Homilía de Monseñor Juan Ignacio González Errázuriz en la Ordenación Presbiteral

Homilía de Monseñor Juan Ignacio González Errázuriz en la Ordenación Presbiteral

HOMILIA EN LA ORDENACION PRESBITERAL
30 de Abril de 2006

Homilía de Monseñor Juan Ignacio González Errázuriz en la Ordenación Presbiteral“Queridos diáconos que hoy recibirán el sagrado orden del presbiterado. Querido don Orozimbo, a quien el Señor nos concede la alegría de que participe hoy en esta solemne celebración, estimado hermano en el episcopado, monseñor Guillermo Vera, Obispo –prelado de Calama, cuyos seminaristas estudian con nosotros en San Bernardo y cuya presencia nos alegra este día y es presagio de la ordenación el día de mañana de los hijos de esa Iglesia del norte de nuestra patria.
Queridas familias que en este día solemne los acompañan, sacerdotes, religiosos y religiosas, fieles de nuestra diócesis especialmente de las comunidades donde los tres diáconos han servidos durante estos años, amigos de de otras ciudades y países.

1. La lectura de la Primera carta de San Juan (I Juan 2, 1-5) que acabamos de escuchar, pone ante nuestra realidad el momento solemne y único que hoy están viviendo estos tres hermanos elegidos por el Señor para el servicio ministerial como sacerdotes de Cristo, nuestra diócesis de San Bernardo y toda la Iglesia. Dice el apóstol “Cristo es la víctima de propiciación por nuestros pecados y por los del mundo entero Hijos míos, les escribo estas cosas para que no pequen. Pero si alguno peca, tenemos ante el Padre un abogado, Jesucristo, el Justo. El se ha entregado como víctima por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino por los del mundo entero”.

He aquí, queridos diáconos la grandeza de Dios que se expresa en cada uno de ustedes al elegirlos para ser los servidores de su Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, de manera que actuando en su nombre y en su persona – in persona Christi- sean para el mundo y para los hombres y mujeres de este tiempo, el mismo Cristo, que con su presencia entre los hombres va curando las heridas, sanado las enfermedades, personando los pecados y llamando a todos a vivir cara a la vida eterna. San Pablo por esta razón nos dice: “Es preciso que los hombres vean en nosotros a los ministros de Cristo y a los administradores de los misterios de Dios. (1 Cor 4, 1) y el Concilio Vaticano II nos lo recuerda con particular fuerza: “Por el sacramento del orden se configuran los presbíteros con Cristo sacerdote, como ministros de la Cabeza para construir y edificar todo su Cuerpo, que es la iglesia, como cooperadores del Orden episcopal. (Decr. Presbyterorum Ordinis, 12).

2. Es posible y también bueno que en este momento cada uno vuelva a considerar – y todos nosotros al mismo tiempo – la poquedad de nuestra vida, la falta de méritos y las miserias que arrastramos, que nos hacen incapaces del servicio ministerial que hoy el Señor Jesús pone sobre nuestros hombros y con el cual marca definitivamente nuestras vidas. Y vendrán a nuestra mente, puestas por el Espíritu Santo, aquellas palabras consoladoras de la Escritura, “que tienes que no hayas recibido y de que te glorías por haberlas recibido”.

