangre de la Alianza que hace con vosotros Yavé» (Ex 24,8). Muchas veces Israel fue infiel a la Alianza, como en tiempos del rey Ajab (1 Re 16,29-33). La restauración de la Alianza quebrantada se obtuvo cuando Elías de nuevo la sella mediante un sacrificio, ofrecido en un altar de doce piedras, que simbolizan las doce tribus israelitas (18,30-39). Por eso Jesús, el instaurador de la Alianza nueva y definitiva, aparece en la transfiguración acompañado de Moisés y de Ellas, la ley y el profetismo, el mediador de la Alianza antigua y el restaurador de la misma. Ellos son testigos fidedignos de que en el sacrificio de Cristo se instaura una Alianza nueva «Este cáliz es la nueva Alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros» (Lc 22,20; +Mc 9,4). Cada vez que los cristianos celebramos la eucaristía, reafirmamos y sellamos de nuevo esa Alianza de amor que nos une con Dios en la sangre de Cristo.

La eucaristía es, pues, la actualización del misterio pascual de Jesús. Y así oramos al Padre: «Al celebrar ahora el memorial de nuestra redención, recordamos la muerte de Cristo y su descenso al lugar de los muertos, proclamamos su resurrección y ascensión a tu derecha; y mientras esperamos su venida gloriosa, te ofrecemos su Cuerpo y Sangre, sacrificio agradable a ti y salvación para todo el mundo» (Anáfora IV).

La eucaristía es memorial litúrgico del misterio de nuestra salvación, por el que Dios fue glorificado. Y es al mismo tiempo obediencia al mandato del Señor, «haced esto en memoria mía» (1Cor 11,24¬25). Así como Yavé estableció que la Pascua se celebrase siempre, como un memorial perpetuo (Ex 12,14), quiso Cristo que su Pascua permaneciese en la Iglesia como un corazón que late incesantemente. Eso es la eucaristía.

Pablo VI confiesa solemnemente: «Nosotros creemos que la misa, que es celebrada por el sacerdote representando la persona de Cristo, es realmente el sacrificio del Calvario, que se hace sacramentalmente presente en nuestros altares» (Credo del Pueblo de Dios 30-VI -1968, 24). Participando en la eucaristía, nosotros asistimos a la pasión de Cristo, con la Virgen María y el apóstol Juan, al pie de la cruz. Por eso celebrar la misa con un jolgorio trivial y bullicioso no es conforme con el modo de sentir la eucaristía que la Iglesia ha tenido y tiene en Oriente y Occidente. La eucaristía, como dice Juan Pablo II, «es, por encima de todo, un sacrificio: sacrificio de la Redención, y al mismo tiempo sacrificio de la nueva Alianza» (Cta. a Obispos 24-II-1980, 9).

La eucaristía es misterio múltiple e inefable. En ella el mismo Cristo se nos da como alimento, y nos pide, nos manda, que le recibamos: «Tomad y comed, éste es mi cuerpo»; y nos acerca su cáliz: «Bebed todos de él, que ésta es mi sangre» (Mt 26,26-28). Muchos que oyeron esto, se apartaron de Jesús. Pero los apóstoles dieron crédito a tal revelación inaudita (Jn 6,52¬69). La voz de la Iglesia, «eco perenne de la voz de Cristo, nos asegura que Cristo no se hace presente en este sacramento sino por la conversión de toda la substancia del pan en su cuerpo, y de toda la substancia del vino en su sangre; conversión admirable y singular a la que la Iglesia católica justamente y con propiedad llama transubstanciación» (Mysterium fidei: EL 439; +Credo pueblo Dios 24).

La voz de la Iglesia es siempre la misma, y da siempre testimonio de la misma verdad. Así en las antiguas Catequesis mistagógicas, San Cirilo de Jerusalén hacía resonar esa voz diciendo: «Estamos firmemente persuadidos de que [en la eucaristía] recibimos como alimento el cuerpo y la sangre de Cristo. No pienses, por tanto, que el pan y el vino eucarísticos son elementos simples y comunes: son nada menos que el cuerpo y la sangre de Cristo, de acuerdo con la afirmación categórica del Señor; y aunque los sentidos te sugieran lo contrario, la fe te certifica y asegura la verdadera realidad. La fe que has aprendido te da, pues, esta certeza: el pan que se ve no es pan, aunque tenga gusto de pan, sino el cuerpo de Cristo; y el vino que se ve no es vino, aun cuando así lo parezca al paladar, sino la sangre de Cristo» (MG 33,1097-1106).

