Homilía en la Solemnidad de San Bernardo Abad. Catedral de San Bernardo. 20 de agosto de 2006

Reunidos una vez más bajo las bóvedas de nuestra Iglesia Catedral, queremos celebrar hoy la fiesta de San Bernardo, Patrono de la ciudad y de la diócesis, agra-deciendo al Señor y a María Santísima, a quien nuestro Patrono amó profundamen-te, la protección que nos deparara y las luces que nos entrega.

Como comunidad eclesial que camina con un destino común, hemos de detener nuestros pasos en un día de fiesta para preguntarnos acerca del significado espi-ritual del nombre del Santo que nos identifica como diócesis y como ciudad.

Fue San Bernardo de Claraval un hombre virtuoso suscitado por Dios para re-formar las costumbres de su tiempo y promover la unidad y la paz entre naciones y pueblos profundamente divididos. Por esta razón su enseñanza de ayer es hoy tam-bién valedera, porque nuestro mundo y nuestra sociedad sufre hoy también divisio-nes muy hondas, que llevan a la guerra, a las discordias y a la desunión.

Promotor de la paz, fue Bernardo un viajero incesante en su determinación de predicar a las naciones y reinos europeos de su época la necesidad de aprender a vivir en paz y hermandad. Consejero humilde de los grandes mundos, predicador encendido de la Segunda Cruzada para reconquistar para Cristo las tierras donde vivió y murió el Señor, monje exigente entregado a la alabanza a Dios, Bernardo apagó sus ojos en una celda de la abadía de Claraval, en Francia, el 20 de Agosto del año 1153, día que es el de su tránsito al cielo, y por tanto el día de su fiesta, co-mo acostumbra la Iglesia a celebrar a los santos.

Bernardo fue un monje santo, predicador irresistible, escritor de gran talento, luchador enérgico, que sin haberlo buscado se encontró inmerso en los grandes problemas de su tiempo. Los Papas, como también los gobernantes de los pueblos del siglo XII, emperadores, reyes y príncipes, recurrieron a él para solucionar con-flictos o resolver dificultades. Muchas desgracias fueron evitadas gracias a él. Ber-nardo fue también un cantor enamorado de la Virgen María, y de este mismo amor, sacaba inspiración y energías agotables.

A los 25 años llegó a ser Abad, es decir, superior de una Abadía. La mayoría de los monjes eran de más edad que él pero todos lo amaban y lo respetaban como su jefe y su guía. En términos de nuestra época, ejerció un autentico liderazgo en muchos hombres y mujeres de su tiempo, liderazgo que nacía de su profundo amor a Dios y de una vida plenamente coherente con lo que el creía y enseñaba.

Bastaba verlo vivir, para saber lo que era un cisterciense, por eso su fama se extendía más allá de los límites de la Abadía y fueron numerosos los que se presen-taron para compartir la dura, pero hermosa vida de los monjes. Venía de todas par-tes y de distintos ambientes: estudiantes, sacerdotes, incluso ladrones; como aquel que Bernardo salvó de la horca, cubriéndolo con su hábito y diciendo a los hombres de armas que lo buscaban:- “¿Ustedes quieren ahorcarlo? En nuestra abadía de Cla-raval estará crucificado para siempre”.

En otra ocasión, unos caballeros, antiguos amigos de Bernardo, que iban a un torneo con el fin de divertirse, pasaron a saludarlo. El los recibió muy amablemen-te, compartió con ellos, y después de un rato se fueron. Pero no muy lejos…. Por-que, en el camino la gracia actuó en ellos, volvieron a la Abadía y se pusieron bajo su conducción, pidiendo ser admitidos como simples monjes. Era su apostolado y su palabra divina irresistible y atrayente y por esos cientos de hombres lo siguieron en su ideal de servir al Señor desde la vida contemplativa de su monasterio.