Enseñó el amado Papa Juan Pablo, cuyo paso a la Casa del Padre hemos recordado hace unos días. “Llamados, consagrados, enviados. Esta triple dimensión explica y determina vuestra conducta y vuestro estilo de vida. Estáis «puestos aparte»; «segregados», pero «no separados» (Presbyterorum Ordinis, 3). Así os podéis dedicar plenamente a la obra que se os va a confiar: el servicio de vuestros hermanos. Comprended, pues, que la consagración que recibís os absorbe totalmente, os dedica radicalmente, hace de vosotros instrumentos vivos de la acción de Cristo en el mundo, prolongación de su misión para gloría del Padre. A ello responde vuestro don total al Señor. El don total que es compromiso de santidad. Es la tarea interior de «imitar lo que tratáis», como dice la exhortación del Pontifical Romano de las ordenaciones. Es la gracia y el compromiso de la imitación de Cristo, para reproducir en vuestro ministerio y conducta esa imagen grabada por el fuego del Espíritu. Imagen de Cristo sacerdote y víctima, de redentor crucificado. (Hom. en la ordenación de nuevos sacerdotes. Valencia, 8-XI-1982). En las reciente carta para el día mundial de las vocaciones, el Papa Benedicto ha escrito: “Para responder a la llamada de Dios y ponerse en camino no es necesario ser ya perfectos. Sabemos que la conciencia de su pecado permitió al hijo pródigo emprender el camino de regreso y experimentar así la alegría de la reconciliación con el Padre. Las fragilidades y los límites humanos no constituyen un obstáculo, con tal de que nos ayuden a tomar cada vez mayor conciencia de que necesitamos la gracia redentora de Cristo”
Homilía de Monseñor Juan Ignacio González Errázuriz en la Ordenación PresbiteralQueridos Ernesto, Juan Francisco y Cesar, no hay ninguna circunstancia, acontecimiento o suceso de la vida de cada uno, después de bautismo, comparable con el que están viviendo en este instante. Serán configurados con Cristo de manera que de ahora en adelante el ideario central de toda la existencia es buscar a Dios con tal pasión y servirlo con tal disponibilidad que al final de nuestro peregrinar terreno se puede decir de cada uno aquello que nos dejo el Apóstol de la Gente, ya no soy yo quien vive sino que Cristo vive en mi. Exigente llamado. “Por el Sacramento del Orden, el sacerdote se capacita efectivamente para prestar a Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser; es Jesucristo quien, en la Santa Misa, con las palabras de la Consagración, cambia la sustancia del pan y del vino en su Cuerpo, su Alma, su Sangre y su Divinidad. En esto se fundamenta la incomparable dignidad del sacerdote. Una grandeza prestada, compatible con la poquedad mía. Yo pido a Dios Nuestro Señor que nos dé a todos los sacerdotes la gracia de realizar santamente las cosas santas, de reflejar, también en nuestra vida, las maravillas de las grandezas del Señor. (San Josemaría Escrivá Hom. Sacerdote para la eternidad, 13-4-73).

3. Para animarnos en nuestra indignidad, el Salmo que acabamos de escuchar nos recuerda “En ti, Señor, confío.” Respóndeme cuando te invoco, Dios mío mi salvador; tú, que en la angustia me diste alivio, ten piedad de mí y escucha mi oración. En ti, Señor, confío. Sepan que el Señor me ha mostrado su amor; el Señor me escucha cuando lo invoco. En ti, Señor, confío.

Como todos los caminos del cristiano en esta tierra, el sacerdocio es ante todo un itinerario de santidad personal de un hombre que al ser configurado con Cristo por la ordenación adquiere una manera particular y propia de vivir, que sintetiza en una búsqueda constante del Señor y en un mostrar siempre y en toda circunstancia a Jesús, especialmente cuando prestándole nuestra sentidos, nuestra vida y todo lo que somos, celebramos los sacramentos de la fe mediante los cuales nosotros y el pueblo de Dios se llena de la Gracia de Cristo.

Jesús, el Señor, vivió entre nosotros como el que sirve y no vino a ser servido sino a servir. Que imagen mas gráfica y ejemplar, la que hace unos días hemos recordado con el lavado de los pies de los discípulos que Jesús hizo en la ultima cena, ante de pasar al Padre. Esa es la actitud de vida del sacerdote: un hombre dispuesto siempre al servicio, a agacharse para lavar los pies cansados de los hombre y mujeres que van por lo camino polvorientos y difíciles de este caminar terreno. Como nos enseño el Papa Juan Pablo: “Su servicio no es el del médico, del asistente social, del político o del sindicalista. En ciertos casos, tal vez, el cura podrá prestar, quizá de manera supletoria, esos servicios, y en el pasado los prestó de forma muy notable. Pero hoy, esos servicios son realizados adecuadamente por otros miembros de la sociedad, mientras que nuestro servicio se especifica cada vez más claramente como un servicio espiritual. Es en el campo de las almas, de sus relaciones con Dios y de su relación interior con sus semejantes, donde el sacerdote tiene una función especial que desempeñar. Es ahí donde debe realizar su asistencia a los hombres de nuestro tiempo y ayudar a las almas a descubrir al Padre, abrirse a El y amarlo sobre todas las cosas”( Hom. 2-VII-80).

