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El Corazón de Jesús fuente de la gracia

sscc_4Cristo restaurador de todo lo creado y autor de la gracia

Algunos Padres de la Iglesia declaran que la muerte de Cristo ha sido un bien para toda la creación. Apoyan su afirmación en razones de congruencia y en el testimonio de san Pablo que afirma que Cristo gustó la muerte para todo. «En el mundo material los mismos seres desprovistos de razón y privados te sentimiento no pueden encontrar su razón adecuada, la perfección que les con viene, sino en lo sobrenatural, y por tanto, en Cristo y por Cristo. Pero aún he dicho poco al afirmar que lo sobrenatural explica y perfecciona el mundo material: debía decir que él lo ennoblece, que le da un valor incomparable al hacerle participar, en cuanto permite su naturaleza, de la grandeza, a la cual el hombre mismo ha sido elevado. Espero poder haceros comprender que el mundo material no ha sido excluido de la magnífica restauración de todas las cosas en Cristo que Dios se propone realizar; y también que él fue entonces embellecido tanto cuanto era capaz».

La Sagrada Escritura repite frecuentemente que Nuestro Señor es la fuente de la gracia; que la gracia y la verdad han sido hechas por Jesucristo; que Dios da su gracia por su Hijo muy amado. Expresiones todas reveladoras de una importantísima verdad, de la cual conviene tener un profundo conocimiento antes de estudiar los medios por los cuales comunica Nuestro Señor la divina gracia. Por íntima que sea en Nuestro Señor Jesucristo la unión del Verbo con la humanidad, sus operaciones divinas permanecen completamente distintas de las humanas. Supuesto esto, preguntémonos primeramente quién produce la gracia, si la divinidad o la humanidad.

Algunos teólogos, siguiendo los atractivos de una piedad mal ilustrada, han osado decir que la humanidad del Salvador era la causa principal de la gracia, y que ejercía en ella una acción directa y física. Error manifiesto, pues en la creación de la gracia no concurre sino como instrumento; así el Concilio de Trento, tratando de la causa eficiente propia y principal de la gracia, habla siempre de Dios, con exclusión de la humanidad. Los efectos no pueden ser de un orden distinto de la causa que los produce; siendo la gracia de un orden infinitamente superior a la naturaleza humana no puede ser producida por ella, sino que reclama imperiosamente otro autor.

Entonces, ¿en qué sentido la Sagrada Escritura y todos los Padres proclaman a Jesucristo autor de la gracia? Procuremos entender bien esta verdad, pues nos unirá mucho más al Corazón de Jesús, haciéndonos penetrar más en su interior, y encenderá nuestros corazones en reconocimiento y amor, revelándonos todos los beneficios que de Él hemos recibido.

Nada podemos sin la gracia

¿Qué podemos nosotros en el orden sobrenatural de la gracia? Una palabra lo resume: nada. Ni siquiera pronunciar el nombre de Nuestro Salvador, ni tener un comienzo de fe provechoso para nuestra salvación: «porque, dice el Concilio de Orange, si alguno defiende que el comienzo de la fe… por la cual creemos en Aquel que justifica al impío… no es efecto del don de la gracia, sino que nos viene naturalmente, se opone a los dogmas apostólicos». No hay una sola obra del orden natural que pueda merecer la gracia, no solamente para emplear el lenguaje de las escuelas, de condigno, pero ni siquiera de congruo. Así lo permitió Dios, a fin de que el hombre se mantuviera en humildad, reconociendo su completa dependencia de Dios en todo lo que se refiere a su salvación.

No podemos hacer obra alguna sobrenatural sin la gracia; y no podemos merecerla, por más esfuerzos que hagamos. Estamos verdaderamente reducidos a la extrema miseria, y si algún amigo no viene a ayudamos en nuestra necesidad, estamos infaliblemente perdidos. Consolémonos. Este amigo bienhechor, bastante rico para hacernos la limosna de la gracia, existe: es Jesús, que con sus méritos infinitos nos la ha merecido, y a quien por esa razón saludamos justamente con el título de autor de la gracia.