La eucaristía es el sacramento de la unidad de la Iglesia; a un tiempo la significa y la causa. «Participando realmente del cuerpo del Señor en la fracción del pan eucarístico, somos elevados a una comunión con El y entre nosotros. «Porque el pan es uno, por eso somos muchos un solo Cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (1Cor 10,17)» (LG 7b). En efecto, la eucaristía es constantemente signo y causa de la comunión eclesial, pues «la realidad, la gracia propia de este sacramento, es la unidad del Cuerpo místico» (STh III,73,3). La Iglesia hace la eucaristía, y la eucaristía hace la Iglesia. Por la eucaristía «la Iglesia vive y crece continuamente» (LG 26a). Y ella es «la principal manifestación de la Iglesia» (SC 41b).

Es cosa evidente que quien se aleja de la eucaristía, se aleja de la Iglesia, y se separa por tanto de Cristo, ya que «Cristo está presente a su Iglesia en el sacramento de la eucaristía» (Mysterium fidei: EL 435). No hay vida cristiana sin vida eucarística (Hch 2,42). Por eso la Iglesia dispone en su Ley canónica que «el domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la Misa» (can.1247-1248). Nótese bien que ésta es una ley ontológica, es decir, que simplemente declara la naturaleza de las cosas: Sin relación habitual con la eucaristía, el cristiano se muere -con ley o sin ley, es lo mismo: se muere, se queda sin vida en Cristo-.

En la eucaristía los cristianos nos sentamos a «la mesa del Señor» (1Cor 10, 21), participamos, en estos tiempos mesiánicos, del banquete ofrecido por Dios a todos los pueblos (Is 25,6; 55,1-5), el banquete de bodas entre Cristo Esposo y la humani¬dad. No todos los que acuden a él están bien dispuestos (Mt 22,1-14). Pero, en todo caso, se trata de un banquete festivo, en el que los invitados y amigos no ayunan estando el Esposo presente (Mc 2,19). En efecto, la mesa eucarística es anticipación de la gozosa reunión de los santos en el cielo. Mucho deseó Jesús comer su pascua con los discípulos, y volverá a comerla con nosotros en la consumación del Reino (Lc 22,15¬-16). El ha ido delante de nosotros al cielo, para prepararnos un lugar, y de allí ha de volver a buscarnos (Jn 14,2-3), y entonces comeremos y beberemos a su mesa para siempre (Lc 22,29-30).

La comunión frecuente

A la hora de procurar la mejor participación interior y exterior en la eucaristía, todos debemos saber que «la más perfecta participación en la Misa se alcanza cuando los fieles, bien dispuestos, reciben sacramentalmente en la misma Misa el cuerpo del Señor, obedeciendo a sus palabras: “tomad y comed”» (Eucharisticum mysterium: EL 910).

La frecuencia de comunión, por un lado, y la disposición personal requerida para ella, por otro, son dos cuestiones que, estando entre sí íntimamente vinculadas, han recibido en la historia de la espiritualidad soluciones bastante diversas. Como extremos erróneos, está de un lado el rigorismo que, por un exceso de exigencias morales, aleja de la comunión a los fieles; y de otro el laxismo, que reduce al mínimo aquellas disposiciones espirituales por las cuales viene a hacerse lícita y aconsejable la comunión frecuente.

San Pablo denuncia abusos en la comunión cuando dice: «Examínese el hombre a sí mismo, y entonces coma el pan y beba el cáliz, porque el que sin discernir come y bebe el cuerpo del Señor, se come y bebe su propia condenación. Por esto hay entre vosotros muchos flacos y débiles, y bastantes muertos» (1Cor 11,28-30). San Justino expone las condiciones requeridas: «A nadie es lícito participar de la eucaristía, sino al que cree ser verdaderas nuestras enseñanzas, y se ha lavado en el baño que da la remisión de los pecados y la regeneración, y vive conforme a lo que Cristo nos enseñó. Porque no tomamos estas cosas como pan común ni bebida ordinaria, sino que se nos ha enseñado que por virtud de la oración del Verbo que de Dios procede, el alimento sobre el que fue dicha la acción de gracias es la carne y la sangre de aquel mismo Jesús encarnado» (1 Apología 66,1-2). Como se ve en este texto de mediados del s.II, la Iglesia conoció perfectamente desde el principio las condiciones para la lícita comunión eucarística.