Resumiendo magistralmente este sentido del servicio sacerdotal a Dios y a todos los hombres, San Josemaría escribió “El sacerdocio lleva a servir a Dios en un estado que no es, en sí, ni mejor, ni peor que otros: es distinto. Pero la vocación de sacerdote aparece revestida de una dignidad y de una grandeza que nada en la tierra supera. Santa Catalina de Siena pone en boca de Jesucristo estas palabras: no quiero que mengüe la reverencia que se debe profesar a los sacerdotes, porque la reverencia y el respeto que se les manifiesta, no se dirige a ellos, sino a Mí, en virtud de la Sangre que yo les he dado para que las administren. Si no fuera por esto, deberíais dedicarles la misma reverencia que a los seglares, y no más… No se les ha de ofender: ofendiéndolos, se me ofende a Mí, y no a ellos. Por eso lo he prohibido, y he dispuesto que no admito que sean tocados mis Cristos (Santa Catalina de Siena, El Dialogo cap. 116; Cfr. Ps CIV, 15).

4. Queridos ordenandos, pero que haremos para con nuestra pobreza encarnar este ideal del sacerdocio católico? ¿Como responderemos a las exigencias de una sociedad que nos observa de cerca y que muchas veces critica fuertemente nuestra vida y nuestra acción?, por nuestra falta de testimonio y la traición e infidelidad de hermanos nuestros que escandalizan al pueblo de Dios.
Dicho de otra manera y usando palabras prestadas, “¿qué quieren, qué esperan los hombres del sacerdote, ministro de Cristo, signo viviente de la presencia del Buen Pastor? Nos atrevemos a afirmar que necesitan, que desean y esperan, aunque muchas veces no razonen conscientemente esa necesidad y esa esperanza, un sacerdote-sacerdote, un hombre que se desviva por ellos, por abrirles los horizontes del alma, que ejerza sin cesar su ministerio, que tenga un corazón grande, capaz de comprender y de querer a todos, aunque pueda a veces no verse correspondido; un hombre que dé con sencillez y alegría, oportunamente y aun inoportunamente (cfr. 2 Tim 4, 2), aquello que él solo puede dar: la riqueza de gracia, de intimidad divina, que a través de él Dios quiere distribuir a los hombres. (A. del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, pp. 109-110). Sé que conocéis bien la respuesta, pero conviene que como Padre y Pastor os lo recuerde con claridad, para que se grabe a fuego en vuestras almas.

Un sacerdote es un hombre que ante todo vive en la intimidad divina. Estando en el mundo, viviendo con los demás hombre y mujeres, llevando sobre si lo dolores y angustias de su pueblo y sobretodo de los mas pobres y sufrientes, él mismo vive en una constante unión con Dios, que le permite aproximarse sin miedos a todas las realidades humanas nobles para santificarlas con las presencia y la acción de Cristo. Intimidad divina, si, pero hay que cultivarla como se cultiva el amor entre dos personas y ese cultivo se riega con la oración personal y comunitaria. Un sacerdote es ante todo un hombre de oración, que sabe dedicar tiempos precisos de su existencia a estar con El, como nos cuenta el Santo Evangelio que hacia los discípulos del Señor.