Jesucristo nos mereció la gracia

¡Jesucristo nos ha merecido la gracia! ¡Qué misterios de amor nos revelan esas sencillas palabras! El Verbo, en todo igual a su Padre, no podía merecer; pero, por el amor que nos tiene, obrará un prodigio que le permitirá realizar al mismo tiempo todas las condiciones requeridas para el mérito. Desciende del cielo, reviste su divinidad de la vestimenta de la humanidad, une la naturaleza humana a su naturaleza divina en la unidad de persona. Desde entonces, el Hombre-Dios, hombre perfecto, Dios igual al Padre y al Espíritu Santo, posee todas las cualidades requeridas para el mérito, elevadas al más alto grado de perfección.

Mientras su alma, en su parte superior, contempla la faz de Dios y goza ya de la felicidad de la patria, en su parte inferior está sujeta a todas nuestras enfermedades; su cuerpo es sometido a rudos trabajos, y tan sólo a precio de muchos padecimientos puede entrar en el reino de la gloria, hacia el cual camina penosamente como todo hombre venido a este mundo. En Jesús la voluntad divina quiere y ama necesariamente; pero su voluntad humana queda del todo libre y tiene, por lo tanto, ocasión de ofrecer a Dios Padre el sacrificio de sus actos y consiguientemente de merecer.

Cuando digo que Cristo era libre, no pretendo decir que su voluntad podía inclinarse al mal, al contrario, estaba determinada al bien. Pero hay que notar, con santo Tomás, que el poder de inclinarse al pecado, muy lejos de ser perfección de la libertad, es su defecto. Nunca es más libre la voluntad humana que cuando, renunciando al insensato proyecto de hacerse su propia norma de conducta, toma por regla la voluntad misma de Dios, siempre infalible. Fuera de la voluntad divina, la voluntad humana no encuentra más que esclavitud: quien peca, se hace esclavo del pecado.

Pudo Jesucristo merecernos la gracia por ser libre. Pero lo que realza infinitamente el mérito de Nuestro Señor es que todas sus acciones eran acciones de un Hombre-Dios. «Es mucho decir que su voluntad humana, unida a la divinidad con el vínculo de la caridad y de la gracia santificante, que tenía en toda la abundancia que convenía al alma de un Hombre-Dios, merecía más, en todo lo que ella hacía, que espíritu humano podía comprender, pues la grandeza de sus merecimientos se mide por la grandeza de su gracia; con todo, no equivale esto a decir que sus méritos fueran infinitos, puesto que su gracia santificante, medida de ellos, como criatura no es infinita. Pero si consideráis la unión hipostática que hace del hombre, que obra, padece y merece, verdadero Dios, tenéis el principio del valor y dignidad infinita de todos sus merecimientos. Si paráis mientes no tan sólo en que sus acciones procedían simplemente de la humanidad, sino de la humanidad del todo abismada y trasformada en Dios, penetrada de la unción divina y aureolada con los fulgores de la divinidad; juzgaréis, y con mucha razón, que todo lo que hacía era divino y de un valor infinito. No atendáis únicamente a que la santa humanidad estaba del todo llena, y si se nos permite hablar así, rebosando por todas partes gracia santificante; sino también que, unida de tal manera a la divina que forma con ella una sola persona, parece que tenía como cierta raíz que penetraba hasta la misma divinidad y atributos divinos, de donde sacaba una vida, un vigor, una excelencia y dignidad infinita que derramaba en todas sus obras y les daba un mérito verdaderamente infinito».

0630Bienes que nos vienen de los merecimientos de Cristo

Jesucristo ha trabajado y merecido por nosotros y son innumerables los bienes que nos vienen de sus merecimientos. No hablo de los ángeles, que también deben a los méritos previstos de Jesucristo todas las gracias que han recibido. «Todos hemos recibido de su plenitud», dice san Juan; todos son, a saber y como advierte santo Tomás, todos los apóstoles, patriarcas, profetas, justos que han existido, existen y existirán, hasta los mismos ángeles. Porque la plenitud de la gracia que está en Cristo, es la causa de todas las gracias que hay en todas las criaturas racionales.

