Homilías Juan Pablo II San Pedro y San Pablo

San Pedro y San Pablo

Catequesis de S.S. Juan Pablo II en la audiencia general de los miércoles

30 de junio de 1999
Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Celebramos ayer la solemnidad de San Pedro y San Pablo. Estos dos Apóstoles, a quienes la liturgia llama «príncipes de los Apóstoles», a pesar de sus diferencias personales y culturales, por el misterioso designio de la Providencia divina fueron asociados en una única misión apostólica. Y la Iglesia los une en una única memoria.

La solemnidad de ayer es muy antigua. fue incluida en el Santoral romano mucho antes que la de Navidad. En el siglo IV era costumbre, en dicha fecha, celebrar en Roma tres santas misas: una en la basílica de San Pedro en el Vaticano; otra, en la de San Pablo «extra muros»; y la tercera en las catacumbas de San Sebastián, donde, en la época de las invasiones, según la tradición, habrían sido escondidos durante un tiempo los cuerpos de los dos Apóstoles.

San Pedro, pescador de Betsaida, fue elegido por Cristo como piedra fundamental de la Iglesia. San Pablo, cegado en el camino de Damasco, de perseguidor de los cristianos se convirtió en Apóstol de los gentiles.

Ambos concluyeron su existencia con el martirio en la ciudad de Roma. Por medio de ellos, el Señor «entregó a la Iglesia las primicias de su obra de salvación» (cf. oración colecta de la misa en su honor). El Papa invoca la autoridad de estas dos «columnas de la Iglesia»

cuando, en los actos oficiales, se refiere a la fuente de la tradición, que es la palabra de Dios conservada y transmitida por los Apóstoles. En la escucha dócil de esta Palabra, la comunidad eclesial se perfecciona en el amor en unión con el Papa, con los obispos y con todo el orden sacerdotal (cf. Plegaria eucarística, II).

2. Entre los signos que ayer, según una tradición consolidada, enriquecieron la liturgia que presidí en la basílica vaticana, está el antiguo rito de la «imposición del palio». El palio es una pequeña cinta circular en forma de estola, marcada por seis cruces. Se hace con lana blanca, que procede de los corderitos bendecidos el 21 de enero de cada año, en la festividad de santa Inés. El Papa entrega el palio a los arzobispos metropolitanos nombrados recientemente. El palio expresa la potestad que, en comunión con la Iglesia de Roma, el arzobispo metropolitano adquiere de derecho en su provincia eclesiástica (cf. Código de derecho canónico, c. 437, § 1).

Testimonios arqueológicos e iconográficos, además de diversos documentos escritos, nos permiten remontarnos, en la datación de este rito, a los primeros siglos de la era cristiana. Por tanto, nos encontramos ante una tradición antiquísima, que ha acompañado prácticamente toda la historia de la Iglesia.

Entre los diferentes significados de este rito, se pueden destacar dos. Ante todo, la especial relación de los arzobispos metropolitanos con el Sucesor de Pedro y, en consecuencia, con Pedro mismo. De la tumba del Apóstol, memoria permanente de su profesión de fe en el Señor Jesús, el palio recibe fuerza simbólica: quien lo ha recibido deberá recordarse a sí mismo y a los demás este vínculo íntimo y profundo con la persona y con la misión de Pedro. Esto sucederá en todas las circunstancias de la vida: en su magisterio, en la guía pastoral, en la celebración de los sacramentos y en el diálogo con la comunidad.

Así, están llamados a ser los principales constructores de la unidad de la Iglesia, que se expresa en la profesión de la única fe y en la caridad fraterna.
3. Hay un segundo valor que la imposición del palio subraya claramente. El cordero, de cuya lana se confecciona, es símbolo del Cordero de Dios, que tomó sobre sí el pecado del mundo y se ofreció como rescate por la humanidad. Cristo, Cordero y Pastor, sigue velando por su grey, y la encomienda al cuidado de quienes lo representan sacramentalmente. El palio, con el candor de su lana, evoca la inocencia de la vida, y con su secuencia de seis cruces, hace referencia a la fidelidad diaria al Señor, hasta el martirio, si fuera necesario. Por tanto, quienes hayan recibido el palio deberán vivir una singular y constante comunión con el Señor, caracterizada por la pureza de sus intenciones y acciones, y por la generosidad de su servicio y testimonio.

A la vez que saludo con afecto a los arzobispos metropolitanos, que ayer recibieron el palio y que hoy han querido estar presentes en esta audiencia, deseo exhortaros a todos vosotros, amadísimos hermanos y hermanas que los acompañáis, a orar por vuestros pastores. Encomendemos al buen Pastor a estos venerados hermanos míos en el episcopado, para que crezcan diariamente en la fidelidad al Evangelio y sean auténticos modelos de la grey» (1 P 5, 3).

María, Madre de la Iglesia, proteja a quienes han sido llamados a guiar al pueblo cristiano, y obtenga a todos los discípulos de Cristo el valioso don del amor y de la unidad.

SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO
HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Domingo29 de junio de 2003

1. “El Señor me ayudó y me dio fuerzas” (2 Tm 4, 17).

Así describe san Pablo a Timoteo la experiencia que vivió mientras estuvo preso en Roma. Sin embargo, estas palabras se pueden referir a toda la actividad misionera del Apóstol de los gentiles, así como a la de san Pedro. Lo testimonia, en esta liturgia, el pasaje de los Hechos de los Apóstoles, que presenta la prodigiosa liberación de Pedro de la cárcel de Herodes y de una probable condena a muerte.