Para conocer a Cristo y darlo a conocer es necesaria una lucha personal seria y decidida por ser hombre de oración larga, que dará los frutos que Dios quiera, pero exige de nuestra parte ser fieles a esa llamada. Por mas serios y exigentes que sean los empeños pastorales, el sacerdote que por ellos comienza a abandonar la oración – peligro a que todos nos acecha – va por el camino del enfriamiento espiritual primero, la tibieza después y mas tarde, por desgracia, el descamino. Un clásico de la espiritualidad de todos los tiempos, San Alfonso María de Liborio, escribió: “Vuestro Dios está siempre cerca de vosotros, y aun dentro de vosotros: en él tenemos vida, movimiento y ser (Hech 17, 28). Aquí no le sale al paso un portero a quien desee hablarle; a Dios le gusta que tratéis familiarmente con él. Tratad con él vuestros asuntos, vuestros proyectos, vuestros trabajos, vuestros temores y todo lo que os interese. Hacedlo sobre todo con confianza y el corazón abierto, porque Dios no acostumbra a hablar al alma que no le habla; si ésta no se acostumbra a conversar con él, comprenderá muy poco su lenguaje cuando le hable”( Cómo conversar continua y familiarmente con Dios, 1. c., volt I, pp. 316-317).
Homilía de Monseñor Juan Ignacio González Errázuriz en la Ordenación Presbiteral4. Queridos ordenandos, pero que haremos para con nuestra pobreza encarnar este ideal del sacerdocio católico? ¿Como responderemos a las exigencias de una sociedad que nos observa de cerca y que muchas veces critica fuertemente nuestra vida y nuestra acción?, por nuestra falta de testimonio y la traición e infidelidad de hermanos nuestros que escandalizan al pueblo de Dios.
Dicho de otra manera y usando palabras prestadas, “¿qué quieren, qué esperan los hombres del sacerdote, ministro de Cristo, signo viviente de la presencia del Buen Pastor? Nos atrevemos a afirmar que necesitan, que desean y esperan, aunque muchas veces no razonen conscientemente esa necesidad y esa esperanza, un sacerdote-sacerdote, un hombre que se desviva por ellos, por abrirles los horizontes del alma, que ejerza sin cesar su ministerio, que tenga un corazón grande, capaz de comprender y de querer a todos, aunque pueda a veces no verse correspondido; un hombre que dé con sencillez y alegría, oportunamente y aun inoportunamente (cfr. 2 Tim 4, 2), aquello que él solo puede dar: la riqueza de gracia, de intimidad divina, que a través de él Dios quiere distribuir a los hombres. (A. del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, pp. 109-110). Sé que conocéis bien la respuesta, pero conviene que como Padre y Pastor os lo recuerde con claridad, para que se grabe a fuego en vuestras almas.

Un sacerdote es un hombre que ante todo vive en la intimidad divina. Estando en el mundo, viviendo con los demás hombre y mujeres, llevando sobre si lo dolores y angustias de su pueblo y sobretodo de los mas pobres y sufrientes, él mismo vive en una constante unión con Dios, que le permite aproximarse sin miedos a todas las realidades humanas nobles para santificarlas con las presencia y la acción de Cristo. Intimidad divina, si, pero hay que cultivarla como se cultiva el amor entre dos personas y ese cultivo se riega con la oración personal y comunitaria. Un sacerdote es ante todo un hombre de oración, que sabe dedicar tiempos precisos de su existencia a estar con El, como nos cuenta el Santo Evangelio que hacia los discípulos del Señor.

Para conocer a Cristo y darlo a conocer es necesaria una lucha personal seria y decidida por ser hombre de oración larga, que dará los frutos que Dios quiera, pero exige de nuestra parte ser fieles a esa llamada. Por mas serios y exigentes que sean los empeños pastorales, el sacerdote que por ellos comienza a abandonar la oración – peligro a que todos nos acecha – va por el camino del enfriamiento espiritual primero, la tibieza después y mas tarde, por desgracia, el descamino. Un clásico de la espiritualidad de todos los tiempos, San Alfonso María de Liborio, escribió: “Vuestro Dios está siempre cerca de vosotros, y aun dentro de vosotros: en él tenemos vida, movimiento y ser (Hech 17, 28). Aquí no le sale al paso un portero a quien desee hablarle; a Dios le gusta que tratéis familiarmente con él. Tratad con él vuestros asuntos, vuestros proyectos, vuestros trabajos, vuestros temores y todo lo que os interese. Hacedlo sobre todo con confianza y el corazón abierto, porque Dios no acostumbra a hablar al alma que no le habla; si ésta no se acostumbra a conversar con él, comprenderá muy poco su lenguaje cuando le hable”( Cómo conversar continua y familiarmente con Dios, 1. c., volt I, pp. 316-317).