Asimismo, san Gregorio comenta el v. 2 del capítulo 2 del libro I de los Reyes: «No hay santo como el Señor, pues no hay otro fuera de Él». Dice san Gregorio que «no hay otro fuera de Él», se ha de entender lo mismo que la primera expresión: «no hay otro santo fuera de ti», pues nadie entre los hombres ni entre los ángeles es santo sino por Cristo.

«Bendito el Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo que nos bendijo con toda bendición espiritual en bienes celestiales en Cristo, así como nos eligió en Él mismo antes de la creación del mundo para que fuésemos santos, y irreprochables ante Él en caridad; el que nos predestinó a Cristo para adoptarnos como hijos, según el propósito de su voluntad, para la alabanza y gloría de su gracia, por la cual nos ha hecho agradables en su amado Hijo». San Pablo con estas palabras levanta un poco el velo que nos oculta el inmenso tesoro de gracias encerradas en los méritos del Salvador. Dios tiene delante de sí, desde toda la eternidad, a su Hijo Jesucristo, hecho por Él rey de toda la creación y tipo ideal de todas las criaturas. Pero, antes de hacer salir de la nada al mundo, antes de crear los cielos y la tierra, nos eligió desde toda la eternidad para ser del número de aquellos que han de formar la corte de su Hijo querido.

Verdad es que el pecado parece venir a desbaratar el plan primero. Pero Dios sabrá rehacerlo más grande y hermoso y siempre por su Hijo Jesús: Proposuit omnia instaurare in Christo, sive quae in caelis, sive quae in terris sunt. Este Jesús que primeramente habla de ser únicamente un rey de gloria, será para nosotros un hombre de dolor; subirá a una cruz y de su Corazón entreabierto hará correr sobre nosotros sangre reparadora que borrará todas nuestras manchas. Mas, para gloria de esta gracia, a fin de hacer brillar con todo su esplendor su poder y maravillosa fecundidad, nos predestina a ser hijos adoptivos de Dios; gloria que debemos enteramente a los méritos de Jesucristo.

Gracias a Jesucristo, estamos llamados a ser ciudadanos del cielo, herederos de las riquezas del Eterno Padre, aunque tan sólo se nos debía la nada. Estamos destinados a ser el coheredero de Jesucristo, a ser el hijo de Dios. Dios, por su parte, no perdonará nada, y por Jesucristo te bendecirá con toda suerte de bendiciones espirituales: «Por lo cual, dice san Ambrosio, viniendo como vienen todas las gracias de Cristo, si alguno le menosprecia y cree no obstante poder ser bendecido de Dios, indefectiblemente se engaña».

Considera que tal vez has nacido a la gracia en un país católico y de una familia católica. Jesús ha merecido el bautismo. Cuando la gracia santificante desciende a un alma, en el momento en que el agua regeneradora corre por la frente del nuevo cristiano, baja como una reina acompañada de la fe, esperanza, caridad, de todas las virtudes morales y dones del Espíritu Santo. Jesús te hace crecer en virtud y guía tus pasos; porque su gracia preveniente acompaña y corona todas tus obras. No trabajas tú sólo, sino la gracia de Jesús contigo, y a ella debes todo lo bueno y santo que tienes, puesto que sin ella ninguna de tus acciones podría ser agradable a Dios.

Mira la gracia de Jesús en la buena inspiración que pasa por tu espíritu, en el buen movimiento que hace latir tu corazón, en el buen deseo que te conduce hacia la virtud. Cuando la tentación te moleste, allí está la gracia de Jesús que te alienta y multiplica tus fuerzas. ¡Cuántas veces quizás, has traicionado la causa de Jesús! ¡Cuántas veces has pisoteado su sangre preciosa, le has crucificado de nuevo en tu corazón!

Te arrepientes, está bien; pero sabe que a su gracia debes también el acto de contrición y a sus méritos el perdón de todas las faltas mortales y veniales; a ellos también eres deudor de la perseverancia final, don de dones, supremo don de la gracia. En la hora de la muerte, cuando todo, riquezas, parientes, amigos te desamparen, Jesús, tu verdadero amigo, no te dejará: tendrá en favor tuyo abierto el tesoro de sus méritos y permitirá a su Iglesia sacar de él a manos llenas para arrancar tu alma de las llamas del purgatorio. Gracias a sus méritos se te abrirá el cielo y podrás, durante toda la eternidad, glorificar al Cordero inmolado desde el principio del mundo, cuya sangre te ha libertado de la servidumbre del pecado y te ha asegurado la vida eterna.

