Con amor por nuestros difuntos los hemos visitado para orar por ellos y recordarlos. Es una costumbre cristiana arraigada. Sabemos que en nuestros cementerios descansan sus cuerpos, pero su alma, la persona, espera la resurrección final, que es la vida en plenitud que esperamos. Este mes nos llama a reavivar nuestra fe en la vida eterna, que es la comunión definitiva con Dios y que no tiene fin. Es ver a Dios cara a cara, que, como dice San Pablo, no ha pasado por nuestra mente, ni podemos imaginarla. San Agustín enseñó que “La vida eterna es el gozo de la verdad”.
Es evidente que hoy hay un eclipse, un esconder o disimular las realidades últimas, la muerte, el juicio, el premio o el castigo y su significado definitivo. Predicar hoy sobre el infierno es difícil, pero hablar del mas allá anodino y sin mucho contenido, fácil y reconfortante. Los sacerdotes tenemos recomendaciones concretas al predicar en las
misas de difuntos. “La homilía que se pronuncia en las exequias debe evitar toda clase de elogio fúnebre”. No es un discurso de alabanza sobre el difunto, ni una biografía ni una ocasión para destacar sus virtudes. Es un anuncio del misterio pascual —muerte y resurrección de Cristo— en el cual se funda la esperanza cristiana. ¡Qué lejos de eso estamos en ciertos casos!
Meditamos poco en la muerte, y cuando lo hacemos es con cierto temor. Pero “ignorar que el hombre tiene un destino eterno conduce a no reconocer la trascendencia de su vocación y de su dignidad”. El Papa Francisco nos advirtió que “cuando perdemos de vista el horizonte eterno, nos volvemos presos de la inmediatez, y el corazón se encoge” y Benedicto XVI explicó la sustitución que se ha operado: “El concepto de esperanza cristiana ha sido sustituido por la idea del progreso. El paraíso prometido se ha trasladado al futuro terreno de la ciencia y de la técnica” y “la vida eterna ha llegado a parecer una idea aburrida o incluso indeseable. El hombre moderno prefiere un ‘paraíso en la tierra’ inmediato, olvidando que sólo Dios puede colmar el corazón”. San Juan Pablo explicó este proceso: “La pérdida del sentido del pecado va unida a la pérdida del sentido de Dios y de la vida eterna”.
Desde esta realidad, se siguen consecuencias que están a la vista: invasión del materialismo
y aumento de la desesperanza. Al no creer en la vida eterna, el hombre busca sentido en el
consumo, el placer o el poder. El dolor sólo tiene sentido a la luz de la esperanza eterna.
“El sufrimiento sin sentido es el infierno en la tierra” enseñó Benedicto XVI. En una sociedad que deja de creer la eutanasia es una de las consecuencias. Si no hay destino eterno, las normas morales se vuelven relativas. Si no hay eternidad, todo está permitido.
Es tiempo de recuperar la esperanza y volver a vivir con los pies en la tierra y la cabeza
en el cielo, como decía San Josemaría Escrivá, porque nuestra Patria verdadera, “nuestra ciudadanía está en el cielo”, pero se inicia aquí por la gracia santificante, don sobrenatural que Dios concede al alma para hacerla partícipe de su vida divina. El Catecismo señala que “ordinariamente, la gracia santificante se recibe por medio de los sacramentos, que son los signos eficaces instituidos por Cristo para comunicar la gracia”. Con ella, el alma vive en estado de amistad con Dios. Si se pierde por el pecado mortal, puede recuperarse por la reconciliación. “La vida eterna no es sólo algo que empieza después de la muerte. Ya desde ahora, mediante la gracia, participamos en ella”. Jesús enseña: “esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo a quien tú has enviado”. El Año Jubilar de la Esperanza puede ser un tiempo para redescubrir el sentido de nuestra vida y fortalecer la esperanza en la vida eterna, en medio de un mundo lleno de incertidumbres.
+ Juan Ignacio González Errázuriz
Obispo de San Bernardo