Luego, queridos neosacerdotes, no hay vida en el espíritu sin buscar alimentarse de aquello que constituye el centro y el fundamento de toda la vida de la Iglesia, el sacrificio redentor de Jesucristo, que se perpetua por los siglos en la celebración de la Santa Misa, el memorial de la pasión muerte y resurrección del Señor. En un momento mas celebrareis juntos a todo el presbiterio de nuestra diócesis y a su pastor por primera vez la Eucaristía y diréis, ya siendo en ese momento la persona del mismo Cristo “Tomad y comed: éste es mi cuerpo que por vosotros será entregado: haced esto en memoria mía […]. Este cáliz es el Nuevo Testamento en mi sangre: haced esto en memoria mía. (1 Cor 11, 24-25; Lc22, 19-20). “La Misa […] es acción divina, trinitaria, no humana. E1 sacerdote que celebra sirve al designio del Señor, prestando su cuerpo y su voz; pero no obra en nombre propio, sino in persona et in nomine Christi, en la Persona de Cristo, y en nombre de Cristo (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 86). El Concilio Vaticano II recordó a toda la Iglesia y especialmente a nosotros sus ministros que “En el misterio del sacrificio eucarístico, en que los sacerdotes cumplen su principal ministerio, se realiza continuamente la obra de nuestra redención, y, por ende, encarecidamente se les recomienda su celebración cotidiana, la cual, aunque pueda no haber en ella presencia de fieles, es ciertamente acto de Cristo y de la Iglesia. Así, al unirse los presbíteros al acto de Cristo sacerdote, se ofrecen diariamente por entero a Dios y, al alimentarse del cuerpo de Cristo, participan de corazón la caridad de Aquel que se da en manjar a los fieles (Decr. Presbyterorum Ordinis, 13).

5. Meditación de la palabra divina en la oración, celebración digna y atenta de la Santísima Eucaristía, son pues dos medios insustituibles del camino de santidad del sacerdote y de su misión de santificador. Ese fue el camino de nuestro Maestro, pero un camino que pasa siempre por la cruz. Por eso queridos ordenandos, también encontrareis en vuestro caminar sacerdotal el dulce madero que el mismo Señor como cireneo de cada uno nos ayuda a llevar, pero que es necesario tomar con alegría y decisión. Las palabras de Jesús son claras “Si alguno quiere venir en pos de mi, niéguese a si mismo, tome cada día su cruz y sígame.(Lc 9, 23). No siempre esa cruz será la que imagina la gente como el dolor la enfermedad, pues las más de las veces estará representada por la paciencia pastoral, el trabajo incesante y sin descanso que agota y fatiga nuestro andar, la incomprensión de los buenos, que critican nuestro proceder, el servicio a todos sin hacer distinción de personas. Santa Teresa de Jesús, con esa fuerza que caracteriza su visión de la santidad escribió “Creer que admite a Su amistad a gente regalada y sin trabajos es disparate (Camino de perfección, 18, 2). Por eso, hemos de amar la Cruz y buscarla por la mortificación de nuestros sentidos, porque dice San Francisco de Sales que “Los cotidianos, aunque ligeros, actos de caridad: el dolor de cabeza o de muelas; las extravagancias del marido o de la mujer; el quebrarse un brazo; aquel desprecio o gesto; el perderse los guantes, la sortija o el pañuelo; aquella incomodidad de recogerse temprano y madrugar para la oración o para ir a comulgar; aquella vergüenza que causa hacer en público ciertos actos de devoción; en suma, todas estas pequeñas molestias, sufridas y abrazadas con amor, son agradabilísimas a la divina Bondad, que por solo un vaso de agua ha prometido a sus fieles el mar inagotable de una bienaventuranza cumplida. Y como estas ocasiones se encuentran a cada instante, si se aprovechan son excelente medio de atesorar muchas riquezas espirituales (Introd. a la vida devota, III. 35). El Santo Cura de Ars, patrono de los párrocos y ejemplo para nuestra vida sacerdotal enseña que “también es muy cierto que aquel que ama los placeres, que busca sus comodidades, que huye de las ocasiones de sufrir, que se inquieta, que murmura, que reprende y se impacienta porque la cosa más insignificante no marcha según su voluntad y deseo, el tal, de cristiano sólo tiene el nombre; solamente sirve para deshonrar su religión, pues Jesucristo ha dicho: Aquel que quiera venir en pos de mi, renúnciese a si mismo, lleve su cruz todos los días de su vida, y sígueme (Sermón sobre la penitencia).
Al recibir el orden sacerdotal entrarán a forma parte del presbiterio diocesanos, donde arropados, enseñados y guiados por los hermanos mayores en el servicio sacerdotal, aprenderán a servir a todos. Pero especialmente en lo tiempo que corren, donde el individualismos y el vivir para si se ha transformado en la regla de vida de muchas persona, el sacerdote ha de saber que su santidad va de la mano de la santidad de su hermanos, su servicio no es un servicio individual, es un servicio que se realiza en la comunión con todos, pero sobretodo con los demás miembros del presbiterio, que unido a su Obispo, expresa la vida de la Iglesia aquí y ahora para el mundo. No hay sacerdocio aislado, no puede haber sacerdotes solos, encerrados en si mismo, sin en profunda comunión de vida y de trabajo con sus hermanos presbíteros y diáconos y así con toda la comunidad. Ya cada uno ha experimentado esta realidad en el servicio diaconal que ha prestado durante estos meses en las comunidades parroquiales donde están sirviendo. Ahora ese servicio se hará pleno y esa plenitud exige la humildad de aprender siempre, de estar completamente abiertos a ser servidores de los demás, empezando por los sacerdotes, siendo humildes para aceptar las correcciones que con fraterna solicitud puedan recibir de sus hermanos.