Bernardo, fue un hombre muy exigente consigo mismo y su vida de penitencia y de oración era notoria para sus hermanos, porque sentía la necesidad de ponerse a la escucha de Cristo para poder luego trasmitir a otros la llamada de su Señor. Pero, exigente consigo mismo, se esforzaba por comprender a los que tenía a su cargo, a quien trataba como un padre a su hijo, dando ejemplo de caridad y amabilidad. Era, como todos los santos, un hombre agradable, simpático y sencillo que sabía que no se puede pedir a todos lo mismo, que cada alma debe dar según su medida y su gracia. Aquel que dirige debe ser, como lo dirá graciosamente más tarde “madre por las caricias y al mismo tiempo, padre de las correcciones”. Que preciosa enseñanza para aprenderla nosotros y amar así a los que están a nuestro lado.

Recordaba con ternura las lecciones de su querida madre y le rezaba junto a la Virgen María, Madre de las madres, lo que Alet, el nombre de su mamá, le había enseñado a ser para con la Santísima Virgen María. Trató y amó siempre a la Madre de Dios como un niño confiado en la presencia e intercesión de su celestial Madre. Se puede decir que la Virgen fue la dulzura y la sonrisa en esta existencia tan dura y difícil por la cual el Señor le condujo en esta tierra.

Eran tiempos los de Bernardo en que se le reconocía a los príncipes y autori-dades civiles la facultad de nombrar obispos y Abades y el supo ir cortando esos errores que quitaban la libertad a la Iglesia, pues no era conforme a los designios de Dios que en la Iglesia influyeran los hombres políticos.

Esta intromisión tan dañina para al Iglesia, apareció claramente en el conflicto que oponía al Papa Inocencio II contra el falso Papa Anacleto. En efecto a la muerte del Papa Honorio, en 1130, los cardenales, que debía elegir al nuevo Papa, estaban divididos a favor de diversos candidatos, y como ninguno quería ceder, dos Papas salieron elegidos: Inocencio y Anacleto y no se sabía cual era el legítimo; parecía que la Iglesia tenía dos cabezas y los dos tenían a su favor el apoyo de grandes prín-cipes.

Para clarificar esta dolorosa situación llamaron a Bernardo, quien después de reflexionar, consultar y rezar, se pronunció a favor de Inocencio II. La asamblea que se había reunido en Francia bajo el patrocinio de Luís VI, aceptó la sentencia y volvió la unidad a la Iglesia.

Pero Bernardo ansiaba la paz y la vida de oración de su monasterio y pensaba que luego de ayudar a arreglar tantas dificultades de la Iglesia y de los Reinos de su tiempo, podría disfrutar de esa tranquilidad; creía tener el derecho a entregarse por entero a la contemplación. Dios le daba luces y gracias cada vez más grandes. Sin embargo una y otra vez debía renunciar a esa vida apacible, para salir a poner paz y concordia entre los hombres y terminar los conflictos y las dificultades de su época

La Santísima Virgen tenía un lugar tan determinante en su vida, que él se con-sidera como su caballero (fue uno de los primeros que la llamó a María Nuestra Se-ñora) y para hablar de Ella, tenía palabras únicas en su estilo. Se ha conservado de San Bernardo, sermones sobre la Anunciación, sobre el santo nombre de María, que son verdaderas joyas. Por ejemplo, escribió: “Si se levanta la tempestad de las ten-taciones, si caes en el escollo de las tristezas, eleva tus ojos a la Estrella del Mar: invoca a María!, o aquella que dice: El pensar en Ella y el invocarla, sean dos cosas que no se parten nunca ni de tu corazón ni de tus labios. Y para estar más seguro de su protección no te olvides de imitar sus ejemplos. Siguiéndola no te pierdes en el camino”

Pasando un día Bernardo ante la imagen de Nuestra Señora, se inclinó respe-tuosamente diciéndole: “Ave María”. Era el “Buenos días” del hijo a su Madre. Un día Nuestra Señora, sensible a esta ternura filial de un hijo que tanto la amaba, se inclinó Ella misma ante su predilecto diciéndole: “Ave Bernardo”