La comunión frecuente ha tenido, en cambio, una historia mucho más discutida. Podemos ver en San Agustín una posición bastante significativa. Cuando le consultan sobre la conveniencia de la comunión frecuente, aconseja en la práctica acomodarse al uso de la Iglesia local; en la cuestión de principio, deja el tema a la conciencia de cada uno, que de dos modos puede mostrar su amor a la eucaristía: «Zaqueo recibe con alegría al Señor. El Centurión confiesa que no es digno de recibirle. Siguiendo conductas opuestas, los dos honran igualmente al Señor. Lo mismo sucede con la Eucaristía. Uno la honra no atreviéndose a recibirla todos los días, el otro, en cambio, no osando dejar de comulgar ni un solo día» (ML 33,201). Durante muchos siglos no hubo en la Iglesia doctrina y práctica unánime en esta cuestión tan importante. Santa Teresa hubiera querido «comulgar y confesar muy más a menudo» (Vida 6,4), pero no se atrevió a hacerlo hasta que un dominico le aconsejó «comulgar de quince en quince días» (19,13)…

Esta cuestión quedó resuelta cuando, en un histórico decreto de 1905, San Pío X recomendó la comunión frecuente en las siguientes condiciones -hoy no siempre recordadas suficientemente-:

1.-«La comunión frecuente y diaria esté permitida a todos los fieles de Cristo de cualquier orden y condición, de suerte que a nadie se le puede impedir, con tal que esté en estado de gracia y se acerque a la sagrada mesa con recta y piadosa intención.

2.-La recta intención consiste en que quien se acerca a la sagrada mesa no lo haga por rutina, por vanidad o por respetos humanos, sino para cumplir la voluntad de Dios, unirse más estrechamente con él por la caridad y remediar las propias flaquezas y defectos con esa divina medicina.

3.-Aun cuando conviene sobremanera que quienes reciben frecuentemente y hasta diariamente la comunión estén libres de pecados veniales, por lo menos de los plenamente deliberados, y del apego a ellos, basta sin embargo que no tengan culpas mortales, con propósito de no pecar más en adelante.

4.-Procúrese que a la sagrada comunión preceda una diligente preparación y le siga la conveniente acción de gracias, según las fuerzas, condición y deberes de cada uno.

5.-Debe pedirse consejo al confesor» (Dz 3379-3383).
La Iglesia desde entonces ha recomendado muchas veces la comunión frecuente (por ejemplo, Mediator Dei 29). La unión con Cristo lograda en la eucaristía, ha de prolongarse a toda la vida cristiana. Y para que los fieles «puedan perseverar más fácilmente en esta acción de gracias, que de modo eminente se tributa a Dios en la misa, se recomienda a los que han sido alimentados con la sagrada comunión que permanezcan algún tiempo en oración » (Eucharisticum mysterium 38: EL 936).

La Virgen María es el modelo mejor de participación en la eucaristía. Podemos contemplar cómo ella reconocería la voz de su Hijo en la liturgia de la palabra, cómo se uniría a él y a la Iglesia en la alabanza y la súplica, cómo participarla en el sacrificio de la Cruz en el altar la que estuvo en el Calvario, con qué totalidad y fuerza de amor se ofrecería con Cristo y su Cuerpo al Padre, cuál sería su fe y amor a la hora de comulgar el cuerpo y la sangre de su propio Hijo…

La adoración eucarística

Una vez celebrada la misa, nosotros adoramos a Cristo en la eucaristía: es el ImmanuEl, el Dios con nosotros (Is 7,14; Mt 1,23), que respondió a nuestra súplica «quédate con nosotros» (Lc 24,29). Adoramos a Cristo con los pastores y magos (2,15; Mt 2,11), angustiados como la cananea o agradecidos como el ciego curado (15,25; Jn 9,38), gozosamente asombrados de su santidad y poder (Mt 14,33; Lc 5,8). Adoramos a Cristo en la eucaristía, prosternados ante él como el leproso sanado (17,16), como María en Betania (Jn 12,3), como la pecadora perdonada (Lc 7,45-46), y con nuestra devoción perfumamos su cabeza y besamos sus pies. Adoramos a Cristo con olivos y palmas, aclamándole como el pueblo de Jerusalén antes de ser engañado por sus dirigentes (Mt 21,9; 27,20), y como los discípulos mien¬tras él ascendía al Padre y les bendecía (Lc 24,50-52). El Apocalipsis nos muestra claramente que si no adoramos a Cristo, tendremos que adorar al Dragón satánico representado en la historia por alguna de sus Bestias (13,4; +Mt 4,9). Adora¬mos en la eucaristía al Cordero inmolado, uniéndonos al júbilo de miradas de ángeles y santos en el cielo (Ap 5,13-14).