6. Quiero también traer a la consideración de estos nuevos sacerdotes una característica esencial del nuestro servicio, el celo pastoral y apostólico, que nos hace hacernos todo con todos para ganarlos a todos para Cristo. “Dios quiere que todos los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad. (I Tim 2, 4) De cien almas nos interesan las cien y la fuerza del Señor no les faltará si son fieles. Hay muchos hombres y mujeres, jóvenes y niños que esperan vuestra decidida acción apostólica, como la tierra reseca que ansía el agua del cielo. “La vocación cristiana es, por su misma naturaleza, vocación también al apostolado (Decr. Apostolicam actuositatem, 2). Y entre esos destinatarios de vuestra audaz vida apostólica, ocuparan siempre un lugar privilegiado los más pobres y desvalidos de nuestro mundo, ya en el cuerpo, ya en el alma, a los cuales, según las palabras del Señor, siempre tendremos con nosotros y que en nuestra diócesis, extensa y bien poblada, los hay, desgraciadamente, por doquier. Esa caridad pastoral que arranca como de la peste del servicio funcionario, del que solo debe cumplir cierta obligaciones pastorales, les dará una alegría tal en el ministerio sacerdotal que pese a los cansancios y debilidades tendrán la fuerza de Dios, cuya mano no se ha acortado, para hacer eficaz y llena de frutos apostólicos la vida de cada uno.
Veo aquí las familias de los que hoy se ordena, sus padres y parientes, sus hermanos espirituales que les han ayudado a recorrer el camino de la formación sacerdotal con su apoyo y su ánimo decidido. A ellos la Iglesia hoy agradece la entrega que hacen de esos hijos y Dios en el cielo les hace caer bendiciones muy particulares. Las vocaciones, queridos hermanos, nacen el la familia y no hay honor mas grandes para un padre, una madre y la familia, que tener a uno de los suyos entre los ministros de Dios. Un hijo que será siempre, ya lo verán, el mas cercano, el confidente y el que será apoyo ahora y cuando los años avances hacia la meta definitiva, un hijo que en momento final bendecirá con su mano, que es la del Señor, el camino que termina en la vida eterna.
Veo también a mi lado a quien el Señor puso en lo inicios de esta diócesis como pastor, nuestro querido don Orozimbo, padre y hermano mayor de todos nosotros, confidente seguro, consejero silencioso y prudente, amigo del alma.
¡Con cuanta alegría y seguridad se lleva el servicio pastoral – perdóneme don Orozimbo – al ver su alegría su vitalidad, su ejemplo de hombre entregado. Estos jóvenes son sus hijos, que yo he adoptado con la paternidad del espíritu, pero que nunca perderán esa filiación y esa impronta tan suya y de Dios que tienen. Que el Señor Jesús nos lo conserve muchos años a nuestro lado, para que nuestras lagrimas no afloren a nuestros ojos y podamos seguir nuestro seguro camino, que ud. como un Patriarca de esos del antiguo testamento, ilumina, guía y asegura, porque así el Señor lo ha dispuesto.
Pongamos a estos tres jóvenes en manos de María, la Madre de Jesús, el Sumo y Eterno Sacerdote y la madre de todos los sacerdotes. Ella es la luz que guía a la Iglesia en todo tiempo, pero particularmente en el tiempo Pascual. Ella anima a los discípulos temerosos y los acompaña en la espera del Espíritu Santo, Ella, es el refugio en las horas de dificultad y la causa de nuestra alegría. Invoquemos a San Bernardo, para que los hagas celosos servidores del pueblo de Dios que camina hacia el Reino de los cielos en esta diócesis de San Bernardo.
Así sea.”