Homilía que pronunció Benedicto XVI al celebrar la misa de la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo (Corpus Christi), en la Basílica de San Juan de Letrán.
Queridos hermanos y hermanas:
En la víspera de su Pasión, durante la Cena pascual, el Señor tomó el pan en sus manos –como hemos escuchado hace poco en el Evangelio– y, tras pronunciar la bendición, lo rompió y lo dio a sus discípulos diciendo: «Tomad, este es mi cuerpo». Después tomó el cáliz, dio gracias, se lo dio y todos bebieron de él. Y dijo: «Esta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos» (Marcos 14, 22-24). Toda la historia de Dios con los hombres se resume en estas palabras. No sólo recuerdan e interpretan el pasado, sino que anticipan también el futuro, la venida del Reino de Dios en el mundo. Jesús no sólo pronuncia palabras. Lo que Él dice es un acontecimiento, el acontecimiento central de la historia del mundo y de nuestra vida personal.
Estas palabras son inagotables. Quisiera meditar con vosotros en este momento en un solo aspecto. Jesús, como signo de la presencia, escogió el pan y el vino. Con cada uno de los dos signos se entrega totalmente, no sólo una parte de sí. El Resucitado no está dividido. Él es una persona que, a través de los signos, se acerca a nosotros y se une a nosotros. Los signos, sin embargo, representan de manera clara cada uno de los aspectos particulares de su misterio y, con su manera típica de manifestarse, nos quieren hablar para que aprendamos a comprender algo más del misterio de Jesucristo. Durante la procesión y en la adoración, nosotros miramos a la Hostia consagrada, la forma más sencilla de pan y de alimento, hecho simplemente con algo de harina y de agua. La oración con la que la Iglesia durante la liturgia de la misa entrega este pan al Señor lo presenta como fruto de la tierra y del trabajo del hombre. En él queda recogido el cansancio humano, el trabajo cotidiano de quien cultiva la tierra, de quien siembra, cosecha y finalmente prepara el pan. Sin embargo, el pan no es sólo un producto nuestro, algo que nosotros hacemos; es fruto de la tierra y, por tanto, es también un don. El hecho de que la tierra dé fruto no es mérito nuestro; sólo el Creador podía darle la fertilidad. Y ahora podemos también ampliar algo esta oración de la Iglesia, diciendo: el pan es fruto de la tierra y al mismo tiempo del cielo. Presupone la sinergia de las fuerzas de la tierra y de los dones de lo alto, es decir, del sol y de la lluvia. Y el agua, de la que tenemos necesidad para preparar el pan, no la podemos producir nosotros. En un período en el que se habla de la desertización y en el que escuchamos denunciar el peligro de que los hombres y los animales mueran de sed en las regiones sin agua, volvemos a darnos cuenta de la grandeza del don del agua y de que no podemos proporcionárnoslo por nosotros mismos. Entonces, al contemplar más de cerca este pequeño pedazo de Hostia blanca, este pan de los pobres, se nos presenta como una síntesis de la creación. Se unen el cielo y la tierra, así como actividad y espíritu del hombre. La sinergia de las fuerzas que hace posible en nuestro pobre planeta el misterio de la vida y de la existencia del hombre nos sale al paso en toda su maravillosa grandeza. De este modo, comenzamos a comprender por qué el Señor escoge este pedazo de pan como su signo. La creación con todos sus dones aspira más allá de sí misma hacia algo que es todavía más grande. Más allá de la síntesis de las propias fuerzas, más allá de la síntesis de naturaleza y espíritu que en cierto sentido experimentamos en el pedazo de pan, la creación está orientada hacia la divinización, hacia los santos desposorios, hacia la unificación con el Creador mismo.