Por tanto, la primera y la segunda lecturas ponen de relieve el designio providencial de Dios sobre estos dos Apóstoles. Será el Señor mismo quien los conduzca al cumplimiento de su misión, cumplimiento que tendrá lugar precisamente aquí, en Roma, donde estos elegidos suyos darán la vida por él, fecundando con su sangre la Iglesia.

2. “Y lograron ser amigos de Dios” (Antífona de entrada). ¡Amigos de Dios! El término “amigos” es muy elocuente, si pensamos que salió de labios de Jesús durante la última Cena: “No os llamo ya siervos -dijo-; (…) a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15, 15).

San Pedro y san Pablo son “amigos de Dios” de modo singular, porque bebieron el cáliz del Señor. A ambos Jesús les cambió el nombre en el momento en que los llamó a su servicio: a Simón le dio el de Cefas, es decir, “piedra”, de donde deriva Pedro; a Saulo, el nombre de Pablo, que significa “pequeño”. El Prefacio de hoy establece un paralelismo entre los dos: “Pedro fue el primero en confesar la fe; Pablo, el maestro insigne que la interpretó; el pescador de Galilea fundó la primitiva Iglesia con el resto de Israel; el maestro y doctor la extendió a todas las gentes”.

3. “Bendito sea el Señor, que libera a sus amigos” (Salmo responsorial). Si pensamos en la vocación y en la historia personal de los apóstoles san Pedro y san Pablo, notamos cómo el impulso apostólico y misionero fue proporcional a la profundidad de su conversión. Probados por la experiencia amarga de la miseria humana, fueron liberados por el Señor.

Gracias a la humillación de la negación y al llanto incontenible que lo purificó interiormente, Simón se convirtió en Pedro, es decir, en la “piedra”: robustecido por la fuerza del Espíritu, tres veces declaró a Jesús su amor, recibiendo de él el mandato de apacentar su grey (cf. Jn 21, 15-17).
La experiencia de Saulo fue semejante: el Señor, a quien perseguía (cf. Hch 9, 5), “lo llamó por su gracia” (Ga 1, 15), derribándolo en el camino de Damasco. Así, lo liberó de sus prejuicios, transformándolo radicalmente, y lo convirtió en “un instrumento de elección” para llevar su nombre a todas las gentes (cf. Hch 9, 15).

De ese modo, ambos llegaron a ser “amigos del Señor”.

4. Amadísimos y venerados hermanos arzobispos metropolitanos, que habéis venido para recibir el palio, son diversas las situaciones personales de cada uno, pero todos habéis sido incluidos por Cristo entre sus “amigos”.

Mientras me dispongo a imponeros esta tradicional insignia litúrgica, que usaréis en las celebraciones solemnes como signo de comunión con la Sede apostólica, os invito a considerarla siempre como memoria de la sublime amistad de Cristo, que tenemos el honor y la alegría de compartir. En nombre del Señor, convertíos también vosotros en “amigos” de todos aquellos que Dios os ha encomendado.

Vuestras sedes episcopales se encuentran en diversas zonas de la tierra: imitando al buen Pastor, sed vigilantes y solícitos con todas vuestras comunidades. Llevadles también mi saludo cordial, así como la seguridad de que el Papa ora por todos y, especialmente, por los que soportan duras pruebas y encuentran mayores dificultades.

5. La alegría de esta fiesta resulta más intensa por la presencia de la delegación enviada también este año por Su Santidad Bartolomé I, Patriarca ecuménico. La preside el venerado hermano arzobispo de América, Dimitrios. ¡Bienvenidos, queridos y venerados hermanos! Os saludo en nombre del Señor y os pido que transmitáis mi abrazo de paz al amado hermano en Cristo, el patriarca Bartolomé.

El intercambio recíproco de delegaciones con ocasión de la fiesta de San Andrés en Constantinopla, y de la de San Pedro y San Pablo en Roma, se ha convertido, con el tiempo, en un signo elocuente de nuestro compromiso para lograr la unidad plena.

El Señor, que conoce nuestras debilidades y dudas, nos promete su ayuda para superar los obstáculos que impiden la concelebración de la única Eucaristía. Por eso, venerados hermanos, acogeros y teneros al lado en este solemne encuentro litúrgico fortalece la esperanza y expresa de modo concreto el anhelo que nos impulsa hacia la comunión plena.

6. “Por caminos diversos, los dos congregaron la única Iglesia” (Prefacio). Esta afirmación, referida a los apóstoles san Pedro y san Pablo, parece poner de relieve precisamente el compromiso de buscar, por todos los medios, la unidad, respondiendo a la invitación repetida muchas veces por Jesús en el Cenáculo: “Ut unum sint!”.

Como Obispo de Roma y Sucesor de Pedro, renuevo hoy, en el sugestivo marco de esta fiesta, mi plena disponibilidad a poner mi persona al servicio de la comunión entre todos los discípulos de Cristo. Amadísimos hermanos y hermanas, ayudadme con el apoyo incesante de vuestra oración. Invocad por mí la intercesión celestial de María, Madre de la Iglesia, y de los apóstoles san Pedro y san Pablo.

Dios nos conceda cumplir la misión que nos ha encomendado, en plena fidelidad hasta el último día, para formar en el vínculo de su caridad un solo corazón y una sola alma (cf. Oración después de la comunión). Amén.