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Discurso del Santo Padre en la Asamblea Plenaria de la Congregación para el Clero

benedicto_1Marzo de 2009
Señores cardenales;

venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio:
Me alegra poder acogeros en audiencia especial, en la víspera de mi partida hacia África, a donde iré para entregar el Instrumentum laboris de la II Asamblea especial del Sínodo para África, que tendrá lugar aquí en Roma el próximo mes de octubre. Agradezco al prefecto de la Congregación, el señor cardenal Cláudio Hummes, las amables palabras con las que ha interpretado los sentimientos de todos; y también os agradezco la hermosa carta que me habéis escrito. Asimismo os saludo a todos vosotros, superiores, oficiales y miembros de la Congregación, y os expreso mi gratitud por todo el trabajo que lleváis a cabo al servicio de un sector tan importante en la vida de la Iglesia.

El tema que habéis elegido para esta plenaria -“La identidad misionera del presbítero en la Iglesia, como dimensión intrínseca del ejercicio de los tria munera”- permite algunas reflexiones para el trabajo de estos días y para los abundantes frutos que ciertamente traerá. Si toda la Iglesia es misionera y si todo cristiano, en virtud del Bautismo y de la Confirmación, quasi ex officio (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1305) recibe el mandato de profesar públicamente la fe, el sacerdocio ministerial, también desde este punto de vista, se distingue ontológicamente, y no sólo en grado, del sacerdocio bautismal, llamado también sacerdocio común. En efecto, del primero es constitutivo el mandato apostólico: “Id a todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura” (Mc 16, 15). Como sabemos, este mandato no es un simple encargo encomendado a colaboradores; sus raíces son más profundas y deben buscarse mucho más lejos.

La dimensión misionera del presbítero nace de su configuración sacramental con Cristo Cabeza, la cual conlleva, como consecuencia, una adhesión cordial y total a lo que la tradición eclesial ha reconocido como la apostólica vivendi forma. Esta consiste en la participación en una “vida nueva” entendida espiritualmente, en el “nuevo estilo de vida” que inauguró el Señor Jesús y que hicieron suyo los Apóstoles.

Por la imposición de las manos del obispo y la oración consagratoria de la Iglesia, los candidatos se convierten en hombres nuevos, llegan a ser “presbíteros”. A esta luz, es evidente que los tria munera son en primer lugar un don y sólo como consecuencia un oficio; son ante todo participación en una vida, y por ello una potestas. Ciertamente, la gran tradición eclesial con razón ha desvinculado la eficacia sacramental de la situación existencial concreta del sacerdote; así se salvaguardan adecuadamente las legítimas expectativas de los fieles. Pero esta correcta precisión doctrinal no quita nada a la necesaria, más aún, indispensable tensión hacia la perfección moral, que debe existir en todo corazón auténticamente sacerdotal.

Precisamente para favorecer esta tensión de los sacerdotes hacia la perfección espiritual, de la cual depende sobre todo la eficacia de su ministerio, he decidido convocar un “Año sacerdotal” especial, que tendrá lugar desde el próximo 19 de junio hasta el 19 de junio de 2010. En efecto, se conmemora el 150° aniversario de la muerte del santo cura de Ars, Juan María Vianney, verdadero ejemplo de pastor al servicio del rebaño de Cristo. Corresponderá a vuestra Congregación, de acuerdo con los Ordinarios diocesanos y con los superiores de los institutos religiosos, promover y coordinar las diversas iniciativas espirituales y pastorales que parezcan útiles para hacer que se perciba cada vez más la importancia del papel y de la misión del sacerdote en la Iglesia y en la sociedad contemporánea.

La misión del presbítero, como muestra el tema de la plenaria, se lleva a cabo “en la Iglesia”. Esta dimensión eclesial, de comunión, jerárquica y doctrinal es absolutamente indispensable para toda auténtica misión y sólo ella garantiza su eficacia espiritual. Se debe reconocer siempre que los cuatro aspectos mencionados están íntimamente relacionados: la misión es “eclesial” porque nadie anuncia o se lleva a sí mismo, sino que, dentro y a través de su propia humanidad, todo sacerdote debe ser muy consciente de que lleva a Otro, a Dios mismo, al mundo. Dios es la única riqueza que, en definitiva, los hombres desean encontrar en un sacerdote.
La misión es “de comunión” porque se lleva a cabo en una unidad y comunión que sólo de forma secundaria tiene también aspectos relevantes de visibilidad social. Estos, por otra parte, derivan esencialmente de la intimidad divina, de la cual el sacerdote está llamado a ser experto, para poder llevar, con humildad y confianza, las almas a él confiadas al mismo encuentro con el Señor.
Por último, las dimensiones “jerárquica” y “doctrinal” sugieren reafirmar la importancia de la disciplina (el término guarda relación con “discípulo”) eclesiástica y de la formación doctrinal, y no sólo teológica, inicial y permanente.

La conciencia de los cambios sociales radicales de las últimas décadas debe mover las mejores energías eclesiales a cuidar la formación de los candidatos al ministerio. En particular, debe estimular la constante solicitud de los pastores hacia sus primeros colaboradores, tanto cultivando relaciones humanas verdaderamente paternas, como preocupándose por su formación permanente, sobre todo en el ámbito doctrinal y espiritual.

La misión tiene sus raíces de modo especial en una buena formación, llevada a cabo en comunión con la Tradición eclesial ininterrumpida, sin rupturas ni tentaciones de discontinuidad. En este sentido, es importante fomentar en los sacerdotes, sobre todo en las generaciones jóvenes, una correcta recepción de los textos del concilio ecuménico Vaticano II, interpretados a la luz de todo el patrimonio doctrinal de la Iglesia. También parece urgente la recuperación de la convicción que impulsa a los sacerdotes a estar presentes, identificables y reconocibles tanto por el juicio de fe como por las virtudes personales, e incluso por el vestido, en los ámbitos de la cultura y de la caridad, desde siempre en el corazón de la misión de la Iglesia.

Como Iglesia y como sacerdotes anunciamos a Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, crucificado y resucitado, Soberano del tiempo y de la historia, con la alegre certeza de que esta verdad coincide con las expectativas más profundas del corazón humano. En el misterio de la encarnación del Verbo, es decir, en el hecho de que Dios se hizo hombre como nosotros, está tanto el contenido como el método del anuncio cristiano. La misión tiene su verdadero centro propulsor precisamente en Jesucristo.
La centralidad de Cristo trae consigo la valoración correcta del sacerdocio ministerial, sin el cual no existiría la Eucaristía ni, por tanto, la misión y la Iglesia misma. En este sentido, es necesario vigilar para que las “nuevas estructuras” u organizaciones pastorales no estén pensadas para un tiempo en el que se debería “prescindir” del ministerio ordenado, partiendo de una interpretación errónea de la debida promoción de los laicos, porque en tal caso se pondrían los presupuestos para la ulterior disolución del sacerdocio ministerial y las presuntas “soluciones” coincidirían dramáticamente con las causas reales de los problemas actuales relacionados con el ministerio.

Estoy seguro de que en estos días el trabajo de la asamblea plenaria, bajo la protección de la Mater Ecclesiae, podrá profundizar estos breves puntos de reflexión que me permito someter a la atención de los señores cardenales y de los arzobispos y obispos, invocando sobre todos la copiosa abundancia de los dones celestiales, en prenda de los cuales os imparto a vosotros y a vuestros seres queridos una especial y afectuosa bendición apostólica.