“Es cierto que la Semana Santa convoca a los creyentes, pero también lo es que debería ser un motivo de profunda reflexión para aquellos que piensan que no tiene fe o que no pueden tenerla. ¿Qué es la fe?”.
Es propio del cristianismo y de la fe católica un sentido optimista de la vida y una interpretación positiva de todos los acontecimientos que ocurren en la existencia de cada uno y de nuestra sociedad. El fundamento de esa visión no es la confianza en el hombre sino la certeza de la fe que nos muestra que todo nuestro caminar forma parte de un designio de salvación al cual estamos llamados por un padre nuestro que está en los cielos. En estos días hemos visto a tantos miles de hombres y mujeres que con reverencia se acercan a nuestras Iglesia y participan en las ceremonias que recuerdan la pasión, muerte y resurrección del Señor. Frente a un cierto pesimismo que se apodera de tantos hombres y mujeres de nuestra época, frente a un relativismo que intenta poner al hombre como el centro de toda la vida dejando de lado a Dios o relegándolo a la esfera de lo privado, sigue vivo y presente, actuando en cada uno, ese deseo de eternidad que sólo la fe llena en toda su extensión. Al final de estos días cantaremos la resurrección del Señor, que afirma definitivamente nuestra certeza en la vida futura, pues donde Jesús está ahora llegaremos nosotros más tarde. Quien se acerque a la fe cristiana con deseos profundos de creer creerá, pero debe pedirla con humildad. Por eso San Agustín escribió “la fe no es propia de los soberbios, sino de los humildes’’ (Catena Aurea, vol. VI, p. 297).
El Papa Juan Pablo I escribió con esa simpatía y libertad que lo caracterizaba “Aquí, en Roma, hubo un gran poeta, Trilussa, que trató también él de hablar de la fe. En cierta poesía suya dejó dicho: «aquella viejecita ciega, que encontré / la tarde que me perdí en medio del bosque / me dijo: Si el camino no lo sabes / te acompaño yo, que lo conozco. / Si tienes el valor de acompañarme, / de vez en cuando te daré una voz: hasta allá en el fondo, donde hay un ciprés; / hasta allá en la cima, donde hay una cruz. Yo respondí: Bueno… pero encuentro extraño / pueda guiarme quien no ve… / La ciega, entonces, me cogió la mano / y suspiró: —Camina—. Era la fe». Como poesía, graciosa; como teología, defectuosa. Defectuosa, porque cuando se trata de la fe, el gran conductor es Dios (A loc. l 3 -IX- 1978). El Cardenal Newman, un intelectual a quien pocos le niegan sus méritos, dejo también escrito que “nada es demasiado difícil de creer acerca de Aquel para quien nada es demasiado difícil de hacer (Sermón sobre Dom. IV después de Epifania —Cat. S. Chand 1848).
Es cierto que la Semana Santa convoca a los creyentes, pero también lo es que debería ser un motivo de profunda reflexión para aquellos que piensan que no tiene fe o que no pueden tenerla. ¿Qué es la fe? “He aquí lo que es la fe: rendirse a Dios, pero transformando la propia vida. Agustín contó el itinerario de su fe. Especialmente en las últimas semanas fue terrible; leyéndole se siente su alma como estremecerse y retorcerse en conflictos interiores. Aquí Dios que le llama e insiste; y allí, las antiguas costumbres. «Viejas amigas —escribe— me tiraban dulcemente de mi vestido de carne y me decían: Agustín, ¿cómo?, ¿nos abandonas? Mira que no podrás ya hacer esto, no podrás ya hacer aquello otro, ¡y para siempre!». ¡Difícil! «Me encontraba—dice—en el estado de uno que está en la cama por la mañana. Le dicen: Fuera, Agustín, levántate. Yo, a mi vez, decía: Sí, pero más tarde, todavía un poquito. Finalmente, el Señor me dio un empujón, me echó fuera». Así, pues, no hay que decir: Sí, pero…; sí, pero más tarde. Hay que decir: ¡Señor, sí! ¡Ahora mismo! Esto es la fe. Responder con generosidad al Señor. Pero ¿quién dice este sí? Quien es humilde y se fía completamente de Dios (Juan Pablo I, Aloc. 13-IX-1978).
“Al pasar, vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento. Y sus discípulos le preguntaron: Maestro, ¿qué pecados son la causa de que éste haya nacido ciego, los suyos, o los de sus padres?”. Estos hombres, a pesar de estar tan cerca de Cristo, piensan mal de aquel pobre ciego. Para que no os extrañe si, en el rodar de la vida, cuando servís a la Iglesia, encontráis discípulos del Señor que se comportan de modo semejante con vosotros o con otros. No os importe y, como el ciego, no hagáis caso: abandonaos de verdad en las manos de Cristo; El no ataca, perdona; no condena, absuelve; no observa con despego la enfermedad, sino que aplica el remedio con diligencia divina. Nuestro Señor “escupió en la tierra, formó lodo con la saliva, lo aplicó sobre los ojos del ciego, y le dijo: anda, y lávate en la piscina de Siloé, que significa el Enviado. Fue, pues, el ciego y se lavó allí, y volvió con vista”. (S.J.Escrivá, Amigos de Dios 193). Todos somos ciegos y todos necesitamos ver. Si nos acercamos al que es la Luz, veremos con nueva perspectiva las mismas realidades que hoy observamos, pero desde la visión de la fe. Estos días son buenos para pedir humildemente que Dios nos aumente la fe.
(*) Obispo de San Bernardo