Pero todavía no hemos explicado plenamente el mensaje de este signo de pan. El Señor hizo referencia a su misterio más profundo en el Domingo de Ramos, cuando le presentaron la petición de unos griegos que querían encontrarse con Él. En su respuesta a esta pregunta, se encuentra la frase: «En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto» (Juan 12, 24). En el pan, hecho de granos molidos, se esconde el misterio de la Pasión. La harina, el grano molido, presupone el morir y el resucitar del grano. El ser molido y cocido manifiesta una vez más el mismo misterio de la Pasión. Sólo a través del morir llega el resurgir, llega el fruto y la nueva vida. Las culturas del Mediterráneo, en los siglos anteriores a Cristo, habían intuido profundamente este misterio. Basándose en la experiencia de este morir y resurgir, concibieron mitos de divinidades, que muriendo y resucitando daban nueva vida. El ciclo de la naturaleza les parecía como una promesa divina en medio de las tinieblas del sufrimiento y de la muerte que se nos imponen. En estos mitos, el alma de los hombres, en cierto sentido, se orientaba hacia ese Dios que se hizo hombre, que se humilló hasta la muerte en la cruz y que de este modo abrió para todos nosotros la puerta de la vida. En el pan y en su devenir, los hombres han descubierto una especie de expectativa de la naturaleza, una especie de promesa de la naturaleza de que esto habría tenido que existir: el Dios que muere de este modo nos lleva a la vida. Ha sucedido realmente con Cristo lo que en los mitos era una expectativa y lo que el mismo grano esconde como signo de la esperanza de la creación. A través de su sufrimiento y de su muerte libre, Él se convirtió en pan para todos nosotros y, de este modo, en esperanza viva y creíble: Él nos acompaña en todos nuestros sufrimientos hasta la muerte. Los caminos que Él recorre con nosotros y a través de los cuales nos conduce a la vida son caminos de esperanza.
Al contemplar en adoración a la Hostia consagrada, nos habla el signo de la creación. Entonces nos encontramos con la grandeza de su don; pero nos encontramos también con la Pasión, con la Cruz de Jesús y su resurrección. A través de esta contemplación en adoración, Él nos atrae hacia sí, penetrando en su misterio, por medio del cual quiere transformarnos, como transformó la Hostia.
La Iglesia primitiva encontró en el pan un signo más. La «Doctrina de los doce apóstoles», un libro redactado en torno al año 100, refiere en sus oraciones la afirmación: «Que así como este pan partido estaba esparcido sobre las colinas y es reunido en una sola cosa, del mismo modo tu Iglesia sea reunida desde los confines de la tierra en tu Reino» (IX, 4). El pan, hecho de muchos granos de trigo, encierra también un acontecimiento de unión: el convertirse en pan de granos molidos es un proceso de unificación. Nosotros mismos, de los muchos que somos, tenemos que convertirnos en un solo pan, en su solo cuerpo, nos dice san Pablo (1 Corintios 10, 17). De este modo, el pan se convierte al mismo tiempo en esperanza y tarea.
De manera semejante también nos habla el signo del vino. Ahora bien, mientras el pan hace referencia a lo cotidiano, a la sencillez y a la peregrinación, el vino expresa la exquisitez de la creación: a través de este signo menciona la fiesta de alegría que Dios quiere ofrecernos al final de los tiempos y que anticipa ahora, siempre de nuevo. Pero el vino también habla de la Pasión: la vid tiene que ser podada repetidamente para poder purificarse; la uva tiene que madurar bajo el sol y la lluvia y tiene que ser pisada: sólo a través de esta pasión madura un vino apreciado.
En la fiesta del Corpus Christi contemplamos sobre todo el signo del pan. Nos recuerda también la peregrinación de Israel durante los cuarenta años en el desierto. La Hostia es nuestro maná con el que el Señor nos alimenta, es verdaderamente el pan del cielo, con el que Él verdaderamente se entrega a sí mismo. En la procesión, seguimos este signo y de este modo le seguimos a Él mismo. Y le pedimos: ¡guíanos por los caminos de nuestra historia! ¡Vuelve a mostrar a la Iglesia y a sus pastores siempre de nuevo el camino justo! ¡Mira a la humanad que sufre, que vaga insegura entre tantos interrogantes; mira el hambre física y psíquica que le atormenta! ¡Da a los hombres el pan para el cuerpo y para el alma! ¡Dales trabajo! ¡Dales luz! ¡Dales a ti mismo! ¡Purifícanos y santifícanos a todos nosotros! Haznos comprender que sólo a través de la participación en tu Pasión, a través del «sí» a la cruz, a la renuncia, a las purificaciones que tú nos impones, nuestra vida puede madurar y alcanzar su auténtico cumplimiento. Reúnenos desde todos los confines de la tierra. ¡Une a tu Iglesia, une a la humanidad lacerada! ¡Danos tu salvación! ¡Amén!
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]