Consecuencias prácticas

¡Cuánto bien nos hace entender la verdad de la comparación que usaba Jesús cuando decía: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos». Los sarmientos, en efecto, lo deben todo a la cepa que los sustenta: el nacimiento y crecimiento; por ella viven, brotan, se cubren de hojas, flores y frutos. Nosotros debemos todas las cosas a Jesucristo en el orden sobrenatural, y mucho en las circunstancias naturales que tienen una relación más directa con nuestra predestinación, desde el nacimiento a la gracia hasta la consumación en la gloria.

Dios había prometido a su Hijo muy amado que si moría por la expiación de los pecados vería surgir una numerosa posteridad. Algún día nos será dado ver la plena realización de ese pacto. ¡Qué glorioso será para Jesús el día solemne en que, Rey de gloria, aparezca en el cielo escoltado de sus legiones de ángeles que le proclamarán su soberano, acompañado de la innumerable muchedumbre de patriarcas, profetas, apóstoles, mártires, confesores y vírgenes que le aclamarán su Redentor, y harán resonar los cielos con el himno triunfal que el Ángel de Patmos oyó: «Digno es el Cordero que ha sido inmolado, de recibir el amor, el honor, la gloria y bendición por todos los siglos de los siglos».

Hasta que llegue ese bendito día, pongamos todo nuestro esfuerzo en no desperdiciar ninguno de los grandes provechos que podemos sacar de los méritos de Jesucristo. Pidamos a Dios, a ejemplo de la Santa Iglesia, todo lo que necesitemos, pero pidámoselo en nombre de los méritos de su Hijo Jesucristo. «He leído muchas veces en Luis de Blois, dice el V. Luis de la Puente, que hay que ofrecer todo lo que hacemos en unión de los méritos de Jesús: mi pobreza unida a la pobreza de Jesús, mis actos de obediencia a la obediencia del Salvador, mis trabajos a los trabajos de Jesús, y así en todo lo demás. En eso consiste ofrecer mis acciones a Dios, uniéndolas e incorporándolas en las que Jesús hizo por mí. De este ofrecimiento y de esta unión reciben nuestras acciones un lustre especial y un mayor valor, que las hace más agradables. En efecto, por medio de esta práctica reconocemos a Jesucristo por nuestra Cabeza, por el principio de nuestro bien y nuestro mediador; porque pedimos con obsecración, haciendo uso de sus méritos como de títulos que dan derecho a ser escuchados».

Todo lo que hasta ahora hemos expuesto, ¿no nos lleva como de la mano a concluir que el Corazón de Jesús es la fuente de la gracia? Porque, ¿cuál es la primera y última razón de toda la vida de Nuestro Señor Jesucristo, el secreto de todas sus acciones, sino su amor hacia nosotros, cuyo más expresivo símbolo es su Corazón? ¿Nos deja el Apóstol la menor duda en esta materia? Dilexit! ¡Me amó! He ahí la palabra clave de todos los misterios. Me amó, y porque me amó vino a la tierra, padeció, mereció, y se entregó por completo a mi mayor bien y provecho.

¡Oh Corazón de Jesús! Apenas comienzo a considerar tus grandezas y ya te presentas a mí como el foco que irradia toda luz; como el verdadero centro de donde dimana todo lo bueno, todo lo justo, todo lo grande, todo lo santo! Sí, mi vida, mi verdadera vida será tu divino Corazón; mi pensamiento será tu Corazón; mi esperanza será tu Corazón; mi amor será tu Corazón. Para mí, querer, hablar, obrar, será tu Corazón; no quiero, no amo sino tu Corazón; lo que hago, pienso, digo, debe ser tu Divino Corazón.*

*Fuente: El corazón de Jesús y la divinización del cristiano
Enrique Ramiére S.J.