Jesucristo, estoy aquí delante de Ti para cumplir un mandato tuyo. Lo he oído y leído muchas veces, pero sólo hasta ahora lo tomo en serio y quiero dedicarte a Ti este rato de oración para cumplir tu mandato: «Rogad al dueño de la mies que envíe obreros a su mies» Mt. 9, 38).
Tú eres ese dueño de la mies y por eso vengo a Ti a pedirte lo que Tú me has mandado que pida. Si no fuera porque Tú lo quieres y así 1o’ mandas expresamente, quizás a mí nunca se me hubiera ocurrido hacer esta petición. Siempre te pido por mí y por mis cosas; de vez en cuando por los míos. Pero, iqué pocas veces vengo a pedirte por algo en lo cual parece que no tengo nada que ver! Quiero siempre que me des sin que te tenga que dar nada en cambio. Y, sin embargo, pensándolo bien, al pedirte que mandes apóstoles a tus campos, estoy indirectamente pidiendo también un don para mí pues esos obreros que Tú mandas a que trabajen tu mies, serán para mí los mensajeros de tu palabra y tu amor.
Ilumíname, Señor, porque yo no sé orar. Enséñame a orar, a pedirte lo que más convenga. Manda tu Espíritu Santo para que Él me dé su Luz y purifique mi oración, haciéndola humilde, sencilla, perseverante, llena de fe, de confianza y de amor.
Quisiera verte, Señor, para hablar contigo. Verte como te vieron tus Apóstoles, como te vio tu Madre. Quisiera poder oír tus palabras, contemplar tus acciones. Pero ahora vienes a mí oculto en un pedazo de pan, para que no tenga miedo de acercarme a Ti, sin mostrar tu poder infinito, bajo las apariencias de este pan blanco que se me ofrece como alimento de mi espíritu. Creo, Señor, que estás aquí realmente presente en este sacramento admirable en el que Tú, Creador del universo, vienes a mí como pan que me fortalece en mi camino hacia el cielo. Creo, Señor. Pero, aumenta mi fe, hazla siquiera pequeña como un grano de mostaza. Creo que estás aquí conmigo, que me escuchas, que me hablas interiormente sin ruido de palabras y que, indefenso desde el altar, eres un signo elocuente de amor, de donación, de entrega sin límites.
No sólo creo en Ti. Confío en Ti porque eres el amigo que ha dado la vida por mí porque eres la vid que me permite llevar fruto, porque Tú tienes palabras de vida eterna, porque eres el buen Pastor que me llamas por mi nombre.
Creo en Ti. Confío en Ti. Y también te amo. Te amo porque Tú me has amado primero, porque has dado tu vida para redimirme del pecado, porque me has abierto las puertas de tu Reino, porque mientras exista en mi vida el más mínimo deseo de arrepentimiento, me perdonas. Te amo por el don de la vida que me has dado en forma inesperada. Por el don de la fe y del bautismo. Por esa familia cristiana en la que has querido que naciera y en la que he respirado esa fe sencilla pero capaz de dar sentido a toda una vida. Te amo porque me amas con ternura de padre, con la fidelidad del mejor amigo, con pasión de enamorado. Te amo porque mi vida está copada de tus dones, dones inmerecidos por los que Tú me conduces hasta Ti.
Sé, Señor, que soy una creatura que no tengo ningún derecho para estar ante Ti, mi Creador que me hiciste de la nada. Pero a Ti me acerco confiando en tu bondad y misericordia. Me acerco «como el enfermo a mi Salvador, hambriento y sediento, a la fuente de la Vida; pobre, al Rey de los cielos; criatura a mi Creador; triste y afligido a mi Consolador» (Imitación de Cristo, IV, 2).
Por mis pecados, por mi indignidad, p& mi malicia soy indigno de estar ante Ti si no fuera porque con tu voz me llamas: «No temas. Soy yo. Venid a mí los que estáis atribulados y fatigados que yo os confortaré. Aprende de mí que soy manso y humilde de corazón». Y, siguiendo tu invitación vengo a Ti para aprender de Ti. Vengo a Ti para pedir obreros para tu viña. Que María, la Madre de los sacerdotes, esté a mi lado y sea Ella la primera intercesora que te arranque la gracia de tu Corazón de enviar al mundo sacerdotes y hombres y mujeres consagrados a Ti y a tu Reino.