La presencia de Cristo en la eucaristía después de la misa pertenece a la fe de la Iglesia desde el principio. San Cirilo de Alejandría, a quienes pensaban que los residuos de la eucaristía ya no eran santificantes, les decía: «Ni se altera Cristo, ni se muda su sagrado cuerpo, sino que persevera siempre en él la fuerza, la potencia y la gracia vivificante» (MG 76,1075: EL 445). Sin embargo, la práctica popular de la adoración eucarística se extendió sobre todo a partir del siglo XIII. El concilio de Trento aprobó esta devoción solemnemente (Dz 1643), y las aprobaciones de la Iglesia se han reiterado después, también en el Vaticano II (PO 5e, 18c). La adoración de Cristo en la eucaristía pertenece, pues, a la fe católica.

Pablo VI declaró en el Credo del pueblo de Dios: «La única e indivisible existencia de Cristo, Señor glorioso en los cielos, no se multiplica, pero por el Sacramento se hace presente en los varios lugares del orbe de la tierra, donde se realiza el sacrificio eucarístico. La misma existencia, después de celebrado el sacrificio, permanece presente en el Santísimo Sacramento, el cual, en el tabernáculo del altar, es como el corazón vivo de nuestros templos. Por lo cual estamos obligados, por obligación ciertamente gratísima, a honrar y adorar en la Hostia Santa que nuestros ojos ven, al mismo Verbo encarnado que ellos no pueden ver, y que, sin embargo, se ha hecho presente delante de nosotros sin haber dejado los cielos» (n.26; +Mysterium fidei: EL 451).

La Iglesia enseña que la adoración eucarística ha de orientarse siempre a la misa, es decir, al sacrificio de donde procede esa Presencia adorable.

«La celebración de la eucaristía en el sacrificio de la Misa es realmente el origen y el fin del culto que se le tributa fuera de la Misa. Porque las sagradas especies que quedan después de la Misa no sólo proceden de la misma, sino que se guardan con el fin principal de que los fieles que no pudieron estar en la Misa se unan a Cristo y a su sacrificio, celebrado en la Misa, por la comunión sacramental, recibida con las disposiciones debidas. Así el sacrificio eucarístico es fuente y culminación de todo el culto de la Iglesia y de toda la vida cristiana». Cristo, el Señor, «en la reserva eucarística debe ser adorado, porque allí está substancialmente presente por aquella conversión del pan y del vino que, según el concilio de Trento, se llama apropiadamente transubstanciación» (Eucharisticum mysterium 3ef: EL 901; +Ritual para el culto de la eucaristía fuera de la misa 1-4).

Ostentar a Cristo en la custodia, o en el sagrario abierto es práctica piadosa que tiene firme fundamentación teológica: es hacer que la eucaristía, que es signo, signifique más claramente, y significando más, cause más intensamente la santificación de los que adoran en espíritu y en verdad. Ese es un momento propicio para la comunión espiritual. Santa Teresa decía: «Podéis comulgar espiritualmente, que es de grandísimo provecho» (Camino Perf. 35,1; +Mediator Dei 29). «Los fieles, cuando veneran a Cristo presente en el Sacramento, deben recordar que esta presencia deriva del sacrificio, y tiende a la comunión sacramental y espiritual» (Euch. mysterium 50: EL 948).

Por otra parte, es indudable que la adoración eucarística tiene una dimensión reparadora. Y esto por varias razones: porque Cristo está allí como víctima inmolada para expiar los pecados del mundo; porque muchos cristianos, como los invitados descorteses de la parábola, no acuden a la mesa eucarística, están distraídos en otras cosas (Lc 14,15-24); y porque hay cristianos que se acercan a la eucaristía mal dispuestos, sin el vestido de bodas de la gracia (Mt 22,12).

Fuente: J. M. Iraburu, Síntesis de la Eucaristía, Pamplona, Fund. GRATIS DATE 1995; J. A. Sayés, La presencia real de Cristo en la Eucaristía, Madrid, BAC 386 (1976); El misterio eucarístico, ib. 482 (1986); B. Velado, Vivamos la santa Misa, BAC pop. 75 (1986).