En otra oportunidad, ocurrió que en el momento en que los monjes acababan el canto de la Salve, su amor por la Santísima Virgen se exhaló de sus labios con estas tres aclamaciones: ¡O clemens! ¿O pía! ¡O dulces Virgo María! ( ¡Oh clemen-te!, ¡Oh piadosa! ¡Oh dulce Virgen María!), las que desde aquel entonces, fueron agregadas a esta oración.

A Bernardo, le gustaba pensar y hablar de la Virgen María, como Mediadora nuestra, o sea, abogada, intercesora nuestra. La definía como “acueducto”, por el cual, todas las aguas del cielo, es decir las gracias, vienen a nosotros. También la llamaba “Estrella”, de la que ningún cristiano debe apartar los ojos para llegar al puerto, que es el Cielo. No terminaríamos nunca de detallar lo que la Santísima Virgen fue en la vida de San Bernardo, y la manera cómo la celebró y la amó.

Estamos ahora en el año 1141. Nuevas dificultades surgen en los asuntos del reino de Francia. El rey Luís VII tomándose atribuciones que le correspondían so-lamente al Papa, había despojado de su puesto a los obispos de su reino, para reem-plazarlos por sacerdotes de su agrado (que posteriormente serían consagrados obis-pos); además confiscó los bienes de las Iglesias. Varias diócesis fueron así saquea-das por voluntad del rey, cuyos soldados incendiaron y masacraron sin piedad.

Bernardo no tuvo miedo de reprochárselos duramente en una carta: “Sus ex-cesos en asesinatos, incendios y saqueos, me hacen mirar como una insensatez la buena opinión que yo tenía de su persona, lo que me incita a escribirle con toda verdad, sin debilidad”. Y sigue largamente en el mismo tono, sin temer de mostrar a Luís VII todos sus errores.

Una vez más, su valiente intervención trae una reconciliación del rey con quienes estaba en conflicto, especialmente con el conde Thibaut de Champagne, cuyos estados habían sido saqueados.

Después de la muerte prematura del nuevo Papa Celestino, surgen otros con-flictos en torno a la sede de Pedro. Roma se agita y Lucius recién elegido y consa-grado muere a consecuencia de una pedrada. La Iglesia estaba nuevamente sin jefe. Es entonces cuando los cardenales colocaron sobre el trono de San Pedro, con el nombre de Eugenio III, al monje cisterciense Paganelli, a quien Bernardo había nombrado Abad del monasterio de las Tres Fontanas. El, entonces, le escribió con fuerza que si abandonaba la vida de oración por las obligaciones del papado seria un mal sucesor de San Pedro y no conduciría bien la barca de Pedro.

Queridos hermanos, hemos recorrido en este día de fiesta algunas de las ca-racterísticas espirituales de aquel barón que fue San Bernardo de Claraval, cuya fi-gura nos mira desde la bella estatua que adorna nuestra Iglesia Catedral. Nuestra diócesis y nuestra ciudad, deben descubrir el gran patrono que Dios nos ha puesto para nuestra guía y a pesar de ser un santo de hace ya mil años, su presencia, su fi-gura y su intercesión han de ser el camino seguro de esta comunidad de hombres y mujeres que buscan a Dios en medio de nuestra tierra, que debemos aprender de sus enseñanzas que si queremos ser personas santas, que lleguen a los demás la paz, el amor y la presencia de Dios en medio de nuestro mundo, no hemos de abandonar a la Madre, nuestra Señora, Con firmeza escribió nuestro Santo: no eres mas santo porque no eres mas devoto de María. Que san Bernardo nos ayude a amar a la Ma-dre Dios y que ella sea siempre nuestra protectora y nuestro refugio.

Así sea.